el interpretador aguafuertes

 

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Villa Celina(*) -2-

"El hombre gato"

Juan Diego Incardona

 

 

 

 

"Ya sufriste cosas mejores que éstas
y vas a andar esta ruta, hoy,
cuando anochezca.
Tu esqueleto te trajo hasta aquí
con un cuerpo hambriento, veloz..."

Los redondos

 

Después de veintiséis años de vivir en la misma casa de la calle Ugarte, en el corazón de Villa Celina, donde aún vive mi familia, decidí abandonar el barrio para irme a vivir con Ana a Haedo, en el partido de Morón. Fue difícil el desarraigo; los primeros meses iba de visita casi todos los días: tomaba el tren de trocha angosta que une Haedo con Temperley y bajaba en un paraje marginal, debajo de un cruce de puentes, pertenecientes uno a la autopista Richieri, el otro al ferrocarril que viene de Madero y va para Laferrere. El lugar todavía existe y conserva su viejo cartel, que reza: "Estación Agustín de Elía". Pero más que estación, literalmente se trata de un pozo repleto de basura, con un par de andenes interrumpiendo el largo potrero y su caminito, transitado diariamente por changarines y personajes de las pinturas de Berni.

 

Había pasado toda la tarde en la casa de mis viejos jugando al TEG con mis hermanas y unos amigos, tomando mate y escuchando música. Como siempre, el juego duró más de la cuenta y terminó por hacerse de noche. Cuando salía, me pidieron encarecidamente que no tomara la ruta habitual por Agustín de Elía, porque "eso" era una boca de lobo, que, aunque tardara más, fuera a Liniers y allí tomara el Sarmiento. Pero no les hice caso y ahora estaba arrepentido y apenas acompañado por tres o cuatro tipos, esperando un tren que no venía más, cagado de frío en la hondonada atrás del Mercado Central. Corría junio de 1997.

 

En el fondo de la perspectiva empezó a crecer la luz amarilla de la locomotora, pero lamentablemente no de la dirección que hubiera deseado. El tren que iba para Temperley se detuvo unos pocos segundos y rápidamente siguió su camino. De la puerta que quedó frente a mí, bajaron sólo dos personas. A ambos los conocía, eran los hermanos Salomón, Néstor y Petete, que vivían en Giribone, a la vuelta de nuestra casa.

 

?¿Qué hacés Juan por acá solo a esta hora?

 

Les dije que iba para Haedo; ellos no sabían que me había mudado.

 

?¿Y ustedes de dónde vienen?

 

Volvían de la casa de una tía que vive en La tablada y estaban apurados porque Pablo, otro de sus hermanos, los había llamado por teléfono media hora antes y les había contado que en el fondo de Celina había un revuelo bárbaro, que habían visto al Hombre Gato por Urquiza y Achiras, que desde las seis de la tarde estaban todos en la calle y que habían llamado a los canales de televisión.

 

Les dije que recién venía del barrio y que no estaba enterado. Lo que pasa es que Urquiza quedaba a unas quince cuadras de la casa de mi familia, y además no había salido en toda la tarde. Enseguida nos acordamos de aquella vez cuando éramos chicos, la noche en que el hombre gato anduvo por Giribone, pero brevemente, porque ellos se querían ir a ver qué pasaba, así que se despidieron y con prisa subieron la escalerita del puente de la Richieri.

 

Yo me quedé solo nuevamente, pensando en aquella noche, tan invernal como ésta, pero de los primeros años de la década del ´80, cuando el Hombre Gato vino a rondar y saltar techos en las cuadras cercanas a mi casa.

 

Me acuerdo que había un poco de niebla. Estaba jugando en Giribone y a eso de las nueve Celina me llamó desde la puerta, porque era la hora de entrar. Aunque insistí por "un ratito más", mi madre se mantenía inflexible: ¡adentro!. La rutina infantil se cumplía religiosamente. Resignado, tuve que abandonar la pista que habíamos dibujado sobre la calle con pedazos de ladrillos. Entré con la cabeza gacha y el autito relleno de masilla en la mano, mientras escuchaba las cargadas de mis amigos.

 

Apenas un rato después, mientras estábamos comiendo, se empezaron a escuchar gritos desesperados, que llegaban de la calle. Salió solamente mi papá; a mis hermanas y a mí no nos dejaron. Pero yo me escurrí a la terraza y me escondí sobre el techito del porche, para ver qué pasaba.

 

Resulta que el cabezón Adrián Navarro, uno de mis mejores amigos, estaba parado en la esquina de Giribone y San Pedrito, cuando repentinamente salió espantado, corriendo hacia su casa. Dijo haber visto a un hombre muy alto, todo vestido de negro, saltando por los techos de la casa de Gaby. Dijo que tenía ojos rojos.

 

?Ojos rojos.

 

Empezó a salir todo el mundo a la calle, la mayoría armados con revólveres y hasta alguna escopeta. Pronto llegó la policía: hombres mal uniformados que seguramente venían del destacamento de la bajada, ya que eran conocidos por la gente, que, a esta altura de los acontecimientos, había copado las cuatro esquinas de Ugarte y Giribone.

 

En un extraño clima de fiesta empezó la cacería. Hace tiempo que se venía hablando del Hombre Gato. Se especulaba acerca de su origen y sus actividades. Se decía que venía de Brasil, que era de la secta Moon, que era capaz de dar saltos de cuatro metros, que sus ojos te paralizaban. La gente le tenía miedo, lo consideraba malvado. Para mí, en cambio, se había convertido en una especie de superhéroe, y deseaba que no lo atraparan.

 

Alguien dijo que lo vio saltar la pared del terreno de Monti. Hacia allí se dirigió la turba. Vecinos y policías se agolparon frente al portón de chapa; Monti, en pijama, abrió el candado y dio vía libre. Mi amigo Martín Perdíz, nieto de Monti, me saludaba desde lejos. Todos parecían contentos. Entraron algunos y empezaron a oírse disparos. Hubo corridas y algunos gritos. Durante casi dos horas indagaron en el terreno y los galpones, hasta que, finalmente, decidieron que no había nadie. Sin embargo, esto lo supe al día siguiente, el visitante había dejado huellas, que confirmaban una vez más su existencia. La gente se replegó, la policía se fue, todo volvía a la normalidad.

 

Pasó gran parte de la noche y no podía dormir. De repente, a eso de las cuatro de la mañana, se escuchó un disparo, después otro, después varios más, y empezaron de nuevo los gritos y la gente en la calle. Otra vez lo habían visto saltar el paredón de Monti. Parece que ahí estaba la cosa nomás. Esta vez llegaron muchos más policías, mejor equipados, y hasta un camión de bomberos y dos ambulancias. Era una noche de locos.

 

Entraron al terreno, que ocupaba media manzana y tenía en su interior dos galpones de un taller de matricería y un parque con varios árboles, entre ellos nísperos, moras y quinotos de los que me alimenté en más de una ocasión. Por segunda vez en la misma noche abrieron el gran portón de chapa; en esta oportunidad sólo entró la policía. Los tiros fueron muchos, y hasta lanzaron una bomba de gas lacrimógeno, que al día siguiente encontré partida en dos en el parque. Después de una o dos horas de infructuosa persecución, cuando empezaba a clarear, dieron por finalizada la búsqueda y todos se fueron. Tiempo después nos enteramos que el Sargento Ramos lo vio saltar por el paredón de atrás hacia la casa de Claudio, y que desde allí saltó otra vez a la calle para escapar corriendo por los potreros que estaban más allá de San Pedrito.

 

Al otro día, Martín me invitó a su casa y juntos recorrimos, solos, todo el lugar. Vi los agujeros producidos por los tiros en las paredes de chapa de los galpones internos, los casquillos tirados por todas partes y, sobre todo, las marcas profundas en los troncos de los árboles. Eran arañazos, me explicó. Esto me produjo una gran impresión. Martín me regaló la bomba partida de gas lacrimógeno. En casa la uní con cinta de embalar y la guardé en el cuartito donde está la heladera. Allí permaneció bastante tiempo. A veces se la mostraba a algún amigo o pariente que venía a visitarme. En algún momento se debe haber perdido, porque a partir de los veintipico de años no la encontré más, aunque varias veces la busqué, revolviendo las herramientas de mi viejo o las repisas que están al lado de la heladera.

 

Aunque parecía que nunca iba a poder salir de la estación Agustín de Elía, al fin el tren mostró su trompa por la curva atrás del Mercado. Venía bastante vacío, así que viajé sentado, mientras pensaba en aquella noche de mi infancia.

 

Llegué a la estación Haedo en menos de veinte minutos. Esperé un rato el 182 y luego decidí irme, porque ya estaba harto de esperas, así que caminé las doce cuadras con ritmo ligero, hasta que llegué al largo pasillo de la calle Lainez. Apenas entré a mi casa, fui al living y prendí la televisión.

 

Con música rimbobante, Crónica titulaba sobre el fondo rojo de la pantalla:

Transmitían en vivo. La cámara enfocaba las ramas altas de un viejo eucaliptus, mientras el periodista aseguraba que allí se encontraba el Hombre Gato. Una muchedumbre exaltada lo rodeaba. Pude reconocer a unos cuantos amigos y conocidos. Estaban los seminaristas de la capilla de Urquiza, el gordo Gabriel y los muchachos de la Municipalidad, mis amigos de Perseverancia y el Sagrado, los pibes de Viejo Smocking, y muchos más. Uno a uno iban desfilando ante la cámara. Y yo de este lado, tan lejos.

 

De pronto, los chicos empezaron a tirarle cascotazos al árbol. La gente se puso eufórica y empezó a gritar y a empujarse. Era un descontrol; la cámara iba a sucumbir en cualquier momento. Casi todo Celina estaba ahí, o estaba llegando.

 

El cronista insistía: "El hombre gato resiste, el hombre gato resiste".

 

Más forcejeo, más gritos.

 

Al final la cámara cedió y fue a parar al piso. La última imagen que transmitieron fue un poco de pasto. Tres, cuatro segundos de pasto. Después, todo se puso negro y desde los estudios de Crónica decidieron pasar a otra noticia.

 

Esperé un buen rato que volviera la transmisión desde Villa Celina, pero nada.

 

Estaba cansado. La noche se cerraba y finalmente decidí acostarme, pero, una vez más, no podía dormir. La voz del periodista me repiqueteaba en la cabeza:

 

"El hombre gato resiste, el hombre gato resiste."

 

 

Dedicado a Martín Perdíz y Adrián Navarro.

 

 

 

EPÍLOGO

 

Muchos lo vieron, pero jamás lo atraparon, lo que deja abierta la posibilidad de que cualquier día de estos aparezca nuevamente saltando por los techos del Conurbano Bonaerense. Parece que se trata de algo periódico. Me pregunto, si vuelve, ¿será el mismo, quizás viejo, menos atlético? ¿O vendrá un reemplazante, un aprendiz, un discípulo?

 

 

NOTAS

(*)Villa Celina se encuentra en el sudoeste del Conurbano Bonaerense, en el partido de La Matanza. Aislada entre las avenidas General Paz y Richieri, tiene ritmo pueblerino y aspecto fantasmagórico. Barrio peronista como toda La Matanza, su vida social gira en torno a los clubes, la Sociedad de Fomento, la Parroquia Sagrado Corazón y las escuelas del estado. Debe su nombre a Doña Celina, señora que poseía gran parte de los terrenos que hoy conforman la localidad. A mediados del siglo XX, Villa Celina fue poblada por españoles e inmigrantes del sur de Italia, como mis abuelos José y Lucía, Juanita, la almacenera, o Antonia, su cuñada. Las primeras casas fueron construidas por los mismos inmigrantes, edificaciones generalmente bajas, con fachadas provistas de una puerta y dos ventanas, una en la pared exterior sobre la vereda, otra dentro del habitual porche. Con el tiempo, se construyeron barrios de monoblocks en sus zonas periféricas, como el Barrio General Paz, el Barrio Richieri, los edificios Estrellas o los bajitos de tres pisos que están cerca del Mercado Central, fondo mítico donde aún se conserva La Chacra de los Tapiales, construcción colonial declarada Monumento Histórico Nacional en 1942. En las últimas dos décadas, el barrio recibió grandes oleadas de inmigrantes bolivianos, lo que ha generado que un sector de Celina sea denominado ?Pequeña Cochabamba?. En su centro geográfico, frente a la escuela 137, se encuentra el famoso Tanque de Celina, de estructura tubular y bastante alto, con escalera caracol en su interior. Desde sus elevadas tejas se domina toda la zona y hasta pueden verse otros barrios que pertenecen a Celina, como el Barrio Urquiza, Las Achiras y el Barrio Sarmiento, además de los vecinos Madero, Tapiales y Lugano. En mi infancia y adolescencia, durante la década del 70 y el 80, aún perduraban grandes extensiones de campo y potreros (hoy esos terrenos prácticamente han desaparecido) que propiciaban la aventura y el juego infantil en toda su dimensión. Quienes crecimos en Celina, hemos jugado en el campito hasta la oscuridad total y las nubes de mosquitos en la cabeza. Sus jóvenes frecuentan las esquinas, siempre con botellas de cerveza, a veces con una guitarra, otras con una pelota de fútbol para el partido nocturno sobre la calle. Es un barrio de fierreros (hay uno o dos talleres mecánicos por cuadra) y de músicos. Tango y rock and roll siempre presentes, ahora también cumbia. Ha sido cuna de muchas bandas, algunas conocidas, como Viejas Locas (Piedrabuena y Celina), Callejeros y Villanos. En sus noches se percibe una fina niebla, iluminada parcialmente por los viejos faroles del alumbrado, se escuchan ladridos de perros (que abundan), tiros lejanos y muy cercanos, y una especie de rumor difícil de clasificar que interrumpe con frecuencia el diálogo en las veredas, quizás una especie de pasado, un sonido de pasado, un gol de Tino en el campito mezclado con la risa de los pibes del grupo ?Perseverancia? y las puteadas de Carlitos el borracho.


Juan Diego Incardona

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 
               

Juan Diego Incardona

Villa Celina, 1971.

Es posible leer más obras de Juan Diego Incardona en los espacios de autor de Eldígoras-EOM.

http://www.eldigoras.com/eda/portal.htm

Publicaciones en el interpretador:

Número 2: mayo 2004 - Eyeston (narrativa)

Número 3: junio 2004 - Super Dios (narrativa)

Número 4: julio 2004 - Maldita Ley Interpretación acerca del artículo 194 del Código Penal en relación a los cortes de ruta y la criminalización de la protesta en Argentina (ensayo en colaboración con María Cecilia Incardona)

Número 4: julio 2004 - La voz de la señora Chamberlain (narrativa)

Número 5: agosto 2004 - El estanque de agua inmutable (narrativa)

Número 5: agosto 2004 - Beth o La lucha por la casa Acerca de La furia y otros cuentos (1959) de Silvina Ocampo (ensayo)

Número 6: septiembre 2004 - Bartleby, el oxímoron Ensayo sobre Bartleby, el escribiente (1856) de Herman Melville.

Número 6: septiembre 2004 - Canción para muertos (narrativa)

Número 7: octubre 2004 - Internet (narrativa)

Número 9: diciembre 2004 - Ampere -1- (narrativa)

Número 10: enero 2005 - Ampere -2- (narrativa)

Número 11: febrero 2005 - Ampere -3- (narrativa)

Número 12: marzo 2005 - Ampere -4- (narrativa)

Número 13: abril 2005 - Ampere -5- (narrativa)

Número 14: mayo 2005 - Ampere -6- (narrativa)

Número 15: junio 2005 - Villa Celina -1-: "Los reyes magos peronistas" (aguafuertes)

Número 15: junio 2005 - Ampere -7- (narrativa)

Número 16: julio 2005 - Ampere -8- (narrativa)

Número 17: agosto 2005 - Ampere -9- (narrativa)

 
   
   
 
 
 
Dirección y diseño: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: Inés de Mendonça, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Pablo Liefeld.
sección artes visuales: Juliana Fraile, Mariana Rodríguez
Control de calidad: Sebastián Hernaiz
 
 
 
 

Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Foto del Tanque de Villa Celina.