Super Dios

 

Juan Diego Incardona

 

 

"Tú me arrojaste a lo más profundo, al medio del mar: la corriente me envolvía, ¡todos tus torrentes y tus olas pasaron sobre mí!"
Jonás, 2, 4.

"Escribe lo que has visto, lo que sucede ahora y lo que sucederá en el futuro"
Apocalipsis, 1, 19.

 

Del firmamento brotó esta historia en una lóbrega jornada, toda noche, toda palabra de Dios.

Mi entendimiento, abyecto órgano de mi conciencia, no sabe reproducir el lenguaje de las tinieblas, pero mi conciencia, órgano eremita de mi tiempo en este mundo, puede contemplar. Ahora, contemplaré con usted la historia revelada, pero incomprendida; ahora, beberé con usted la leche que brota del pecho de Dios.

Antes de que el tránsito comience, invocaré a la oscuridad que no es negra sino diáfana, blanco indefinible de lactancia divina, primera metáfora de donde nacen todas las palabras y todas las conciencias, para que este sueño, lóbrega jornada, toda noche, toda palabra de Dios, destile letras, ornamentos de perdición:

Llegó Dios hasta la ciudad en forma de viento, penetró en nuestras moradas, vigiló los actos, miró, escuchó, tocó, comió, olió, desplegó los infinitos sentidos que el hombre no posee y tomó una grave determinación: Él, que alguna vez creó el tiempo, como también creó la luz, decidió destruir el tiempo en nuestra ciudad.

Así y por el castigo de Dios los habitantes quedaron inmóviles cual estatuas; todos los movimientos de todos los rincones perecieron. Ni siquiera la brisa recorría las esquinas ni los pájaros volaban sobre las veredas ni las nubes formaban figuras en el cielo sobre las calles ni el sol distribuía horas y luces. La ciudad fue una ciénaga de aire ensombrecido.

Quizás por ser justo, o por dedicarme al oficio de la escritura, estuve ausente en aquella jornada. Hallándome, pues, en la isla llamada Patmos, fui arrebatado en espíritu y oí tras de mí una voz fuerte, como de trompeta, que decía: “Lo que vieres escríbelo en un libro”. Inmediatamente me encontré en nuestra ciudad, pero antes de su Apocalipsis. Me encontré, vituperado por hombres y mujeres que no conocía, aún que conocía, en las sendas vertiginosas que dividen edificios y negocios, en los pasillos que se hunden implacables dentro de los barrios de la desidia, en las rutas que conducen al hedor de los parques sucios y pestilentes. Me insultaban y me lapidaban. En esa situación taciturna me encontré en nuestra ciudad para narrar el fin de su tiempo.

Entonces y de alguna forma, avancé por la ciudad en forma de viento, penetré en las moradas de sus habitantes, vigilé sus actos, miré, escuché, toqué, comí, olí, desplegué infinitos sentidos que el hombre no posee y determiné lo inevitable: destruir.

Pero, por hombre, preferí huir de Dios antes que predicar la muerte sobre la ciudad. Compré un pasaje en las cercanías del puerto y me embarqué hacia algún lugar alejado de Dios. Navegué sobre la superficie de las aguas desconocidas durante muchos años, hacia el poniente, huyendo del Distribuidor del Tiempo que me perseguía, mas en el mediodía del mar, el Creador, Padre Todopoderoso, me alcanzó mientras dormía y envió una gran tempestad sobre el barco.

Los marinos, criaturas siempre supersticiosas, clamaron a diferentes dioses y amuletos. El comandante mismo se acercó hasta mí, y, despertándome del vaporoso estado que me envolvía, me ordenó que invocara a mi Dios para que cesara la tormenta. Al mismo tiempo, los hombres echaron una moneda en busca del responsable de la cólera divina: la suerte cayó sobre mí.

Los marineros y los pasajeros me interrogaron; yo les narré esta historia; el mar embravecía.

Aquellos hombres se atemorizaron y me preguntaron: “¿Qué vamos a hacer contigo para que el mar se nos aquiete?” Respondí con la verdad: “Tomadme y echadme al mar, y el mar se os aquietará, pues bien sé yo que esta gran tormenta os ha sobrevenido por mí.”

Me echaron al mar y el mar se aquietó en su furia.

Hallándome, luego, en las aguas desconocidas fui devorado por un gigantesco pez enviado por Dios. Desde el vientre de la bestia clamé con gran angustia a Dios con toda clase de oraciones y promesas durante tres días y tres noches. Entonces Dios ordenó al pez que me vomite.

Cuando era expulsado del estómago del infierno, cuyo cerrojo fue echado sobre mí para siempre, tuve conciencia de la destrucción del tiempo: del valle de las sombras de la muerte, vientre embarazado de olvido y silencio, Dios, como una partera, arrancó mi ser de aquella jaula y tomando mi cabeza entre sus manos me recostó en un nido tibio de luz y de vida: ahora era Dios quien me tragaba.

Entonces, nuevamente, me encontré en nuestra ciudad. Pero en esta ocasión, pasaje bifurcado del tiempo, sala inaccesible para el reloj, me había convertido en santo. Así pues, ordené la destrucción con palabras irreproducibles.

Y ahora, los habitantes fornican con la muerte, criatura sin tiempo. Ahora, los habitantes de nuestra ciudad son vituperados por mí. Ahora, yo, Juan, Jonás, mamo las letras que fluyen de los pezones de Dios y escribo lo que veo. Ahora, yo, Juan, Jonás, soy Dios, lóbrega jornada, toda noche, toda palabra.

 

© Juan Diego Incardona

 

 
el interpretador acerca del autor
 
                   

Juan Diego Incardona

Argentina, 1971.

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Publicaciones en el interpretador:

Número 2: mayo 2004 - Eyeston (narrativa)

 
 
 
 
 
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