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El amor y el origen de la poesía

Silvio Mattoni

Publicado originalmente en Nombres, revista de filosofía, Nº 19, Córdoba, abril de 2005.

 

 

 

 

Empecemos por el principio, como suele decirse. Aun cuando Platón ya formulaba la advertencia de que la pregunta sobre lo primero era la causa de todos los males. Sin embargo, eso que acaso sólo pueda responderse como un mito sigue siendo lo que más importa preguntar. Todo aquello que parece estar fuera de los límites del lenguaje, pero que de alguna manera imaginamos, soñamos que lo precede, �no será lo primero, el origen?

El filósofo idealista Schelling, que trató de encontrar en la mitología de las religiones el fundamento originario del pensamiento, el primer impulso de lo que luego la escritura fijaría como filosofía, afirmó: "Es cierto que los pequeños acontecimientos de la infancia de un individuo histórico son igualmente entregados al olvido. El período histórico comenzaría pues con los acontecimientos significativos. �Y qué debemos entender �se pregunta Schelling� por significativo y no significativo? �No sería más acorde a la verdad admitir que justamente esa región desconocida, inaccesible a la historia, donde se pierden las últimas fuentes de toda historia, es para nosotros la más significativa porque allí es donde se ha desarrollado toda la serie de procesos que ejercieron la influencia más decisiva sobre los destinos humanos?" La analogía que Schelling nos plantea, tomándola literalmente, de una manera inédita en su época, sería que la significación de la infancia, casi enteramente olvidada, se oculta sólo para originar la conciencia, eso que creemos ser y pensar, y que su influencia, en verdad inconmensurable, debe compararse a la que producirían en la historia los acontecimientos olvidados, originarios, vislumbrados detrás del mito como un deseo imposible escondido en un sueño.

Voy a intentar entonces contarles un sueño: el origen del amor que es también el origen de la poesía. En un poema escrito hace veintisiete siglos se describía ya una especie de sintomatología del amor. Pertenece a Safo, la poeta de Lesbos, y tan sólo nos queda de él un intenso fragmento que dice:

Me parece igual a un dios el hombre

que frente a ti se sienta, y tan de cerca

te escucha absorto hablarle con dulzura

y reírte, deseable.

Hasta aquí, como vemos, se trata de una situación objetiva, donde los celos hacen que la poeta, o esa voz que parece hablarnos en el poema, compare al varón privilegiado por la cercanía de la amada con un dios. Sólo un ser divino podría recibir esos dones: la voz meliflua, la risa, la atracción de la amada cuya belleza no descripta se revela en el deseo que necesariamente provoca. �Qué pasa entonces? Algo extraordinario, casi inédito en aquellos lejanos siglos, en que se pensaba que las pasiones provenían del exterior, de daimones o dioses que se apoderaban del ánimo y lo arrastraban más allá de sí. Safo inventa una intimidad, una zona de agitación interna, previa a la percepción y a la conciencia que recoge los datos sensibles, y donde se levantaría, como una ola perfecta en la verde lisura del mar que no llegara a romperse, la verdadera posesión, un entusiasmo autogenerado, un impulso irrefrenable que parte del mismo ser que quisiera contenerse, encontrar una calma ya imposible.

Y el fragmento sigue así:

Eso en verdad me ha hecho saltar

el corazón dentro del pecho; y cuando

te miro un solo instante, ya no puedo

decir ni una palabra,

mi lengua queda rota, y un sutil

fuego no tarda en recorrer mi piel,

mis ojos no ven nada, los oídos

me zumban y me cubre

un sudor frío y un temblor me agita

todo el cuerpo y estoy, más que la hierba,

pálida, siento que ya falta poco

para caerme muerta.

�Qué quiere decir todo esto? �Qué significan esos rasgos aislados: palpitaciones, imposibilidad de hablar, escalofríos, vista nublada, zumbido en los oídos, palidez? �Qué nombre darle a este desfallecimiento? Pero la pregunta más enigmática, más irresoluble sería: �cómo es que podemos reconocer nosotros, todavía, estos síntomas? Es decir, que los leemos como signos de algo que puede pasar, que incluso, diría, puede pasarle a cualquiera. Una metáfora dominante ha atravesado la historia íntegra del arrebato lírico a partir de este breve fragmento, y casi parece obvia, hasta inadmisible ahora, es la idea del amor como fuego.

He hablado del fragmento de Safo, aunque algunos afirman que es un poema completo e incluso se discute el añadido de un verso inconcluso que dice algo así como: "Pero todo es soportable..." Una forma de consuelo que sólo es posible suponer a posteriori, cuando al escribir el poema la escena de los celos y la pérdida del control de los sentidos es tan sólo rememorada, construyendo un análisis de los diversos efectos pasionales que evidentemente no pudo hacerse en aquel instante perturbador. También ese extraño verso añadido podría pensarse como una aceptación del fuego, una cierta complacencia en el rapto, en el éxtasis y el desmayo. Como si Safo nos dijera: "Es cierto, el amor quema, obnubila, extravía, pero no vamos a morir por ello, aunque parezca que sí, aunque de alguna manera en esos momentos lo deseemos." Es como un fuego suave. Safo escribe las palabras lépton pyr que podrían traducirse también como un "fuego mínimo".

Hay otro célebre poema de Safo, este sí bastante más fragmentario, donde declara al comienzo un deseo de morir, apagar el fuego, la chispa y su persistencia enloquecedora. Pero a su vez la necesidad de ofrecerle a la amiga un ejemplo de contención y sabiduría le hace remitir completamente hacia el pasado los supuestos ardores que habían compartido. Dice así:

En verdad, quisiera estar muerta.

Ella, al dejarme,

vertió muchas lágrimas

y me decía: "Ay, qué pena siento,

Safo, créeme, me duele

dejarte."

Yo le contesté diciéndole:

"Vete feliz, y acuérdate de mí,

ya sabes cuánto te quería, pero

por si no te acuerdas, te diré...

cuánto gozamos."

Y entre las muchas lagunas del texto que sigue, alcanzamos a entrever coronas de flores que ciñen el cuerpo, guirnaldas en el cuello, perfumes que se frotaban, se ungían, y blandas camas donde la amada que ahora se va pudo saciar el deseo. Hay una especie de venganza tácita, solapada, en estos pormenores de goces pasados. Safo parece anunciar también una forma típica de la separación que se esconde bajo la frase banal: "Nadie te va a querer como yo." Lo que quizás en parte sea cierto, porque un amor del pasado siempre puede correr con cierta ventaja sobre el presente, sobre todo si está nimbado por un gesto magnánimo de renuncia, que desea la felicidad para la amada, como Safo, aunque eso signifique perderla para sí misma. Cuando la otra se vaya, y ella quede sola, empezará a escribir que, justamente, quisiera morirse.

A esta altura, no puedo dejar de recordar una distinción que tuvo mucho éxito y que es otro invento griego, muy visible en Safo, que sería la diferenciación entre el deseo �en griego, póthos� y el amor que en griego, claro, se dice eros. Aquello que la amada que abandona a Safo disfrutó, eso que puede saciarse en una cama es el póthos, el deseo. El amor es otra cosa, aunque a veces puede ponerle remedio un poco de goce. Cuando Safo ve a su amada hablándole a un varón que con ello accede al cielo de su risa irresistible, lo que le pasa no tiene remedio, no hay fármakon, diríamos en griego. Las satisfacciones posibles, aunque sean numerosas, incontables, no pueden hacer nada contra ese vacío que arrastra, que pierde. En otro fragmento, Safo escribió:

Eros me sacudió el ánimo

como un viento que en el monte

se abate sobre los árboles.

El deseo, entonces, está ligado a los sentidos, pertenece a su órbita. Parecido a la sed que el agua puede apagar. Pero ese fuego que llamaron amor, mínimo, sutil, no parece tener un fin, un descanso, como si el consumo, la posesión del objeto que lo despierta no lo disminuyera para nada. Incluso puede aumentarlo, porque a la distancia el eros se confunde con un póthos que no encuentra su objeto, pero una vez que el póthos se acaba, y un instante antes de que empiece de nuevo a incitar y excitar al cuerpo, se descubrirá que eso no era el fuego ni el mar tempestuoso del extravío, esa pérdida del momento de goce no puede apagar la llama ni aplacar la tormenta, como tampoco una chispa cambia el sentido de un incendio ni un soplido de dos bocas unidas modifica la dirección del viento.

Pero ese lugar íntimo sobre el que se abate, se arroja eros con una fuerza irresistible, también es una palabra difícil de traducir. Yo puse ahora, para salir del paso, un término raro de nuestro idioma, el "ánimo", porque lo que se llama el "alma" me parece que está ya muy cristianizada, e incluso sustancializada, como si pudiera separarse del individuo. Culpa de Platón, en principio, a quien ya le haremos una visita. La palabra griega es frénas, que en un sentido inicial es un diafragma, una membrana envolvente, también técnicamente lo que en la medicina actual se llama pericardio; pero en plural, tal como aparece en Safo, son las entrañas, las vísceras torácicas, y figuradamente, el pecho, el corazón, el ánimo, el alma o el espíritu, dependiendo de las traducciones que remiten a sus propios momentos, épocas, ideas. Así siguen las posibilidades: mente, entendimiento, razón, pensamiento, memoria, atención, reflexión, meditación, conciencia, voluntad, intención, etc. Pero me quiero quedar con una posibilidad, en plural, que significaría que Eros, ya sea el amor o sea el mismo dios infantil y terrible que lo personifica, se lanza sobre los sentidos, desarregla los sentidos, perturba el control de los sentidos. Pensemos en el siglo VI o VII antes de Cristo, antes de la filosofía propiamente dicha, época de sabios un tanto míticos y de poetas igualmente ligados a una comunidad sagrada, entonces la conciencia no estaba separada de los sentidos, el ordenamiento de las sensaciones era ya la misma conciencia, que a su vez no era más que lo perceptible y lo decible. No había, para decirlo de una vez, ideas. De modo que el relámpago suave, invisible del amor se abate al mismo tiempo, en el acto, sobre la membrana que rodea al corazón, las vísceras detrás del plexo solar, los sentidos que caen presas del desconcierto, la memoria que no recuerda nada, la atención que se transforma en una variante alienada de la distracción. Como los árboles agitados por el viento, el cuerpo no puede más que estremecerse, zumbar, asistir a la sacudida de hojas, porciones de follaje que no parecían estar allí hasta que empezó a soplar eros.

Y otro fragmento de Safo repite este efecto del amor, que no cesa:

De nuevo Eros, el que afloja

los miembros, me sacude, agridulce

bicho contra el que no hay defensa.

Lo que importa es aquí la repetición, eso "de nuevo", otra vez, un zarandeo que deja los miembros fláccidos. Pero Safo sabe que no todo es padecimiento en el amor, que hay una parte dulce en el páthos erótico. Y quizás se oculte en el hecho de que contra el soplo, la flecha, el rayo de Eros no hay defensa. Si algo es inevitable, ya no dependerá de nuestra voluntad, no requiere un esfuerzo. Amar no es un trabajo, no es como escribir. Lo que me lleva a esta pregunta: �cómo pasamos de la pasión, el rapto, el instante presente, que ninguna memoria registra porque ya se dejó atrás toda memoria, a la poesía, las palabras y su sentido? En otros términos, �por qué del amor surgiría la poesía? Acaso porque lo que se ama siempre será olvidado, porque hay una laguna textual en el centro de la descripción del instante y que es su experiencia muda, de cuya ausencia nace un ritmo, un canto previo a cualquier contenido. Toda escritura, entonces, puede representarse como un cenotafio, una inscripción sobre un cuerpo ausente. Cuando el cuerpo ya no está, y el póthos, con su sed y su engañosa saciedad, no puede confundirse con el amor, Safo vuelve a las palabras y a la medida de los versos, allí donde algo dictado, fabricado como una voz, habrá de simular aquel éxtasis, aquella dichosa y paciente salida de sí. Y en el espejo del poema se intentará descubrir no tanto el rostro amado como la propia cara del amante que escribe, que se ha olvidado del amor para escribir. Pareciera que algo perdura en el poema, entonces, como un nombre que no tiene otro sentido que su sonoridad indicando la ausencia, el borramiento intenso de una experiencia: Safo. �Cómo explicarme, si no, la sensación de verdad que provocan estos retazos de poemas perdidos? La persistencia de tu nombre, Safo, �es una prueba?

Quizás a alguna de sus amigas que la hizo enojar le lanzó esta condena, la de no nombrarla:

Cuando mueras, descansarás: ni un solo

recuerdo guardarán de ti futuras

generaciones, pues no participas

en las rosas de Pieria. E ignorada

hasta en la casa de Hades, solamente

con sombras invisibles tratarás

cuando por fin de aquí te hayas borrado.

Así, la poesía no conduce a la inmortalidad, sino al registro puro de la ausencia inminente de un cuerpo, cifrada en el nombre. Un filósofo epicúreo dirá unos siglos después: "Lo que se pierde en efecto es igual para todos, pero el presente nunca lo es". �Cómo es posible soñar que esa diferencia del presente, que el instante arrebatado al tiempo pueda quedar grabado en palabras, hechas de repetición y de olvido?

Para salvar entonces la eternidad de lo que es, el primer filósofo propiamente dicho habrá de sacrificar el presente, el cuerpo, los sentidos. Para que el amor no sea un círculo de fuego obstinado alrededor de la leña del deseo, Platón va a imaginar un eros separado del póthos, pero no separado por una escala dentro de la pérdida del autodominio, sino radicalmente distinto, opuesto a la sed del cuerpo. Los estoicos, los cristianos, los moralistas y hasta los psicoanalistas llegarán a decir que hizo bien, sin mencionar a los poetas, desde los trovadores provenzales hasta los románticos. �Cómo tener una vida activa, productiva, alguna clase de ética si no se sale del goce y del presente absolutos? La misma Safo realiza ese movimiento para poder escribir. Pero, �no será el bien acaso lo inactivo, lo improductivo, la inmersión en un anonadamiento que no se elige? O tal vez sea otra cosa, otro mundo, ni mejor ni peor.

Quizá se pueda inventar, también, otro sueño, con otro poeta menos sutil, medio siglo antes de Safo. Y ese sueño tiene el nombre de Arquíloco de Paros, quien habría dejado testimonios de su deseo, no de su amor. A Arquíloco le gustan los placeres, le gusta estar vivo. Puede reivindicar incluso la deshonrosa cobardía en una batalla, con tal de poder seguir viendo el sol, cantando, celebrando la belleza como un fruto siempre dispuesto a ser cosechado. El deseo lo hace su presa, pero él también es un cazador. Describe lo que desea y lo que logra alcanzar, con una naturalidad sin melancolía amorosa que en otros tiempos será calificada de obscena. Alguien que le hace una fellatio le recuerda la manera en que algunos pueblos toman cerveza con una caña a modo de sorbete. Y nos informa además sobre el único peligro que lo acecha, la muerte o, como una forma menor del morir, la impotencia sexual. Lo alarma el comportamiento impredecible de su miembro. Pero sin embargo no lucha por controlar su cuerpo ni por evitar los extravíos del deseo. Oigamos su más alto momento moral, en un tono que preanuncia las afirmaciones de los coros trágicos:

Confíate a los dioses en todo: ellos, a veces,

levantan al que yace en el suelo oscuro

y lo libran de la desgracia; otras, en cambio,

atacan y hacen caer de espaldas al más firme;

llegan males incontables y el hombre anda perdido,

faltándole el sustento, enajenando el ánimo.

Por eso las expresiones del deseo de Arquíloco invocan el auxilio de la fortuna, como un cazador o un pescador que le pidiera a la naturaleza una jornada feliz. Algunos fragmentos simplemente son esa expresión, esa solicitud. En uno, leemos:

�Si pudiera tener a Neóbule en mis brazos...!

Y en el siguiente, que probablemente no pertenezca al mismo poema, escribe:

... y si pudiera lanzarme sobre el manto ajetreado

y acomodar mi vientre sobre el suyo y las piernas

rozándole las piernas...

Después del goce, si el pedido es atendido y se produce, no le importará demasiado la rememoración. Al contrario que en Safo, la culminación del extravío, lo insoportable y lo que anhela el deseo se efectúa antes de todo contacto, por obra de la mirada. El simulacro del cuerpo bello que llega a los ojos en forma de corpúsculos materiales, hechos de luz pero también de humedad y de fuego, desordena toda la conciencia, hace perder la memoria. No obstante, la vista sigue clavada en lo que desea y los nervios tensan un falo que ya no será desatendido. Como decía no hace mucho el poeta Henri Michaux, la verga entonces se vuelve doctrinaria.

Podríamos conjeturar que Arquíloco llamaba amor a un deseo prolongado, y aunque conoce ambos términos no los ubica en instantes diferentes. El amor no precede al deseo ni lo sobrevive, es sólo una forma de decir que el deseo todavía persiste. Y así también la pérdida de sí que suscita en el poeta deseante no durará más allá de la presencia inmediata y el cuerpo que está hoy aquí no puede ser sustituido por ninguna imagen ausente. En el poema, escrito después, sólo se registra la exclamación demorada, el asombro pero no la persistencia del desconcierto. Leo:

�Pues era tal el deseo de amar que se me enredó el corazón

y en mis ojos vertió niebla espesa

robándome el dulce sentido del ánimo!

Según la versión del traductor catalán Juan Ferraté, que es la principal que estoy usando, "dulce sentido del ánimo" traduciría el original hapalás frénas. Y el verso bien podría ser algo así como: "robándome el tierno sentido", "robándome la dulce atención". Y en este punto Arquíloco sí coincide con Safo, en este rapto del deseo. Pero Safo sabe hacerlo perdurar hasta que la niebla se disipa y puede ver entonces alguna claridad en las causas y los efectos del amor. Arquíloco se declara vencido, pero de alguna manera lo celebra porque algo le garantiza que no padecerá por mucho tiempo, porque otro brusco surgimiento del deseo se habrá de manifestar, y así mientras el cuerpo aguante, como decimos nosotros. Y si el amor de Safo era como un fuego suave, sutil y persistente, el deseo de Arquíloco sería como una indefinida serie de chispazos, que iluminan el instante sin llegar a encender ninguna ilusión de tiempo. Y cuando Arquíloco dice:

�Pero el que rompe los miembros,

amigo, me vence: el deseo!

No puedo dejar de ver allí un grito de júbilo, una fiesta porque todavía los nervios palpitan, los sentidos se encuentran y se pierden y la parte del cuerpo que es el arma para cazar se sigue poniendo rígida ante la vista de la belleza.

Dos o tres siglos después, aparece otro centro del amor, que se volvió el único. Aparece Platón y el amor del alma. Como habrán notado, Safo y Arquíloco hablan del sentido, la atención y la distracción, la conciencia y su pérdida, hablan del cuerpo y los asaltos del deseo, pero no de una realidad inmaterial y además interna. A lo sumo, como en la condena de Safo a una amante ingrata y que ni siquiera se dedica a la poesía, se mencionan sombras, similares a las que había en el viejo Homero, dobles penosos y fantasmales del cuerpo vivo, que flotan en la oscura desolación del Hades, ese país de lo que no existe. Pero el alma platónica es otra cosa. Deriva de doctrinas esotéricas de grupos bastante antiguos, perdidos en lo más denso del olvido pero no por ello menos significativos, me refiero a los órficos, los pitagóricos, para quienes el alma sobrevive al cuerpo y, aunque sin materia, es más real que el cuerpo. Platón va a establecer sistemáticamente no sólo la diferencia del alma y del cuerpo, sino también su oposición irreconciliable. La liberación del cuerpo se vuelve entonces una meta. La caducidad, el deterioro que antes eran un destino fatal, ahora son un objeto de reflexión para lo que no muere. El pensamiento se vuelve eterno. Toda la pesadilla de la filosofía despliega sus alas brillantes y perdurables. Por suerte el mismo Platón, en ocasiones, nos despierta de ella. Hay seres, cosas de este mundo perecedero que el pensamiento puede albergar, cosas que es posible imaginar que las palabras registran y, en cierto modo, salvan.

El amor es un impulso eterno del alma hacia el ideal que sin embargo el deseo del cuerpo bello puede descubrir. Pero mientras que el deseo pasa, circula de cuerpo en cuerpo, "el amante de un alma bella, como dice uno de los convidados del Banquete, permanece fiel toda la vida, porque lo que ama es durable". Otros comensales harán diversos elogios de Eros. Incluso Aristófanes, como buen poeta, fabricará el mito del andrógino y alabará la unión sexual como meta del amor. El joven Agatón, poeta trágico, dirá que el amor hace posible la comunidad, los lazos de amistad y todo lo que sostiene un mundo más allá de los individuos. Incluso dirá que uno siempre se somete al amor con alguna clase de consentimiento, y que el sufrimiento, si lo hay, es buscado. Lo curioso, como siempre, es lo que dice Sócrates: todo lo contrario de un elogio del amor. Afirmará, sin otra herramienta que sus preguntas, que el amor es un deseo del objeto amado y que quien desea algo es porque le falta. De manera que el deseo amoroso no expresaría más que una carencia. En suma, se ama por carecer de acceso a la verdad, que no pertenece al orden de los cuerpos. Cito al viejo sileno que habla por boca de Sócrates: "el que desea, desea lo que no está seguro de poseer, lo que no existe en el presente, lo que no posee, lo que no tiene, lo que le falta". Tal vez sea así. Pero entonces, �por qué no aceptar la conclusión de Aristófanes y su mito del andrógino? Si antes éramos uno y ahora algo nos falta, busquemos, unámonos a la parte que nos quitaron: un cuerpo de hombre, de mujer, de ambos alternadamente, de acuerdo a nuestro origen o unidad perdida en cada caso. �Por qué Sócrates también, en el diálogo Fedro, va a recomendar una amistad sin participación del cuerpo para llegar a la belleza, que no es de este mundo, que es una idea eterna que pálidamente reflejan aquí los seres, las sensaciones de las cosas? .

Pero el filósofo sabe que no todos somos almas de la misma índole. Sabe que en muchos el alma está tan mezclada con el cuerpo que no podrá apartarse del deseo, de la inmediatez, para encontrar el amor a la verdad. Es posible que, nos dice, "en medio de la embriaguez, en un momento de olvido y de extravío, los corceles indómitos de los dos amantes, sorprendiendo a sus almas, los conduzcan hacia un mismo fin; escogerán entonces el género de vida más agradable para el vulgo y se precipitarán a gozar". Sin embargo, aun así, habrán comenzado su viaje celeste de manera que su delirio amoroso recibirá una gran recompensa: estar juntos siempre a pesar de la ilusión que los ha engañado parcialmente. Por eso la única mujer que opina en el Banquete, Diótima, cuyas palabras refiere el mismo Sócrates, le dará un giro diferente a la crítica socrática del deseo como carencia. Para Diótima, el amor no es ni bueno ni malo, ni bello ni feo, sino un término medio. El amor no desea la sabiduría porque ya sabe lo que necesita: que algo llegue a ser, aun cuando sea bajo la ilusión de que eso se tiene o se percibe. Y Diótima hará una analogía, ante la perplejidad de Sócrates, entre poesía y amor. La poesía "hace que una cosa pase del no-ser al ser" y sólo una restricción de la palabra poiesis determina que ese nombre se refiera meramente a la música y el arte de versificar. "Lo mismo sucede con el amor, concluye Diótima, en general es el deseo de lo que es bueno y nos hace dichosos, y este es el amor grande y fascinante que es innato en todos nosotros. Pero a aquellos que en diversas direcciones tienden a este objeto, hombres de negocios, atletas, filósofos, no se dice que aman ni se los llama amantes; sino que sólo quienes se entregan a cierta especie de amor reciben el nombre de todo el género y sólo a ellos se les aplican las palabras amar, amor, amantes." �Y qué será lo bueno que se busca entonces en este último caso particular? "La producción de la belleza, responderá Diótima, sea con el cuerpo, sea con el alma." Por lo tanto, el objeto del amor no es lo bello, mero motivo inicial del impulso que mueve cuerpo y alma, sino la generación y producción de belleza. Entonces, oigamos su conclusión: "El que quiere aspirar a este objeto por el verdadero camino, desde su juventud debe comenzar a buscar los cuerpos bellos. Además, si está bien orientado, debe amar a uno solo, y en él engendrar y producir bellos discursos. En seguida debe llegar a comprender que la belleza, que se encuentra en un cuerpo cualquiera, es hermana de la belleza que se encuentra en todos los demás."

�Y qué significa esta trascendencia de la idea más allá de los cuerpos sino la afirmación de un impulso eterno, una productividad infinita? �Se opondrá este anhelo de inmortalidad platónico al deseo de morir que el ataque de eros suscitaba en Safo? Sólo si aceptamos la división que hace Platón entre el cuerpo y el alma. Si pensamos en los sentidos, frénas, en las palabras producidas por el ánimo o el pensamiento, como instancias que el deseo hace volver súbitamente al cuerpo que habían creído olvidar, entonces triunfaría la poesía en un sentido estricto: producir la belleza, mezcla de alegría y dolor, verdadero frenesí o meditación y análisis de los sentidos, pero no en general, no detrás y por encima de los seres mortales, sino aquí y ahora, precisamente porque van a morir y no tendrán resurrección ni alas, salvo en este instante en que las generan en algún otro. El poeta Teognis de Megara le decía a su desdeñoso y joven amante: "Alas a ti yo te he dado". Pero también de su belleza recibía él las alas que animaban el poema.

La producción de una belleza que termina siendo su idea, que se olvida de su origen en el deseo, sería como un fuego frío, una llama que no quema y que recuerda la señal mística del sitio donde un sublime espíritu del medioevo encontraría, soñaría con el santo grial. Pero los poetas, por platónicos que fueran �tanto que esa tradición casi nos toca y llega hasta el romanticismo, el simbolismo, ciertas vanguardias amigas de las ideas�, los poetas, digo, no pueden abandonar del todo las presencias concretas y efímeras. De alguna manera el ritmo los obliga a recordar, disponer contra el fondo del olvido lo que las palabras negarían si sólo fueran conceptos, si no tuvieran música. Y ya muy lejos del mundo griego, en ese excéntrico neoplatonismo cristiano que llamamos renacimiento, Dante, para quien el cuerpo amado es lo imposible y el alma se construye poéticamente después de la muerte, en La vita nuova escribe:

Quel ch�ella par quando un poco sorride,

non si pò dicer nè tenere a mente,

sì è novo miracolo e gentile.

Como si la música de su lengua materna, la única en que es posible soñar con la verdad, le dijera que no se olvide de la cara de Beatriz, que en su gesto de un momento está la eternidad, que allí el tiempo se detuvo, un instante, y el poema lo graba sin poder aferrarlo. "Lo que parece ella cuando sonríe un poco no se puede decir ni pensar, no se puede guardar en la mente, de tan nuevo y hermoso que es el milagro de que exista, ahora, aquí, de una vez y para siempre."

coda

�Acaso puede desearse la perduración del presente, no de un cuerpo ido o fugaz, sino del tiempo que pasa en él? Pero el instante es lo contrario de la duración, así como la violencia de morir debería anular esa vacua experiencia de pensar en la muerte. �Cómo puede prometerse entonces el amor, si su esencia es pasajera, cómo puede escribirse algo, si lo que pasa no cabe en las palabras?

En un poema de bodas de Catulo, uno de sus epitalamios que acaso imitan o traducen otros de Safo de los que no queda casi nada, leemos unas invocaciones a Himeneo:

Oh Himen Himeneo, oh Himen Himeneo,

que desde el monte traes al varón

una virgen raptada, adórnate la frente

con flores aromáticas, vístete

con tu velo flamígero y sandalias

amarillas y ven, ven aquí.

El poema es bastante extenso y su tono por momentos cambia. Como en toda celebración del matrimonio, se enumeran sus ventajas, se hacen auspicios para un buen comienzo. Pero también, en otros pasajes, el dios Himeneo pareciera un mero garante de la reproducción familiar. La estirpe lo necesita, el padre lo necesita. Y se lo invoca además para que calme el pánico de la muchacha, casi una niña, que llora sin parar. El amor no aparece como motivo central, sí el deseo, pero subordinado a fines ulteriores. �Tendrá algún eco antiguo la frase que escribiera nuestro contemporáneo César Aira en uno de sus múltiples libros y que dice: "El amor es el instante, el matrimonio es definitivo"? Porque precisamente el novio debe despedirse del amor, debe decirle adiós a su amigo favorito, algo que Catulo, hablándole a ese testigo del casamiento, expresa así:

El amigo de la casa dará nueces

a los niños, se despide de su amor.

Amado amigo, dales nueces a los niños.

El tiempo de las nueces ha pasado

para ti. Hace poco esquivabas

las tijeras del peluquero que ahora quema

tu pelo. Pobrecito, reparte ya las nueces.

Las nueces deseadas son ahora para otros. Las nueces serán para los niños que el amigo no puede fabricar con el reciente esposo. El amor sin atributos, sin otro uso que una continuidad de deseo y satisfacción, es cosa del pasado. Sin embargo, el matrimonio no es un simple contrato, por eso se constituye a la vez mediante una constricción y un estímulo del amor. Catulo le dice a la novia, que está un poco atemorizada, como vimos:

�Lo ves? Allá en la cama está tu esposo

que te llama, adentro suyo arde

un fuego como el tuyo pero más

hondamente, oh Himen Himeneo.

�De dónde proviene este fuego que antes tan sólo sirvió para tostar las nueces de repetidos goces sin finalidad? Es una llama, una energía que se invierte para producir algo más. En el interior del varón se incuba una fantasía de acumulación, ese tesoro imaginario que en latín se llamó gens. Es como guardar el fuego más allá del consumo, para poder encenderlo casi a voluntad. Es como la invención del fuego del amor en un hornillo familiar, donde los dioses lares se sienta a observar lúbricamente el goce y la reproducción incesantes de sus adoradores, que siempre habrán de nacer. Porque inventar el fuego, ya se sabe, no es producirlo de la nada, sino guardarlo para una comunidad.

El romano Catulo, con sus traducciones de poesía griega arcaica y sus adaptaciones alejandrinas, aun dentro de su vindicación literaria del libertinaje, está fundando o registrando el origen de algo que todavía nos afecta. Y es algo que por ahora, hasta el cristianismo y los milenios ascéticos que vendrían, sólo podemos llamar un emparejamiento. Pero no se empareja el amor, la llama suave y constante que parecía más propicia para la conservación del fuego, sino que se empareja el deseo, el chispazo, como un magiclik, ese aparato que en mi infancia televisiva no debía faltar en ningún hogar y que dura más de cien años. Fuera de broma, eso que era puro consumo, acaso el instante y nada más, se inscribía ahora en un objetivo que superaba el consumo. Y el deseo alojado en el interior de la casa será un primer paso hacia la familiarización del amor, que los romanos delegarán como tarea y con seriedad imperial a los cristianos del porvenir. El deseo ha dejado de ser, si alguna vez lo fue, una cacería al aire libre.

Pero hay una paradoja en todo esto, que también nos descubre el poema de Catulo. �Por qué justamente entonces, cuando el amor se describe ya no como un desorden y una enfermedad, sino como una actividad aprobada, recomendada, la consumación se efectúa a puertas cerradas, en el interior de la casa? Tal vez podríamos decir, con una fenomenología totalmente anacrónica, que el desorden necesita del exterior, el espacio público, porque requiere ser visto para existir. Los síntomas descriptos por Safo debían ser signos para alguien. En el epitalamio de Catulo, las puertas que habrán de cerrarse, la cama que se abre para ocultar los cuerpos, son signos de un goce que no necesita describirse, pero que será aplaudido por sus frutos. Así, leemos:

Porque lo que quieres lo quieres

enfrente de todos. Tu amor no esconde

nada a nadie. Contaremos

los granos de la arena del desierto,

las estrellas nocturnas, pero no

los juegos infinitos entre ustedes.

El novio arde, como otras tantas veces lo habrá sentido con sus amigos, en sus fiestas de una fugaz juventud temprana, pero ahora es un ardor sin secreto, no debe hacerle señas a nadie, ya no tiene que convencer. El matrimonio inventa así una facilidad, que puede ser, según el caso, un obstáculo o un volverse transparente del deseo. Quizá siempre ambas cosas. Lo incontrolable se traslada entonces a otros lugares, como los celos, que ya estaban en Safo, pero ahora se agravan por esa hoja cortante que se llama fidelidad. Horacio también nos decía que "la fidelidad, cuando se rompe, es más transparente que el cristal". Ahí se esconde también un fuego bastante arcaico que puede hacer de todo matrimonio una buena representación del infierno dantesco: partes y contrapartes, sufrimientos infligidos y luego padecidos, un combate infinito que no puede terminar sino con el abandono de ambos contendientes. Porque el amor, en suma, no parece ser un juego, una infinita repetición de lo mismo, como sugiere Catulo, con lo que se pueda instaurar una máquina reproductiva y nada más. Hay siempre un peligro latente, que viene con la utilización de cualquier fuente de energía.

Y después nacen otros, seres demasiado dependientes para no volverse dominantes, que hacen proliferar, multiplicar, subdividir las afecciones que seguimos llamando amor pero que ya son varios puntos de una masa en expansión, distintos focos de incendio. Catulo invoca ese incremento, vaticina los nacimientos cuando escribe:

Que un pequeño abra los labios, sonría

tendiéndole las manos a su padre

desde la falda de su madre.

Y resulta que lo que nace es una llama que no quema, llama fría como la que esconde un misterio, llama que no debería consumirse. El instante deja de ser el problema de una experiencia que se consume en sí misma, y la perduración de ciertas cosas retrocede hacia lo inmemorial para encontrar ya no un habla, la interjección del éxtasis, sino la palabra absoluta y anterior al habla que les da nombres a los niños. Es como el mito del reparto de los destinos. En las bodas se dan nueces, pero también, en otro poema de Catulo, el epitalamio de Tetis y Peleo, llegan las Parcas a decidir quién va a nacer, qué destino glorioso y miserable le espera a alguien que ni siquiera existe. Son hilos fatales que no pueden quemarse. Hilos que, como el matrimonio y la poesía, usan el amor para llegar a sus fines.

Ellas hilaban, hilaban y con voz clara

cantaban y su canto era

profecía divina, sin engaños, lo dirá

el tiempo.

Pero seamos un poco latinistas. Lo que traduje por "cantaban" contiene la palabra carmine y los carmina son los poemas. O sea que podríamos leer que las Parcas "recitaron poemas", pero esos versos declamados al ritmo de sus labores de hilado incesante son el destino mismo de cada uno, el destino del amor que cada uno es, igualado por un ritmo, unos dientes que homogeneizan todas las hebras. De modo que, podríamos suponer, ni siquiera la ilusión perdurable de unas bodas está separada de la fugacidad, del tiempo inexorable.

�Qué hace la poesía con el amor, el deseo, qué puede soñar que hace sino escapar de la muerte, como una filiación con las imágenes de lo que simula perdurar en signos familiares o extranjeros? Pero el amor, en el fondo, en la fibra frenética y vibrante, desea morir, porque si no, �cómo vendrían otros, cómo seguir amando o despertando amor en la inmovilidad?

Dante, para volver a él, pensó que debía eternizar el amor, pero no hizo una religión sino un poema. Y el detalle de la primera visión, el vestido rojo sangre de la pálida Beatrice, indica como un emblema el aviso quemante de la fugacidad, el ser mortal que sólo puede amarse, sin esperanza. Porque aunque amemos a alguien que vive con nosotros toda la vida, estas ínfimas, saltarinas décadas que llamamos vida, aun así, no alcanzamos a ver sino por instantes un aviso del fin, no conocemos, no sabemos nada.

En un mail pleno de enigmas sobre el amor, el poeta Arturo Carrera me decía: "Es cierto, los poetas no quieren que los olviden." Y desde el origen, los poetas aman sin saber, porque saber que se ama sería aceptar la muerte antes de tiempo, aceptar una abstracta eternidad de carrusel celeste sin mirar a la chica que pasa por una calle de Florencia en el año 1274, a los ocho años y cuatro meses de edad, cuando Dante ya ha cumplido nueve. "Apareció vestida de nobilísimo color, humilde y honesto, sanguíneo, con el cinto y el tocado adecuados para su jovencísima edad... Y Amor se apoderó de mi alma y empezó a ejercer tanto dominio y tanta maestría sobre mí, en virtud de las concesiones de mi imaginación, que me avenía a cumplir todos sus requerimientos. Muchas veces me ordenaba que tratase de ver a ese ángel de extrema juventud y yo, en mi niñez, muchas veces la busqué y la veía moverse tan noble y loablemente que se podía decir de ella la frase del poeta Homero: �No parecía la hija de un mortal sino de un dios�." Tal es, más o menos, el comienzo de la "vida nueva", fabulosamente precoz.

Pero quizás suceda que el amor, en apariencia fruto del instante y frenético atesoramiento de las horas perdidas, sea en verdad una larga construcción, un hilo que nos ata al tiempo propio y nos desata de la muerte, cuando se acepta que la trama termine, llegue el fin del poema y se acabe la vida que un día empezamos, porque quisimos.

 

Silvio Mattoni

Córdoba, primavera de 2004

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 
             

Silvio Mattoni

Nació en Córdoba en 1969.

Ha publicado: El bizantino (1994), Tres poemas dramáticos (1995), Sagitario (1998), Canéforas (2000), El país de las larvas (Paradiso, 2001), Hilos (Alción, 2002), El cuenco de Plata (Interzona, 2003).

En 1992 ganó el concurso de poesía "Enrique Pezzoni". Algunos de sus numerosos ensayos integraron el volumen Koré (Beatriz Viterbo, 2000), por el cual recibió un premio del Fondo Nacional de las Artes.

Da clases de Estética en la Universidad de Córdoba.

Ha traducido libros de Catulo, Valéry, Giorgio Agamben, Michaux, Bataille, Francis Ponge y Cesare Pavese, entre otros.

Número 13: mayo 2005 - Oscura noche en vuelo (poesía)

Número 14: junio 2005 - Trabajos de amor perdidos (poesía)

 
   
   
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Jacek Malczewski, Death (detalle).