el interpretador poesía

 

Oscura noche en vuelo

Silvio Mattoni

Introducción, por Elsa Kalish

 

 

 

 

Nombre de pila de la poesía
actual: Silvio Mattoni


Mi relación con la poesía, como con la literatura o la filosofía en general, es caprichosa, hecha de golpes de intuición, sin a prioris –aunque cada vez menos.

Pero la poesía, en particular, siempre fue, para mí, un hueso duro de roer. Me cuesta leer poesía. Y para colmo, la carrera de Letras, sólo tiene a una profesora que se dedica a leer poesía, Delfina Muschetti, que debe saber mucho, no lo dudo, pero es incapaz de trasmitir nada y sus clases son ideales para los alumnos que sufren de insomnio.

Sin embargo, leo poesía, poca, pero siempre de la buena.

Cuando leí los poemas que publicamos de Silvio Mattoni, me pasó algo parecido a lo que sentí una noche en San Telmo, cuando lo escuché a mi amigo, el poeta y crítico, Alejandro Ricagno, leer a Cesar Vallejo, algo que me niego a explicar, pero que cuando pasa, una no puede dejar de sentirse satisfecha, y agradecer, esos extraños y escasos instantes, de felicidad fugaz.

Si hoy me preguntaran por dónde pasa la poesía, dejando a un lado a las dos vacas sagradas: Leónidas Lamborghini y Juan Gelman, sin lugar a dudas diría que Silvio Mattoni es uno de los nombres a través de los cuales habla la poesía en Argentina.

Elsa Kalish

 

 

Las calamidades

Los faros del auto iluminan la ruta.
¿Cómo podremos decir lo que debe ser dicho,
si cuatro amigos viajan, perdido el tiempo
en que se visitaban? Largo y viejo
es el auto: la edad de las visitaciones
se ha ido con los éxtasis. Ni la más pequeña
de las lágrimas cabe en las palabras.
Los conduce la noche, si no el sombrío
encierro de esa cápsula arrojada
en el camino, a hablar, ¿con qué propósito?
Uno por uno, aunque se dirigiesen
a los demás, siempre sería uno.
El presente, en efecto, es igual para todos,
pero lo que se pierde nunca lo es:
así el instante de sus palabras permanece
virtual y simplemente separado del resto.

 

1

Maldice el día en que se detuvo

¿Quién puede prever lo que va a pasar?
¿Quién, saber lo que le espera? Yo tuve
la esperanza acuática de mi destreza
en el arte de pintar. Mezclaba entonces
cada tono, finísimas láminas, efectos
de luz y sombra. Pero los años
no me dieron la medida exacta
de mi trabajo. ¿Adónde están ahora
mis potencias? ¿En qué lugar se decidió
poner un límite a mis manos? ¿Tuve
algo, alguna vez? Recuerdo, amigos,
a una chica pálida y diminuta
que hablaba muy despacio. La quise,
vivimos juntos cuatro años. Al pintar,
su cuerpo era un remolino vacilante
sobre un banco de madera. Cuando se fue,
supe que yo no sería nada, apenas
un mediocre artesano, uno de miles,
preparando un futuro ajeno. ¿Adónde
se cortó ese hilo que me sostenía
del cielo? Entonces yo flotaba y ahora
me hundo en los más oscuros pozos,
en la inmovilidad, en la repetición
más anodina. Las aguas del destino,
¿pude haberlas surcado? ¿Había un barquero?
¿Qué hice mal? ¿Qué moneda olvidé,
cegado por el velo de mi juventud? Amigos,
ustedes no pueden saberlo, pero pienso:
¿habrá aún esperanza para mí?

 

didascalia

Su mano izquierda sostenía el volante, llevándolo
con muy ligeros toques. La forma de su rostro
era el efecto de una causa ausente, unas gotas
que habían caído por su frente, bordeando
la nariz y la boca, una condena perpetua
cuyo origen se perdía en la ruta desierta.

 

Maldice el día de su nacimiento

No hubiera podido, amigos, desaparecer
de otro modo. ¿Cómo creer, entonces,
en mis pasajeras decepciones? ¿Cómo
no ver ahí las huellas de una desesperada
vitalidad? Cada uno de mis cuadros
era una advertencia cuya luz, tan precisa
cuando el pincel corría veloz y claro,
se hacía al tiempo gris, densas tinieblas
de mis imitaciones transparentes, surgiendo
del fondo de la tela. Y ella, cansada
de mis preguntas, preparaba en silencio
sus enormes bastidores. ¿Estuve cerca
o nadie más que yo experimentaba
el engaño? ¿Qué decidió el momento
y el lugar de mi nacimiento, del destello
fatuo, apagándose antes de mi muerte?
¿No son pocos mis días? Amigos, ¿no son
un parpadeo del cielo, un guiño cómplice
que casi sorprendí? Ustedes me dicen
que soy bastante bueno, pero entonces,
¿por qué alguien puso en mi cerebro opaco
una chispa extinguida, una imagen vacía
o una pintura blanca que se quema
en la vanguardia del olvido? Si ya no hago
sino decorar salas, si repito, si miento,
¿dónde, pues, estará ahora mi esperanza?

 

2

Maldice el día en que se desplazó

Hace casi diez años, estuve, amigos,
con una hermosa chica. Meses
había pasado mirándola, en secreto;
luminoso secreto: ella lo supo.
Mis labios lo decían, mis palabras
rebotaban alegremente en las paredes
pálidas del barrio. Pero yo,
triste, esperé hasta que un gesto
mudo la puso ante mí. Entonces,
durante unas semanas, cometía
los más impropios silencios, roces
de mi cuerpo cristalinamente torpe.
Hasta que un día me fui de una vez
y para siempre. Cuánto tiempo
tardó su ausencia en golpearme.
Y cuán inesperado sería el golpe.
Nadie puede asestarlo, si bien yo
lo esperaba en silencio. Un año
después de mi separación imprevisible,
la noche daba sombras a mi memoria
incierta, cuando vi, tumultuosos,
a una banda de tipos corriendo
hacia mí, pero mi cuerpo, inmóvil,
no se apartó. Fui golpeado. La sangre
se deslizaba por mi cara. Luego, solo,
traté de caminar y tomé un taxi.
¿Qué me impedía pronunciar ni siquiera
una sola frase de dolor? ¿Por qué
es más grave mi llaga que mi gemido?

 

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Su voz maniática colaboraba,
desde el asiento trasero, en diagonal
a la melancolía del conductor,
con trazos más vívidos, calmando
la expectativa del inicio, incierto, pero,
también acentuando el fondo oscuro
adonde se destaca la juvenil belleza
de su pérdida. Tras sardónica mueca
de nervios excitados, aunque sin el más mínimo
resentimiento, se despega el recuerdo
de su rostro, inquieto, como una lámina
de escena impresionista con muchacha
de espaldas. Él mira, no su expresión,
sino la del pintor que maneja y escucha.

 

Maldice la condena de sus ignorantes días

Hubiera yo expirado, amigos,
feliz en ese instante de gratuito
escarnio, y ningún ojo, nadie
habría dado una lágrima por mí.
Desde entonces, vivo en el temor
insano de volver a verla, su pelo
castaño brilla en cada chica
que me ofrece su espalda, paro
de caminar y pienso: ¿cómo
podría hablarle? ¿Cómo explicar
mi ausencia? Las frases se disponen
una por una, pero sé que no es ella,
y aun cuando lo fuera, en el silencio
está mi casa, en la oscuridad,
mi habitación. Quisiera ser distante,
recordarle, sonriente, nuestros errores:
que yo olvidaba la forma de su puerta
y, en exceso de amor, llegaba tarde.
Amigos, hubiera yo fallecido,
o fallado, antes de saber
que nunca en un oído mis palabras
se volverían mansas. Debería, entonces,
cuando los golpes me hacían insensible,
mis labios deformados, mi rodilla
hinchada y tumescente, debería
haber sido sacrificado al llanto,
breve y sin causa, más bien
con su propia razón, ya no por mí,
sería vano creerlo, de una hermosa
chica perdida: para mí, una marca
de la vasta desolación que me esperaba.

 

3

Maldice el día en que fue quebrantado

Les digo que mi voz se alzó entonces
de un dolor del camino y visitó
la noche, entre sombras. La suya,
que apenas empezaba a conocer, la vida
es un conocimiento insuficiente y breve.
Mi amor por ella, ausente, tan extenso
como un mapa del todo. ¿Cómo, si años
no bastan para saber en qué pensaba
cuando se distraía, la vista fija
en un lugar minúsculo, cómo, díganme,
resignarse a la muerte? Ya no debo
dejar que de mis labios broten sombras
de muerte. Están posadas, viven
esos microfantasmas en su cama,
antes mía, o en el brillo nocturno
de su espejo en mi insomnio. ¿Para qué
hablar ahora? Si muriéramos todos,
viajaríamos alegres, nada perdido, nada
que perder. Perdonen que les diga
algo que nadie puede oír. Ni yo, disculpen.
No tengo lágrimas con que amenguar
la rigidez de mis palabras. ¿Quién era
ella? ¿De qué hablábamos siempre,
de qué irrecuperable frase me perdí al callar
definitivamente? ¿Por qué de sus palabras
nada queda? La cápsula vacía flota
por nuestra casa y creo, todavía,
saber cuándo se acerca. Y después,
apagaré todas las luces y esperando
haré mi cama en las tinieblas.

 

didascalia

Junto al solitario, el viudo, ¿no es
acaso un solitario atravesado
por la falta de culpa? Cuántas veces
vio en su falta un presagio
del fulgor del destino. Ahora mira,
más allá de la nuca del pintor, blancas
líneas de puntos, volviéndose inflexiones
de su remoto pasado, continuamente
cortado por el hueco, absorbente vacío,
tanto que su nombre se hace sombra
de muerte, su cuerpo, una tumba
de la ausente: no hay separación
para quien vive, sino deslizamiento.

 

Maldice las sugerencias de reemplazo

Muchas veces, amigos, me repito
que ella se fue, y partiendo
sin mí, quedó conmigo. Sin embargo,
su movimiento me dejó sin mundo.
¿Para qué mundo?, me dije, luego
de diez años de espera, lento olvido
que no viniste. Sé que nadie nunca
se levanta del sepulcro. ¿Por qué
busco, entonces, su cara en cada uno
de mis fúnebres sueños? Cuando se desvanece,
licuada, la tiniebla espesa, también ella
se va. Duermo mientras camino, salgo
a trabajar, hasta que al fin la noche
nos restituya. Pero, ¿es una ficción, una
"forma de decir"? ¿Es su recuerdo algo
presente o un efecto grabado
en mi cuerpo que tomó, a su muerte,
su indeleble dibujo? No sé, amigos, porqué
una intensa indignación me invade
cuando me dicen que me case o que busque
otra mujer desconocida. ¿Cómo desear
esa perversa máscara, fingir allí
donde se olvida el propio cuerpo? ¿Cómo
buscar, en otra, una, borrar
la irrepetible valía de la única vez
que ella vivió? Si fue conmigo, entonces
no puedo más que oír sus tenues pasos
en el vacío de una casa dedicada
a su partida, inconclusa. Amigos,
podré olvidar su agonía, su inconciente
coma ante el horror hospitalario
que me acogió, pero su risa y su pereza
matinales, el calor de su cuerpo recién
despertado, las noches de lecturas escuchadas
de mi boca, si no las puedo ya nombrar,
no caben en número, cómo podría
despegarlas, cápsulas de cristal abiertas
como ventosas sobre mi espalda
para siempre, hasta la última costumbre.

 

4

Maldice una pérdida de la que no puede hablar

Yo puedo decirles algo, amigos,
que casi sella mis labios. ¿Saben
cómo un lamento parece acallarse
para después volver? Recuerdo ahora,
crucecitas de madera que hice
en mi infancia, sobre cadáveres
de insectos, de sapos o gusanos,
que yo mismo maté. ¿Pondría una
sobre lo que perdí? Pienso también,
no quiero hablar, en medio de la noche
de este viaje cuyo destino
se vuelve incierto en mi memoria,
no quiero pronunciar esas palabras
que sé demasiado bien. Diez años,
casi toda mi vida entonces, tuve
una perrita, y a su muerte,
en las afueras de la ciudad, quise
enterrarla y no pude. Mis lágrimas
se habían secado en la certeza
de su desaparición total. Cavé, pero
no logré atravesar esa compacta
y árida superficie. ¿Qué haré,
ahora, amigos, si mi dolor
ya no es de este mundo? ¿Adónde
se depositan, invisibles, cada una
de mis furtivas lágrimas? Luego,
todo me fue concedido: el amor
y la belleza, la extrema lucidez
para verlos surgir desde el vacío
de mi ciudad natal. Pero, ¿cuándo,
en qué instante toda esperanza
empezó a abandonarme? Un amigo,
un secreto modelo para mí, escaso
tiempo duró. Apenas llegué a hablarle,
nunca supo, nunca podrá saberlo ya,
cuánto atendía yo a sus frases, cuánto
quise seguirlo. Su muerte me enseñó
que el tópico del dolor nunca se agota,
ni aun pronunciado desde el borde
de un naufragio absoluto. Amigos,
fue el amargo principio de mis dones.

 

didascalia

¿Qué mira el cuarto, en su asiento
de acompañante, cuando es
en verdad acompañado
por los demás? ¿Qué oscura
claridad se dispersa de sus frases
en la cadencia de un ritmo
recién descubierto? Mirando afuera
de la cabina sombría, les hablaba
de brillos incumplidos a esos amigos
que ahora, al fin, veían cuánto
dolor cabe en palabras, escuchando
sus propias penas en el infinito
temblor de aquella voz no temperada.

 

Maldice el azar, no la arbitrariedad, de todo

El silencio de ustedes me conmina
a decirles por fin que mi secreto
es excesivamente lábil. Mis palabras
son dos estacas clavadas en mi cuerpo:
una, detiene mi voz y la transforma
en ronco balbuceo, atraviesa la otra
mi pecho a veces, cuando no mis manos.
¿Haré una cruz de madera, amigos,
para una tumba imposible? Yo iba
a casarme. Frágilmente buscábamos,
ella, el espacio de sus sobresaltos, yo,
la celda de mi persistencia. Siempre,
pedíamos dos piezas. Habíamos visto
en una pantalla verde, un error
de la emblemática, una especie
de óvalo más opaco. Nos dijeron
que eso era el origen de alguien
al que empezamos a esperar.
Preferiría no decir el nombre
que le dimos, amigos, mis elipsis
no buscan sino evitar, calladas,
que mi relato se interrumpa. Luego,
vimos otra pantalla y se nos dijo:
"detenido y muerto". A los pocos días,
ella expulsó, para usar las palabras
que quedaron grabadas para siempre
en mis oídos estremecidos, expulsó
algo. Yo no lo vi. Sólo escuché
que era como una pelota de tenis
pero muy blanda, él o ella, apenas
un coágulo de sangre sin sentido.
Amigos, cuando me quedo solo,
mis pensamientos vuelan en esa casa, esporas,
partículas del polvo que cubre mi cabeza,
entonces sólo miro, y ya no puedo
apartar la visión, esa pieza de más, su vacío
retiene mis ojos, la habitación
de ese hijo nonato que perdí, abatido
por una flecha tan ciega como yo.

 

didascalia

Viajando por el desierto, con sus ojos
escuchando las voces de los muertos. Boca
del despojado acompañante que une
pañales y mortaja: apariciones de hilos
sosteniendo un lamento desde el cielo
negro. Pues no hay dónde posar la vista
sino en recuerdo de muerte. El viaje,
aunque arduo, debe hacerse, a todos
la extrañeza de la ruta espanta. Cuatro
en el auto, no son jinetes del fin, sí brillos
en una ausencia de líneas para la aurora
luminosa y difusa, acercando al amigo
y al compañero, con el fin de la amnesia
que saque de la penumbra a los difuntos.

 

Bendice su propio lamento

Me dicen que no es nada, a mí, ciego
que esperó la luz y no vino, ni aun
los párpados de la mañana, estoy
como los pequeñitos que nunca vieron
la luz. ¿Cómo, amigos, podría perder
a quien no ha vivido? Ningún rastro
quedó de esa espera, cuyo fin
era el eterno presente de su ausencia.
Su llanto inexplicable, sus pasitos
inútiles, sus primeros balbuceos
en el idioma que uso. Diferencias
poco a poco nacidas de su nada,
única, haciéndose todo. ¿Cuántas
cosas negaría en mí? Si niña,
mi torpe persistencia masculina,
si varón, mis letras y mi nombre.
Pero no me dirijo, amigos, al azar.
¿Cómo podría hablarle? Escucho
en mis palabras cómo mi memoria
hace marcas ahí donde nada
pudo asentarse. Recuerdos, puntos,
para la ruta de ambos, él o ella,
muertos sin ser ninguno, de un golpe
funesto de dados. ¿Qué agradezco,
ahora, amigos, si no este viaje
en que el dolor se cumple y la memoria
encuentra que algo cabe, muy poco,
pero algo, en las palabras? Cada instante
de una vida incumplida, ¿no se mide
con el olvido del mundo, el abandono
recortando las posibles vías, pocas,
que se le habrían dado? Amigos,
que se oscurezcan las estrellas y la luna
no nos dé sino sombra. Sepamos
cultivar el decoro de una vida, siempre.

 

Epílogo

Dos granos de luz roja, perdiéndose
en la sombra nocturna, tras el paso
del largo y viejo auto, que devino
fúnebre, hasta que el día, al fin,
ponga frenos al llanto, ya que no término.
¿Tendrá un límite el profundo pozo de tinieblas
donde el auto se sume? Desde esta elevación,
se ven parpadear luces que nada significan.


©Silvio Mattoni

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 
                 

Silvio Mattoni

Nació en Córdoba en 1969.

Ha publicado: El bizantino (1994), Tres poemas dramáticos (1995), Sagitario (1998), Canéforas (2000), El país de las larvas (Paradiso, 2001), Hilos (Alción, 2002), El cuenco de Plata (Interzona, 2003).

En 1992 ganó el concurso de poesía "Enrique Pezzoni". Algunos de sus numerosos ensayos integraron el volumen Koré (Beatriz Viterbo, 2000), por el cual recibió un premio del Fondo Nacional de las Artes.

Da clases de Estética en la Universidad de Córdoba.

Ha traducido libros de Catulo, Valéry, Giorgio Agamben, Michaux, Bataille, Francis Ponge y Cesare Pavese, entre otros.

 
   
     
 
 
 
Dirección y diseño: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: Inés de Mendonça, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse
Control de calidad: Sebastián Hernaiz
Prensa: Elsa Kalish
 
 
 
 

Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Jacek Malczewski, Death (detalle).

 

 

 

 

 

 

 

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