el interpretador

 

El corazón en el río



por Cecilia Eraso
 
 

 

En aquella famosa  metáfora que usó para ilustrar su filosofía de la composición, el autor de Adiós a las armas pensó en uno de esos gigantes de hielo flotante del mar, los icebergs. “Por cada parte que se ve hay siete octavos bajo el agua. Cualquier cosa que uno sabe que puede eliminar de un relato fortalece el iceberg, es la parte que no se muestra” decía en 1958 Ernest Hemingway. La masa de agua que se mece, la del mar, y el agua que fluye sin detenerse, la del río, son dos presencias constantes en su obra y suelen erigirse en parte por el todo que es la naturaleza.

 

Del mismo modo que el agua oculta la parte significativa del iceberg, el río no es sencillamente espejo poético sobre el cual se proyectan las emociones o impresiones del personaje que lo contempla: en los cuentos de Hemingway la naturaleza se contempla para experimentarla, o luego de haberlo hecho, y el río es primero espacio que contiene la trucha para la pesca y sólo después metáfora de otras cosas. Pero sabemos, como el propio autor nos lo advirtiera con su “iceberg”, que la connotación no desaparece, ni siquiera la reminiscencia romántica según la cual el río en el que Nick Adams suele pescar podría bien convertirse en espejo de sus emociones o en ideal de refugio en la calma de la naturaleza, a salvo del mundo brutal de los hombres. De hecho, atento a significaciones distintas a las literales, lee Piglia este relato en sus Tesis sobre el cuento: “El ‘Gran Río de Dos Corazones’, uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams) que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca”. La historia 2 es la historia subterránea que es, por esto mismo, como el manantial de sentido del que debemos valernos para que la historia superficial, siempre pequeña, casi insignificante, se vuelva relevante. No conocemos la verdadera dimensión de aquello que vemos, porque esa dimensión se encuentra oculta por las palabras-agua que la fundan y la cubren a la vez.

 

Ahora bien, Hemingway hubiera querido, de hecho, que las palabras fueran agua transparente, tan cristalinas como la superficie de los pequeños ríos cordilleranos que transparentan el fondo y permiten ver a las truchas como si se tratara de una pecera artificial. Esa fue su búsqueda estilística, y los resultados de esa búsqueda permitieron a los críticos hablar de una prosa despojada de todo “adorno” retórico, una que lucha por imponer un orden al caos de la realidad falseando lo menos posible. Por supuesto, esa búsqueda que lo llevó a una prosa cada vez más despojada, “periodística”, es el resultado de una profunda desconfianza frente al lenguaje y sus posibilidades efectivas de ordenar el mundo sin falsearlo, sin volverlo impreciso. Esa desconfianza, plenamente fundada, llevó a Hemingway, al contrario que a muchos de sus contemporáneos que decidieron entregarse a la conciencia de esa disgregación y explorarla, al intento estoico de enfrentar esa pelea, y tratar de ganarla. De hecho, esa transparencia de agua de deshielo que buscaba en el nivel de las palabras no es un gesto de inocencia sino precisamente, y por el contrario, quizás un gesto heroico, el sacrificio por una causa que quizás haya estado perdida de antemano: luchar, al menos, por la mayor desambiguación posible del lenguaje para que el lector sea capaz de vislumbrar la gran masa de hielo-sentido que circula por debajo como una corriente subterránea.

 

De la escena marítima del iceberg helado, podemos pasar entonces a la escena fluvial de los ríos de deshielo en los que Nick pesca sus truchas. Las significaciones que podemos extraer del encuentro de Nick con los ríos a los largo de los relatos –especie de bildungsroman armada de retazos– se extienden más allá de los textos mismos y hacen figura (al decir de los psicoanalistas) sobre el mapa fluvial que traza un sistema de referencias también hacia el territorio de la tradición literaria norteamericana, y occidental. El río y sus alrededores aparecen a lo largo de los relatos como el espacio del locus amoenus en donde se suspende el absurdo y el dolor del mundo de los hombres y Nick, en soledad, disfruta de la experiencia más directa, simple y terapéutica a la vez, la de la pesca. Si leemos el río en esta clave, el lugar que la naturaleza ocupa en los relatos de Hemingway se vincula con una tradición de larga data. Pero todo aquello que condensa y representa es llevado por el propio autor al paroxismo en el relato que, según Piglia, es un perfectísimo ejemplar del cuento contemporáneo post Chejov/Poe/Quiroga: uno que no resuelve nunca la tensión entre las dos historia que, según el escritor argentino, todo cuento nos cuenta. El “Río de Dos Corazones”, efectivamente, es tan llano y descriptivo que, al leer las palabras de Piglia sobre él, uno podría sentirse tentado a pensar que su lectura peca de sobreinterpretación. Sucede que sólo en la lectura combinada de todos los relatos puede reconstituirse la formación del protagonista y sus padecimientos mediante la recuperación de las elipsis diseminadas en todos ellos. Tal como es necesario leer cada relato en clave “iceberg”, del mismo modo la suma de todos ellos permitirá dar forma a la corriente subterránea que los conecta.

 

En el “Río de dos corazones” Nick Adams llega a la montaña solo, muñido de caña de pescar y carpa, y el texto es el relato pormenorizado de las acciones que Nick lleva a cabo en dos días de pesca: caminar, buscar un lugar para acampar, preparar la cena y el desayuno, preparar el cebo y la caña, vadear el río en busca de las truchas, pescar algunas, perder otras, liberar a la más pequeñas, sentarse al sol satisfecho y fumar un cigarrillo. La primera impresión de lectura, y más allá del placer cristalino que produce la sencillez estilística de Hemingway, puede ser de leve desconcierto: si algo digno de narrarse le sucede a Nick en esa excursión, sólo puede percibirse sutilmente como esas corrientes de agua más cálida que sentimos cuando nadamos en un río frío, de montaña. Hay indicios, sin embargo, de su estado emocional, indicios que confirman la regla del iceberg. Si se sigue la cronología de la vida del personaje, en este momento acaba de volver a su hogar luego de la guerra. En los relatos que corresponden a la etapa previa, vemos al Nick soldado padeciendo los efectos emocionales devastadores de la experiencia de la guerra (nunca narrados como tales sino a su vez vislumbrados en otra serie de indicios,  and so on), incapaz de dormir por las noches, por ejemplo. En algunos de esos relatos, anteriores en la biografía de Nick aunque no siempre anteriores en cuanto a su momento de producción, Hemingway se vale del río para simbolizar el estado emocional de su protagonista: “Ya no soñaba más con el frente pero lo que lo asustaba de tal manera que no podía librarse de ello era esa larga casa amarilla y el ancho variable del río” (“Nunca te sentirás así”). El ancho variable del río, es decir, las zonas abiertas y soleadas en las que Nick pesca en “Río de dos corazones” en oposición a las zonas oscuras y pantanosas del mismo río en las que prefiere no adentrarse, simbolizan en los relatos la sana vitalidad del Nick que pesca y disfruta de la naturaleza opuesta a la zona donde emergen los recuerdos oscuros, el miedo, la pasividad que lleva a los malos pensamientos. En este relato, Nick se pone en acción para alejar los fantasmas de esos pensamientos y en más de una ocasión el contacto corporal con el río, opuesto al trabajo de la mente que suele asomar como sombra amenazante cada vez que se queda quieto y contemplativo, es lo que el narrador nos presenta como una forma de la felicidad. Con esas frases brevísimas y despojadas de artificiosidad que lo caracterizan, nos dice que Nick “se sentía bien”: “Nick sintió algo en el corazón al ver el movimiento de la trucha. Sintió que volvía la vieja sensación de bienestar”. Esa sensación emerge en oposición a las necesidades de pensar o escribir: aquí no necesita nada, despojado de la artificiosidad del mundo regido por el hombre, se encuentra con la naturaleza y en ella se refugia. Arma la carpa en el bosque y descubre que eso se asemeja bastante a la idea plácida y acogedora del hogar. Mientras que antes,  “en otras ocasiones había tenido mucha hambre, pero no había podido satisfacerla”. Como los pequeños guijarros del fondo del río que Nick contempla una y otra vez, esos que van configurando la trama del fondo, en el relato estos acotadísimos comentarios van también funcionando como los guijarros que guían al lector hacia esa zona pantanosa en la que Nick no quiere entrar, la de lo no dicho que gravita sobre el relato. Finalmente, Nick logra conciliar el sueño, y estos pequeños datos, que sólo se vuelven plenamente significativos leídos en la serie sincrónica de relatos, son los que permiten corroborar que, como decía Philip Young, Nick es un hombre emocionalmente enfermo y que sabe que tiene que mantenerse ocupado físicamente para no pensar. Y efectivamente, la “terapia” parece dar resultado: el hombre abocado a la sencillez de las tareas en medio de la naturaleza es capaz de regenerarse, de volver a encontrarse en el presente.

 

Hemingway se acerca, en su manera de considerar al río y la naturaleza de la cual es parte, a la tradición de la literatura de su país, porque ve en la vuelta a la naturaleza una manera de que el hombre se reencuentre con otros aspectos de sí mismo, y ve también en ella un amparo frente a la “civilización”. Ya en Las aventuras de Huckleberry Finn, Twain exploraba la misma posibilidad que, desde luego, había fundado Thoreau en Walden. En la naturaleza hay un espacio de reencuentro con una humanidad distinta a aquella que, para Thoreau, sólo se preocupa por el dinero, o esa que discrimina y es intolerante con Huck Finn y su compañero de aventuras Jim, y que ha engendrado los horrores de la guerra en el caso de Nick Adams. El anhelo con el cual Nick se acerca al río en este cuento evidencia un ansia de otra índole: la de la regeneración, la del lavado de las heridas cuyos despojos se irán lejos, con la corriente. La pasión, apenas sugerida por el estilo ascético de Hemingway, con que Nick acomete la tarea de la pesca, esa actividad silenciosa y sencilla en la que el hombre se vuelve por un rato aquel primitivo cazador, atento a los menores movimientos de la presa y a los signos elocuentes de los fenómenos naturales, esa actividad en la cual el hombre vuelve a ser por un rato uno más con el oso es, quizás, la cifra misma de la felicidad. En el río amado se sumergirá Nick tratando de exorcizar los fantasmas que moran en el pantano: una pequeña temporada alejado del miedo y el horror. Una vez que se haya regenerado podrá intentar reintegrarse en la sociedad, como de hecho lo hará en relatos posteriores. Pero este Nick maduro sabe ya que, aunque la pesca en el pantano es una aventura trágica, también sobrevendrá la hora de enfrentarla: “Miró hacia atrás. Se veía aún el río, entre los árboles. Le quedaban muchos días para pescar en el pantano”. Sólo entonces, habiendo experimentado no uno sino los dos corazones que laten en ese río, estará listo para volver.

 

Cecilia Eraso

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Cecilia Eraso

Nació en diciembre de 1978 en Neuquén Capital.

Vive en Buenos Aires desde 1997. Es Licenciada en Letras de la UBA y trabaja como docente en la carrera de Comunicación Social (UBA) y en Taller de Semiología (CBC)

Sus poemas permanecen inéditos. 

Publicaciones en el interpretador:

Número 29: diciembre 2006 - Poemas

Número 30: marzo 2007 - Sobre Disterias, de Fermín Anastasio Grisalde (Libros)

Número 32: diciembre 2007 - Placer, dolor y conocimiento: identidades puestas en crisis en Teorema de Pasolini y Bacantes de Eurípides(ensayos)

Número 33: mayo 2008 - El corazón en el río (ensayo)

Número 33: mayo 2008 - Delta (Entrada compartida con Inés de Mendonça y Juan Incardona) (poesía)

   
   
   
   
   
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Daniel Conway, obra (detalle).