el interpretador narrativa

Garrido

Emilio Bertero

Apoy�ndose en uno de sus codos, Garrido se incorpor� a medias y tante� su entrepierna. Otra vez se hab�a orinado mientras dorm�a. Acab� de ponerse de pie tratando de no hacer ruido, rogando para que ninguno de sus compa�eros despertara y lo sorprendiera. En la anterior ocasi�n, el Gitano se hab�a percatado de su incontinencia y lo hab�a denunciado a los gritos. Todos, excepto Griselda, se hab�an re�do y eso lo hab�a avergonzado, al punto que se atrevi� y fue hasta el hospital. Los m�dicos de la guardia no lo hab�an querido atender, exigi�ndole que antes se ba�ara. Garrido se march� del hospital arrastrando su humillaci�n en silencio, pensando que de haber tenido donde ir a ba�arse, probablemente no se hubiera enfermado, tendr�a ropa abrigada y comida caliente, no dormir�a en la entrada de una galer�a entre cartones mugrientos y no comer�a de los tachos de basura.

Era noche cerrada cuando Garrido se hab�a despertado mojado en sus pantalones; tiritando de fr�o, se encamin� hasta el tel�fono p�blico frente a la galer�a. Un aire helado le martirizaba la piel. A�n no estaba curtido, no llevaba viviendo en la calle el tiempo suficiente. Semioculto en la cabina, orin� con dificultad. Al ver acercarse a un hombre, Garrido dud� entre apresurarse y volver a su refugio para no ser visto haciendo sus necesidades en la calle, y demorarse e interceptar al caminante para pedirle una moneda. El hombre cruz� la calzada unos metros antes y le resolvi� la disyuntiva.

Al regresar a su sitio, escuch� un chistido. Era Griselda, que le hac�a se�as desde el rinc�n donde estaba acurrucada. Pasando sobre el cuerpo de la Chola y esquivando al del Gitano, Garrido se acerc� con sigilo y se puso en cuclillas.

?Tom� Varisto, hoy no la preciso ?le susurr� la joven pas�ndole una frazadita deshilachada.
??E?...varisto ?replic� �l, tambi�n en voz baja.
?Es igual, agarr� y tapate que te vas a enfermar.
?�Y vos no ten�s fr�o?
?Yo no estoy mojada. Llevala y and� que sino los perros van a empezar a ladrar.
?No, dej�, yo me las arreglo.
?Jodete entonces.

La adolescente se dio vuelta tap�ndose con la frazadita. Garrido se qued� un momento a contemplar en medio de la penumbra los cabellos sucios y revueltos de la muchacha sobre sus mejillas manchadas de tizne.

El hombre regres� a su cama de cartones y se acost� nuevamente, apoyando la cabeza sobre un atado de diarios viejos. Se arrop� con una caja desarmada, que desde una de sus solapas le mostraba la inscripci�n ?Orbis Calorama 2000? y el dibujo de una llama incandescente. Percibi� acercarse al Capit�n, el perro m�s viejo de aquella jaur�a de hombres y animales, que se ech� a su lado despu�s de olfatearlo un rato. Confortado por el calor que brotaba de la pelambre de su imprevisto compa�ero de lecho, Garrido sinti� retornar el sue�o. En tanto, Griselda acomod� a la Chicha entre sus piernas, justo donde antes estaba el Capit�n.

Con las primeras luces de la ma�ana, la banda de desarrapados recogi� sus cosas, arm� sus atados y cargando con ellos, cruz� la avenida en direcci�n al omb� que se alzaba en medio del parque. Las rejas abiertas de la galer�a los expulsaban hacia las rejas abiertas del parque.

Mezclados con ellos, los esquel�ticos perros caminaban jugueteando entre s�, se toreaban y mordisqueaban como lo har�a cualquier manada de buen criadero.

?La Chicha me amaneci� alzada, en cualquier momento se la ponen ?Ulrico, armado con una larga ramita, trataba de espantar a un par de machos alterados por los olores y fluidos que regaba la perra.
?Vos mejor cuid� a los que se la ponen a la Griselda, alguno de estos la pre�a uno de estos d�as?Desde unos cuantos pasos atr�s, Chola lanz� la advertencia a su marido.

El padre de Griselda se encogi� de hombros en medio de las risotadas de todos los dem�s. A�n quincea�era, hac�a tiempo que el cuerpo de su hija hab�a adquirido formas de mujer, �l bien se hab�a dado cuenta.

Griselda hab�a aprendido a cuidarse por s� sola. Maruca ?una anciana prostituta que acab� sus d�as entre los pordioseros? hab�a tenido tiempo de aleccionarla antes de morirse de una neumon�a el invierno anterior. Griselda, d�cil para entregarse a sus compa�eros de calle, era inflexible para obligarlos a usar los preservativos que le regalaba Don Gonzalo, el due�o de una de las farmacias del barrio y antiguo cliente de Maruca.

Aparentando ignorar el di�logo de sus padres y el coro de carcajadas, Griselda caminaba a la par de Garrido, quien era el �nico que marchaba cabizbajo y en silencio. A�n encorvado, el hombre le llevaba dos cabezas al menos.

?Hoy podemos a ir al bald�o de Curapalig�e a juntar hojas de t�rtago, mi abuela que era medio curandera dec�a que el t�rtago es bueno para todo ?propuso la muchacha en voz baja y sin quitar la vista del frente, como para evitar la atenci�n del resto.
?Dejate de embromar con brujer�as ?mascull� Garrido tambi�n sin mirarla.
?No son brujer�as, son remedios.
?Mejor ocupate de vos, en cualquier momento estos van a pegarte una peste.
?�Por eso es que nunca quer�s venir conmigo? �Ten�s miedo de agarrarte una enfermedad?
?Callate la boca mocosa.

Griselda se qued� mir�ndolo. Garrido sigui� caminando con la vista fija delante, arrepentido de haber abierto la boca para aconsejar a Griselda en esos �mbitos y entre esa gente. El ?mir� mam�, un linyera?, con el que no hac�a mucho lo hab�a se�alado un nene de la mano de una se�ora elegante, le hab�a marcado la ruptura definitiva con su pasado de hombre normal, con trabajo, casa y comida, a�n del lado de los que dan limosnas en lugar de mendigarla, de los que se cruzan de vereda para esquivar a los menesterosos que orinan en la v�a p�blica, de los que se asquean de la mugre de los linyeras, de los que se compadecen de verlos disputarse la comida con los perros. Y sin embargo, su condici�n actual no acababa de hac�rsele carne.

?No te la and�s parlando que hoy me toca a m� ?El Cabeza, un muchach�n tra�do al grupo por el Gitano, sac� a Garrido de sus pensamientos.

Azuzada por un pellizc�n en una de sus nalgas, Griselda escap� a la carrera riendo con aparente alborozo. El Cabeza, seguido de cerca por la Chicha y el Capit�n garrone�ndole los talones, corri� tras ella. Garrido, mordi�ndose los labios, los sigui� con la mirada torva.

Con papeles, ramas secas y unos carbones que le hab�an dado en el supermercado de los coreanos, Laucha, un boliviano de pocas palabras fugado de una prisi�n de La Paz, hizo fuego dentro de una gran lata ennegrecida. Con las manos extendidas hacia el improvisado brasero, la comunidad se reuni� en derredor.

Estela, una mujer de tez oscura y rasgos ind�genas, muy envejecida, fue hasta la canilla del cantero, llen� con agua una pava abollada y la puso a calentar encima de la lata. Mendoza, el m�s viejo de todo el clan, casi un anciano, desarrug� una grasienta hoja de papel madera y extrajo unos restos de yerba con la que se puso a preparar el mate.

?�Ten�s algo? ?pregunt� el Gitano dirigi�ndose a Garrido. Sin responder, �ste sac� de su atado una bolsita con algunos panes y se la arroj�.

El Gitano la atrap� al voleo y se plant� delante de Estela, a la que orden�:

?Vos dame el salchich�n que ayer te dio la gorda de la fiambrer�a.

La mujer se qued� paralizada. Ella pensaba que no la hab�an visto conseguirlo y planeaba compartirlo solamente con Polito, su hermano menor, un retrasado mental de algo m�s de treinta a�os. Sumisamente, entreg� la comida que atesoraba.

Mientras arrancaba la ronda de mate, el Gitano distribuy� el alimento disponible con ecuanimidad. Sin embargo, el negro Bid�, un rosarino que siempre ten�a pleitos con el Cabeza, se quej�:

?Vos siempre le das m�s al Cabeza, que es el que m�s se rasca las bolas.
?�Por qu� no te hac�s culear? ?le increp� el aludido, a la vez que lanzaba un cachetazo.

El Bid� reaccion� violentamente y enseguida estaban revolcados en el piso intentando golpearse. El Gitano los separ� repartiendo patadas, aunque por cada una que recib�a el Cabeza, Bid� recib�a tres. Polito, excitado por la disputa, se puso a correr alocadamente, yendo y viniendo desde el tronco del omb� hasta la lata con el fuego, a la que se acercaba peligrosamente en cada pasada. Hasta que en una de ellas golpe� la lata con el impulso de su cuerpo lanzado a velocidad y se quem� con el agua hirviente que se derram� de la pava.

Polito empez� a llorar dando agudos chillidos. Los esfuerzos de Estela por calmarlo mientras le revisaba las quemaduras, fueron in�tiles. Polito continuaba aullando y el n�mero de curiosos originalmente congregado para observar la batahola entre el Cabeza y el Bid�, hab�a crecido formando un semic�rculo cerca del omb�.

Griselda se acerc� al retardado, le acarici� los cabellos con ternura y tom�ndolo de una mano, lo llev� hasta uno de los bancos de la plaza. Una chica enfundada en un jogging rosa, que estaba sentada recuperando aliento despu�s de haber estado trotando, se puso de pie y cambi� de banco. Griselda la sigui� con una mirada de odio.

La muchacha no dejaba de hablarle al o�do al Polito, quien permanec�a con la cabeza refugiada sobre el pecho de la joven. Aunque a�n gem�a, hab�a dejado de llorar a los gritos. Al fin, ambos se incorporaron y caminaron hasta el acceso al subsuelo del monumento central del parque, que funcionaba como dep�sito de las herramientas usadas para el mantenimiento del paseo. Polito llevaba una sonrisa radiante. Griselda cuchiche� por un momento con los guardianes que estaban en la entrada, dos muchachones de unos veinticinco a�os, a los que sorprendi� preparando la jornada de trabajo. Luego de que los empleados municipales intercambiaran miradas c�mplices, los cuatro ingresaron al dep�sito y cerraron la puerta de chapa.

Salieron unos pocos minutos despu�s. Polito chupaba un caramelo de lim�n y Griselda llevaba una bolsita con az�car y otra con bizcochitos de grasa. Llegando al omb�, entreg� las bolsitas al Gitano.

?Putita ?le dijo el hombre al recibirlas.

Todos lo escucharon. El Cabeza y Bid� sonrieron maliciosamente, Ulrico y la Chola bajaron la vista, el Polito se apret� contra el cuerpo de la muchachita, Estela palme� la cabeza de su hermano y Laucha se encogi� de hombros.

?No le dig�s as� ?balbuce� Mendoza.
?And� a cagar, viejo choto ?replic� el Gitano escupiendo de costado.

Griselda y Garrido cruzaron sus miradas. El Capit�n y la Chicha se pusieron a ladrar, hasta que el Gitano los silenci� con un gesto amenazante.

Con la situaci�n recompuesta, la tribu dio r�pida cuenta del desayuno y se prepar� para afrontar el nuevo d�a. Unas cuantas colillas le sirvieron al Gitano para improvisarse unas pitadas. Recostado contra el tronco del omb�, fumaba dando chupadas cortas, con vigilante actitud hacia su tropa. Sus ojos centellearon cuando el Bid� detuvo a un transe�nte y obtuvo un cigarrillo ?nuevo?, aunque nada delat� su envidia a los dem�s.

Sentado sobre el borde del cantero, y haciendo que Garrido le sostenga el pedazo de un espejo, Mendoza aprovech� el resto de agua caliente y unas virutas de jab�n, para intentar afeitarse con una antigua maquinita medio desvencijada.

?Te cort�s todo Mendoza, mejor dejate as� nom�s.
?�T�s loco?, mir� si me muero hoy.
?Raj� de ah�, vos vas a vernos morir a todos.
?Yo ya v� muchos muertos, ahora me toca a m�. Decime, �vos sab�s lo que hace el gobierno con los que nos morimos en la calle? A la Maruca la metieron en un furg�n y ni siquiera me dijeron ad�nde la llevaban.
?No s� Mendoza, calculo que la habr�n llevado a la morgue.
?Aj�, �y despu�s? �Te parece que nos pondr�n en un caj�n? El Gitano dice que no, que nos tiran as� nom�s, todos los del d�a en una misma fosa.
?Quedate tranquilo, el Gitano habla al pedo.
?Me parec�a, �c�mo no van a ponernos en un caj�n? �Qu� le hace al gobierno un caj�n? Aunque sea en uno de caj�n de manzanas.
?M�s bien, �no te acord�s cuando se muri� el Pollo?
?�Qui�n era el Pollo? No me acuerdo, me parece que yo no conoc� a ning�n Pollo.
Garrido tampoco hab�a conocido a ning�n Pollo. De todas formas aclar�:
?Ahh, no, cierto, el Pollo era de la gente con la que yo andaba antes.

Pareciendo aliviarse, Mendoza termin� la afeitada. Guard� cuidadosamente los enseres en su mochila ?un agujereado bols�n escolar con un aplique del Pato Donald? e incorpor�ndose con dificultad, se movi� hacia un espacio con sol.

Aprovechando que Garrido se hab�a quedado solo, la Chola se acerc�.

?A que el viejo poronga anduvo de nuevo preguntando por lo del caj�n.
?No Chola, habl�bamos de otra cosa.

Escuch�ndose, Garrido volvi� a pensar en que deb�a desligarse de las costumbres de su mundo anterior, que ac� no hab�a lugar para tonter�as como la discreci�n. Y menos para la compasi�n. Ac� lo �nico importante ?reflexion�? tiene que ser arregl�rselas uno. �De qu� me sirve tenerle l�stima a este viejo loco, que cualquiera de estos d�as crepa y capaz que hasta nos trae un quilombo con la cana?, se dijo sin demasiada convicci�n. La Chola no le dio tiempo para detenerse en estos pensamientos, algo le rondaba y no parec�a dispuesta a dejar pasar la oportunidad.

?Che, �vos tambi�n se la est�s dando a la Griselda.
?No Chola, yo no ?contest� Garrido secamente.
?Mir�, a m� no me importa, la chica ya es grande y por m�, que haga lo que quiera.
?Yo ya s� que a vos no te importa, as� que te lo dir�a.
?No me jod�s Garrido, dej� de hacerte el boludo. La pendeja es hija m�a, para pon�rsela me ten�s que dar algo, todos los dem�s me dan, ojo con lo que hac�s si no quer�s tener despelote.

Viendo que Griselda se acercaba, la Chola suspendi� su negociaci�n y se fue. Garrido sonri�, casi divertido por la hu�da de la Chola. Se propuso que tambi�n deber�a erradicar la repugnancia que le causaban algunos de los de su g�nero. Y el odio, tambi�n el odio. Pens� que eran tantos los sentimientos humanos de los que deber�a desembarazarse, que le har�a falta hacer una lista para no olvidarse de ninguno.

Le gust� ver como Griselda llegaba junto a �l, balanceando con gracia su cuerpecito de ni�a mujer. La vio linda y fresca y volvi� a sonre�r, pensando en que si la suciedad y los andrajos empezaban a resultarle invisibles, estaba mejorando.

?�De que te re�s? ?le pregunt� ella con una leve inclinaci�n de cabeza.
?De nada ?respondi� forzando acritud, mientras continuaba apuntando mentalmente en su lista.
?�Qu� te estaba diciendo la vieja? ?pregunt� Griselda tomando asiento al lado de Garrido.
?No s�, no le estaba prestando atenci�n.
?No me lo quer�s decir.
?Pendejita, dej� de hacerte la que te las sab�s todas.
?�Ves?, no me lo quer�s decir.
?Dejate de joder, qu� se yo, tu vieja siempre anda hablando pavadas.
?S�, pero ahora te estaba diciendo algo que te enoj�, se te notaba Varisto, a m� no me embrom�s.
??E?...varisto, decilo bien. Y si no, dec�me Garrido como todos.
?A m� me sale Varisto.
?Mah s�, decime como quer�s.
?Yo quiero saber ?insisti� obcecada la jovencita? , porque la vieja me estuvo preguntando si yo iba con vos. Y a m� no me va a pasar, eso es porque quiere cobrarte. Sab� que no hace falta, yo voy lo mismo, yo voy porque quiero. A m�s, ninguno le da nada, el �nico el Laucha, pero no por m�, lo que pasa es que ella va con el bolita, no vay�s a decirle nada a Ulrico.
?Dej� de venirme con esos cuentos, �a m� qu� me importa?
?No, yo te digo porque capaz vos no quer�s venir conmigo para no tener que darle nada a mi vieja. Y yo quiero que sep�s que pod�s lo mismo.
?Callate Griselda, dejame en paz, no tiene nada que ver, yo no voy porque no quiero, no me hinch�s m�s.
?Entonces, a lo mejor vos le ten�s cagazo al Gitano. Te aviso que no pasa nada, �no ves que yo me dejo hasta con el Bid� y nunca me jodi�? Vos todav�a no estabas, pero la primera vez que me baj�, el Gitano dijo que basta que �l me desvirgara, despu�s, siempre y cuando no tuviese que esperar turno, pod�a cualquiera, lo �nico, me dijo, es que ojo con alguno que no fuese de los nuestros, que a ver si por ah�, se las tomaban conmigo, y que eso s� que no.

Griselda hablaba a borbotones, apenas d�ndose pausas para tomar aliento. Con un gesto de hast�o, Garrido le orden� silencio. Ella no lo obedeci�, casi rog�ndole, dijo:

?�Por qu� no quer�s Varisto? D�le, vamos, yo me dejo hacer lo que vos quieras.
?Bueno, basta, me pudriste, raj� de ac� ?se oblig� a replicar Garrido con la mayor brutalidad que pudo.
?Qu� jodido sos Varisto, �qu� te hice yo?

Garrido se la qued� mirando fijamente. La joven le hab�a hablado de modo tan compungido que le dieron ganas de consolarla como si fuera una criatura. Fastidiado, se record� que deb�a prohibirse las emociones. Pero cedi�.

?Griselda, ?arranc� hablando con ternura ?a m� me gustar�a, si no voy con vos no es por miedo a contagiarme de nada, ni por no tener que darle algo a la Chola, ni por miedo al Gitano, ni por ninguna de la sarta de boludeces que a vos te ocurren.
?�Y entonces por qu�? ?pregunt� sorprendida la mujercita.
?No s� c�mo explicarte ?balbuce� Garrido mir�ndola fijamente.

Griselda necesit� alejarse de esa mirada. Se puso de pie y se march� con la cabeza gacha. Desde su puesto junto al omb�, el Gitano permanec�a observando a toda la pandilla.

La jornada continu� sin que Garrido y Griselda volvieran a cruzar palabra. Y principalmente era la chica, quien como asustada, elud�a cualquier encuentro. A Garrido se lo ve�a serio y reconcentrado, apenas cambiando de posici�n de vez en cuando, en el mismo lugar donde antes hab�a sostenido la charla con Griselda.

Bastante pasado el mediod�a, todos partieron con rumbos diferentes, excepto la Chola y el Bid�, a quienes les toc� quedarse al cuidado de los b�rtulos y mendigar en la plaza. Como siempre, nadie se preocup� por los perros, los que normalmente ?salvo la Chicha y el Capit�n que siempre segu�an a Griselda? se dispersaban solos para regresar reci�n al atardecer.

Esta vez, a Estela le cost� bastante conseguir que el Polito aceptara ir con ella y no con Griselda a las puertas del mercado, d�nde �ltimamente les hab�a estado yendo bastante bien. El Laucha inici� su rutinaria caminata a lo largo de la avenida, hab�a comprobado que cuando se pon�a serio al pedir una moneda, m�s de uno se la entregaba asustado. Envejecido y enfermo, Mendoza ya no estaba para esos trotes, as� que consideraba suficiente quedarse tirado en las escalinatas de la iglesia, a la espera de la clientela de viejas viudas o solteronas. El Cabeza se qued� como siempre en la boca del subte, obstaculizando el paso particularmente en los momentos de mucho gent�o. Ulrico se anud� varias vueltas de trapos en la pantorrilla y acarreando una muleta, se instal� al lado de la rampa del supermercado grande.

Griselda no se alej� demasiado, se qued� a limosnear en una de las esquinas del parque, aprovechando las detenciones de los coches ante los sem�foros. El primero de los conductores que abord�, un gordo al volante de un costoso auto alem�n, le sugiri� buscarse trabajo de sirvienta. A la segunda vez que le amagaron con un consejo similar, solt� todo el irreverente bagaje de insultos aprendidos en sus a�os callejeros, abandon� con des�nimo la faena y se qued� sentada entre sus perros junto a un umbral.

Desganado, Garrido fue uno de los �ltimos en partir. Buscando alejarse del bullicio y el tr�nsito, vagabunde� a lo largo de una treintena de cuadras. Al fin, perdi� sus pasos en un intrincado de cortadas y callejuelas, hasta arribar a una plazoleta seca, peque�a y hostil. Se acerc� al �nico habitante del paseo, un anciano sentado a un banco de cemento. Le dirigi� unas palabras, a las que el viejo no respondi�, aunque hurg� en su bolsillo y le entreg� un billete. Garrido cruz� la calle, entr� a un almac�n, compr� un Tetrabrik de vino tinto y retornando a la plaza, se lo bebi� de un tir�n y se qued� dormido bajo el tibio sol de la siesta.

Reci�n entonces, el Gitano decidi� suspender el acecho.

Con las primeras sombras adue��ndose del parque, regresaron uno tras otro. El primero fue el Gitano, quien se encarg� de sondear la recaudaci�n de los dem�s. Algo m�s tarde, a la hora en que las bolsas de desperdicios comenzaban a poblar las veredas, volvieron a partir, ahora en dos cuadrillas. El Gitano se qued� aguard�ndolos junto al omb�.

Tras unas dos horas, su requisa comprob� el �nfimo producido de la incursi�n por la basura. Tal como siempre ocurr�a, estuvieron un largo rato intercambiando reproches, acus�ndose de haber estado comiendo cosas en el momento de hallarlas. Al cabo, se alimentaron silenciosamente y emprendieron la marcha hacia su refugio en el portal de la galer�a.

Bien entrada la noche, cuando parec�a que todos ya dorm�an, Ulrico se escurri� hasta donde yac�a Griselda. Quedamente, casi en un susurro, la ni�a le dijo:

?Hoy no Ulrico, me baj� con mucho y me duele.

El hombre insisti�. Ahora Griselda alz� un poco la voz:

?No pap�, te digo que hoy no puedo.

Unas risitas ahogadas acompa�aron el regreso de Ulrico a su lugar. Al rato, fue el mism�simo Gitano quien lo intent�. Y cuando regres� a su sitio sin lograr su cometido, varios se revolvieron con inquietud. Aunque esta vez, no se escuch� murmullo alguno.

Al d�a siguiente, Garrido decidi� probar suerte alej�ndose de los sitios habituales. Todos los d�as el Gitano se las agarraba con alguno, de modo que a Garrido no le despert� ninguna preocupaci�n haber sido interrogado acerca de su plan del d�a.

En cambio, se sorprendi� cuando luego de haber andado casi veinte cuadras, el Capit�n y la Chicha se le aparecieron marchando a su lado. Mir� hacia atr�s y una sonrisa se le dibuj� en el rostro. Enseguida, una r�faga de miedo lo sobrecogi�.

Los dem�s miembros de la bandada repet�an en tanto su rutina de mercado, avenidas, bares, super, iglesia o subterr�neo. La guardia en el omb� le tocaba a Estela (y consecuentemente, al Polito). Con alivio para la mujer (le resultaba una tarea ardua vigilar las pertenencias con un ojo puesto en el Polito), el Gitano determin� un cambio y se qued� junto al Cabeza. Ninguna voz se alz� para indagar acerca de los motivos, ni siquiera nadie pregunt� porqu� hac�an falta tres ese d�a.

Una vez que todos hab�an partido, Estela vio que los dos hombres tambi�n se aprestaban a marchar. Amag� una tibia protesta, que naturalmente no fue escuchada.

?�No te quedabas vos? �Qu� te pas�? C�mo se ve que el Gitano no te jode y hac�s la que se te raja.
?Hac� la tuya y no hinch�s las bolas ?Secamente, el Cabeza pretendi� cortar de plano la requisitoria que le escupi� Griselda, ni bien lo descubri� junto a ella y sus dos perros.
?Te aviso algo, ando con la regla y no puedo, as� que si es por eso... ?Griselda no era de callarse as� nom�s.
?No tiene nada que ver, para eso va a haber tiempo de sobra.

Molesta, Griselda continu� su recorrida entre los veh�culos detenidos por los sem�foros. Aunque no por demasiado tiempo, al primer descuido del Cabeza se le desapareci� escabull�ndose entre dos colectivos.

Tras haberse pasado la noche entera en una b�squeda furiosa, el Gitano y el Cabeza se aparecieron al amanecer trayendo a Griselda. La muchacha los segu�a caminando unos pasos atr�s, con evidentes signos de haber llorado.

?�Qu� pas�? �D�nde se hab�a metido? ?le pregunt� Ulrico a los hombres.
?Decile a ella que te cuente ?respondi� el Cabeza.
?Pendeja de mierda, �d�nde carajo estabas? ?la inquiri� la Chola zamarre�ndola por los cabellos.

Griselda se revolvi� y empuj� a su madre haci�ndola trastabillar. La mujer evit� caer y le asest� un golpe con el pu�o cerrado. Ulrico se interpuso, evitando la intenci�n de Chola de continuar.

?Garrido no volvi� ?anunci� el Bid�.
?Ya sabemos, lo atropell� el tren cerca de Caballito ?replic� el Cabeza arrojando un bulto con las cosas que hab�an pertenecido a Garrido.
?�Y se muri�? ?pregunt� el Laucha.
?Lo juntaron con cucharita.

Fue el Gitano quien habl�, de pie en medio de todos, erguido y con los brazos en jarra, amenazante, como reafirmando su autoridad.

?�Lo pusieron en un caj�n?

La Chola se ri� de costado. El Gitano torci� el gesto y dud� un momento. Despu�s le contest� a Mendoza:

?S�, en uno de pino.

Emilio Bertero

el interpretador acerca del autor

Emilio Bertero

Naci� en Santa Fe en febrero de 1955. Es Ingeniero en Recursos H�dricos y actualmente se desempe�a como consultor del Estado Nacional para programas ambientales.

Se introduce en el mundo literario en 1988 con una breve experiencia en un taller de gui�n teatral de Argentores; es a partir de 1998 que asiste de manera consecuente a talleres literarios, habi�ndolo hecho hasta el a�o 2004 en los auspiciados por el Gobierno de la Ciudad Buenos Aires, bajo la coordinaci�n del escritor Julio Diaco, con qui�n tambi�n particip� de un taller de dramaturgia en el a�o 2005.

Ha publicado cuentos en la revista ?Abrapalabra? del Centro Cultural Tato Bores y ha participado en la revista ?Con perd�n de la palabra?, proyecto de ficci�n-opini�n.

A partir del a�o 2005 integra un grupo independiente de taller y edici�n, con el cual ha editado los libros de antolog�as de poes�a y narrativa breve ?Texturas? y ?Cuerpo de letra?.

En abril de 2007 public� en Elo�sa Cartonera ?Palmetto ladr�n y otros cuentos?.

Publicaciones en el interpretador:

N�mero 24: marzo 2006 - Mi amigo Abarca (narrativa)

Direcci�n y dise�o: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: In�s de Mendon�a, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Leotta, Juan Pablo Liefeld
Control de calidad: Sebasti�n Hernaiz

Im�genes de ilustraci�n:

Margen inferior: Joel-Peter Witkin, Poussin-en-el-infierno (detalle).