el interpretador ensayos/artículos

 

La danza macabra

Christian Ferrer

 

 

 

 

      

¿Qué fue primero, la ciudad –caja resonante– o el tango –arrobo y punzada? Se diría una pregunta improcedente, puesto que no habría sonido musical sin el instrumento correspondiente y tampoco cultura urbana sin piedra, catastro y habitante, así como no hay enjambre sin panal. Pero una ciudad no obedece solamente a su entramado circulatorio y a sus ineludibles comercios y burocracias. Una ciudad, ya antes de ser enterrada su piedra basal, existe bajo forma de idea, de anhelo, como mutua búsqueda y rescate de náufragos, porque las ciudades se establecen no tanto sobre un plan catastral previo o sobre coordenadas geográficas convenientes, sino sobre sitios adivinados por geománticos o bien sobre tierras prometidas y apenas entrevistas. Sobre augurios, sobre ofrendas, sobre esperanzas. No obstante, toda cajita musical puede metamorfosearse en caja de Pandora, en tanto la disonancia y las calamidades no resultan ser solamente contingencias de la vida urbana sino canciones de cuna que ella entona únicamente en su madurez. Quienes fundaron Buenos Aires no fueron los conquistadores o los sucesivos virreyes que vinieron y se volvieron –tal como hoy en día otras potencias y potentados equivalentes desembarcan y luego parten– ni tampoco los hombres con estancia en la campaña o los apostadores ocasionales sino los destripaterrones, los juntapuchos, las polaquitas, los deslomados, los atorrantes, los maximalistas, los que se arrastraban por calles de tierra, los tuertos con una sola pierna atrás y los mancos con la pata estirada hacia adelante: la escoria de la tierra. Y también los delincuentes, sin excluir a otros seres refractarios. En suma, desperdicios del orbe entero cuyas ilusiones siempre acabaron humilladas. Esos fueron los antepasados. Masacrados, sí, pero con esos barros elementales se moldeó una ciudad principesca y de esa aristocracia marginal salió eyaculado el tango.

Si esta ciudad pudiera hablar en un lenguaje traducible a los oídos humanos, quizás solo podría emitir un largo lamento por ser lo que es, o bien enunciaría una verdad de balleneros: “pueden ustedes llamarme Tango”. También los cetáceos bailan en su pista elemental, gambeteando celadas y arpones, y no sin elegancia. La ciudad de Buenos Aires ha sido dispuesta, sin demasiada consciencia del hecho, de acuerdo al plan arquitectónico de los compases y firuletes del tango, así como hubo otras que se desplegaron según los ritmos propuestos por el blues o por el samba, y aún otras por el cante jondo, el fado o la baguala. A comienzos de siglo XX, en un movimiento tan necesario como imprevisto, el primigenio núcleo urbano adyacente al puerto se ensanchó a la vez que se acurrucó sobre sí mismo. Y lo hizo porque tales desdoblamientos y pliegues barriales obedecieron a las ordenes implícitas que el tango exhalaba y que la mayoría de los porteños ya sabían descifrar con las tripas y con el corazón. Al igual que sucede con la ornamentada concha del caracol, Buenos Aires asumió la forma crispada, torturada y frustrante de las canciones de tango. Un gigante de visita que rebanara a Buenos Aires por mitades y sobrepusiera la valva superior sobre su oído, escucharía el rumor de una cadencia triste que, según Discépolo, “se deja bailar”.

La fundación sonora de una ciudad supone incisiones materiales sobre el catastro. El tango forzó al hierro y el cemento a ceder espacio a ciertos escaques simbólicos: exigió que una puñalada abriera la calle Corrientes, que un compás trazara una ronda de clubes de barrio y de tanguerías, que un golpe de dados esparciera en lugares precisos bulines, prostíbulos, cafés, paredones, piringundines, conventillos o casitas para los viejos, sin excluir a la garúa, y a la inundación también. Todo eso fue la calcificación urbanística de lo que se destilaba a través del desencuentro, la impotencia, las penas de la carne y las expectativas crucificadas: la indefensión humana ante el monstruo pétreo. Las letras, las canciones en sí mismas, llegaron después. El pentagrama, aún más tarde. El tango fue nuestra forma de auscultar las posibilidades existenciales –y sus quimeras– que se presentaban al paso, o bien fue el tacto de la ciudad sobre la piel. El bandoneón dio la nota más alta para el jeroglífico del alma, tal como lo haría un color nocturno que se propusiera consolar un quejido. El fuelle pudo pronosticar antedatadamente nuestro porvenir un siglo atrás, pues el tango ha sido el género oracular de Buenos Aires. ¿Cómo fue posible? Quizás porque una pitonisa farfullante vive en toda ciudad y propone acertijos apenas audibles a los habitantes sobre el dinero, el desamor y la guerra social. En las letras de tango, hipódromo, bar y burdel acogen los interrogantes que nos son arrojados acerca de cuestiones de supervivencia, soledad y deseo. Así, el salón de baile, en esta ciudad, fue hospitalario con el “drama de cuerpo” de los habitantes y quienes nunca aprendieron a caminar en dos por cuatro estuvieron condenados a la desorientación, al desarraigo, a ser extraños para sí mismos.

Toda ciudad se corresponde con una imagen sonora y con un ritmo tribal, y aquellas que carecen de uno y otro atributo resultan ser radicalmente inhóspitas, al igual que lo sería una casa que careciera de juguetes. Hubo un tiempo en que los bailes populares no emergían de la calle sino de matrices campesinas, pero ese tiempo se ha retraído de tal manera que a esas danzas únicamente las conservamos a título de antiguallas a ser desenfundada en celebraciones ocasionales o como número vivo para turistas. Souvenires, o bien acrobacias. La sardana catalana, el jasápico griego, la jota aragonesa, la tarantela napolitana, la muñeira gallega, el fandango andaluz, la czarda, la polca, la zarabanda: para cada porción de tierra hay una pirueta, un paso y un contrapaso. ¿Dónde están ahora? Se amontonan y entrechocan entre sí tal cual títeres descalabrados que compartieran un desván que ya nadie visita. Cuando la carne humana aprendió a medrar entre la piedra y el pavimento, las antiguas –a veces antiquísimas– danzas folklóricas se marchitaron por carecer de suelo firme donde zapatear y girar. De las ciudades modernas se desdoblaron ritmos distintos, propios, y mucho más tensos. No todos han sobrevivido: ¿quién se acuerda hoy del chotis, el fox-trot o el bubaloo? Retoños efímeros, o bien glorias impúdicas asociadas al cabaret o a tugurios aún más aventurados, tales como el can-can o el black-blab.

Las condiciones sociales que los fomentaban se ajaron en un santiamén. Así, el calipso –suave vaivén–, que tanto debió al turismo norteamericano de los años cincuenta al Mar Caribe, fue destituido por la Revolución Cubana. La cumbia villera, esa flor del fango suburbano, podría ser desenraizada en caso de que el mecanismo del ascenso social volviera a activarse, incluso para los sumergidos. Misteriosamente, ciertos bailes no solo han sobrepasado a su tiempo; también lo han redimido y hasta han irradiado su ritmo y su tonada sobre la experiencia urbana: el vals, el rock y el tango, que parecen eternos. Quizás ellos manifiesten, a pesar de sus coreografías elegantes y sus coordinados estremecimientos, un alarido apagado o un quiebre de la carne apenas acentuado. Un dolor. El vals –tan muñequita, tan derviche– era el intento angustiado de los hombres y mujeres de Viena de entregarse in crescendo, unos a los otros, pretensión siempre frustrada por el abrupto corte final, que a la vez interrumpe la promesa del coito. Todo acaba en invaginación y desplome. Porque el giro en trompo sobre las piernas no es dinámica en equilibrio, sino frotación –y fruición– íntima, del mismo modo en que las marchas cortadas y las contramarchas quebradas no son equívocos necesarios sino las aproximaciones y distancias de la provocación ritual: tauromaquia.

El molde de cemento, de hierro, de asfalto, de rejas, de vidrio injertado sobre la medianera,    se cierne sobre la carne y la empotra a sí mismo. Y si un horizonte abierto en gran angular sobre el Océano Atlántico concedió una dulce tristeza al fado; y si la inclemencia laboral y la represión de las emociones otorgaron una eléctrica trepidación al rock y al punk; en el caso del tango, el ensanchamiento de la Buenos Aires del Centenario, que supuso arrear y carnear a cientos de miles de hombres y mujeres arrojados a esta orilla sin pan y sin trabajo, fue el útero que lo desovó bajo las figuras de la lírica rante, el lastimoso vaho del fuelle y la marcha afligida de dos duelistas. Porque el baile se exhibe –se arriesga– menos sobre un metro cuadrado de baldosas que en nuestra forma de respirar, de gesticular, de andar, de relojear, de rogar, de esperar, de abrazar, de lamentar y de desear. No en las composiciones, al menos no primordialmente. Bandoneón y violín y voz cantante se sostienen sobre la ciudad como claveles del aire pero se encarnan bajo la piel, agónica y definitivamente. Erguido y orgulloso el torso y también prepotente pero exhausta la musculatura al final de la jornada; renovados los pulmones por la mañana pero maltratado y lacerado el corazón por la tardecita; raudas y cronométricas las piernas mientras hay luz pero vacilante y trémula la pisada en la noche cerrada; ampulosos e infalibles los brazos a toda hora y bastante menos una vez que la boca está pastosa y el hígado esponjoso; enfáticos la mueca y el gesto al encarar el día y abatido el rostro al final de la noche; en fin, sístole de la vulva y diástole del bastón de mando pero deshidratada la una y derrocado el otro luego de una espera sin esperanza. 

De las tantas dificultades que la ciudad propone a sus habitantes, la que está asociada al acople sexual es quizás la más angustiosa. No es la “llama doble” la que acuna y explica el movimiento corporal en el tango; es la pulseada de la carne o el cuerpo entero suspendido en un pulso: en una corazonada. No tan simuladamente, el baile imita la acción y la suspensión del acto sexual. Los bailarines son secuaces desconfiados, pruebas vivientes de que en el amor y en el desamor no existe la justicia, justamente porque macho y hembra son cautivos uno del otro: amos y esclavos destinados a la mutua destrucción. Afuera de la pista de baile todo es máquina, circulación, tránsito, edificio, cartel y desamparo. En el ruedo, el muslo arremete contra el riñón y la cintura entra en conflicto con el tacón y la mano concava se tensa contra la espalda convexa y la vagina desafía y ofusca a su encastre. Pero, al fin y al cabo, el lance de honor no resulta tan sensual como doliente. El tango es la danza macabra de los afligidos y los dañados. Ése es su eros.

 

 

 

Christian Ferrer

 

 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Christian Ferrer

Nació en Argentina en 1960.

Es sociólogo y ensayista. Es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Es integrante de los grupos editores de las revistas El Ojo Mocho y Artefacto. También ha sido jefe de redacción de las revistas Babel y La Caja. Ha publicado El lenguaje libertario. Antología del pensamiento anarquista contemporáneo, y el libro Mal de ojo. Ensayo sobre la violencia técnica, así como una compilación de ensayos del poeta y ensayista Néstor Perlongher bajo el título de Prosa plebeya, y una compilación de los escritos inéditos de Ezequiel Martínez Estrada, bajo el título Lírica social amarga. Actualmente también es editor de la revista Sociedad, de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Su último libro se llama Cabezas de tormenta. Ensayos sobre lo ingobernable.

 

Publicaciones en el interpretador:

Número 14: mayo 2005 - Vaca flaca y minotauro Ascenso y caída de la imaginación política argentina (ensayos/artículos)

Número 15: junio 2005 - Las damas Acerca del viaje de Marcel Duchamp a Buenos Aires (aguafuertes)

Número 16: julio 2005 - Las partes y el todo (ensayos/artículos)

Número 17: agosto 2005 - Arcángeles (ensayos/artículos)

Número 18: septiembre 2005 - El Cruzado Prólogo a la reedición de Vidas de muertos de Ignacio Anzoátegui, que edita este mes la Biblioteca Nacional ((ensayos/artículos)

Número 23: febrero 2006 - Autorretrato con modelo Prólogo a Nietzsche, filósofo dionisíaco de Ezequiel Martínez Estrada, Caja negra editora, 2005. ((ensayos/artículos)

Número 24: marzo 2006 - Centauro, Babilonia y Babel (ensayos/artículos)

Número 25: abril 2006 - Buscado (ensayos/artículos)

Número 27: junio 2006 - Una moneda valaca Sobre la resistencia partisana durante la Segunda Guerra Mundial (ensayos/artículos)


   
   
   
   
   
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Jacek Malczewski, Death (detalle).