el interpretador ensayos/artículos

 

Clarice Lispector, la araña

por Camila Flynn

 

 

 

 

“Las margaritas doradas y plateadas quemaron todo el jardín.”
Marosa Di Giorgio

 

Tiempo atrás, charlando con mi hermana y mi viejo sobre la vida en general, de pronto tuve la impresión de estar filtrándome por una grieta mental muy precaria, directamente orientada hacia el silencio. Hablábamos sobre la importancia relativa del conocimiento, los distintos tipos del saber, las maneras del prejuicio, los lenguajes, la infamia generalizada, la devastación del planeta. Él comentó que la semana anterior había leído en el diario un artículo sobre ecología global cuyo contenido, amén de mostrar una visión un tanto apocalíptica sobre el futuro de la humanidad, no dejaba de aportar datos fundados e inquietantes. Ayer busqué la nota en Internet. De acuerdo con las declaraciones del científico entrevistado, el planeta como sistema autorregulable habría de colapsar en menos de cincuenta años. Sus predicciones indican que para el 2050 el deshielo abrupto de los glaciares australes, sumado a un posterior derretimiento de los polos, provocará una subida alarmante del nivel de los mares, y muchas ciudades costeras tales como Londres o Bangladesh quedarán completamente sumergidas. Olas de migración masiva, agotamiento del agua potable, disminución del oxígeno, tristes guerras punitivas, supervivencias árticas. El arribo inminente de una nueva "época oscura". Automáticamente recordé una película hermosa y triste: "Los sueños de Akira Kurosawa". El sueño de los demonios con cuerno, hombres atrofiados por el abuso de químicas y de físicas, sus histéricas fantasías de poder. El sueño del soldado muerto, su perro enfermo y agresivo, la neblina del túnel que los traga. El sueño del artesano junto al arroyo; sano, viejo y feliz junto a la calma de un sonido -el más sueño de todos, lacteado y utópico. Dan ganas de no volverlo a ver, por lo lejano-. Y seguimos charlando. Dijimos algo acerca de las economías autosustentables, la ingenuidad alucinante y bestial de los chicos, la desgracia de los códigos, la bendición de los códigos, la inevitabilidad del bien común, el rechazo y los caprichos, el aislamiento, la marginalidad del que no transa porque no quiere o no puede, los nombres, la falta de nombres, los juicios que nos inducen a pensar que alguien merece ser llamado "pelotudo", o "genial", o "frágil" y así nos queda, el espanto de ver que nunca nadie entendió nada, la felicidad de estar perdido y no buscar reencontrarse, la magia de los árboles, la miseria material, la idiotez. Y de pronto la grieta me calló. Y no hablé más. Y me sentí ridícula. Las cosas finalmente nos conquistaron, pensé. No valió la poesía, no valió la ciencia, no valió el amor. El día en que se acabe la comida, vamos a salir como piaras a matarnos. La ruta que confirma toda regla, todo tiempo y todo espacio, seguí pensando –aunque no con estas palabras-, aquella vía férrea retomada a menudo por los relatos más ligeros y brutales (los más femeninos, también), en definitiva era real. No pudimos respetarla, no tuvimos cómo. Aunque quizás sí, quizás lo hicimos: fuimos fieles al instinto destructivo.

Y mi viejo nos contó: -Hace poco estaba sentado en casa, tomando unos mates, cuando de pronto noté que en la escalera del living una araña estaba entretejiendo su tela, que era un círculo perfecto. Me acerqué para verla trabajar de cerca y entonces la araña, chiquita en su lugar, se quedó quieta. Pude ver que los hilos eran muy finitos, muy finitos...y por momentos brillaban. Apenas respiré, la tela flotó hacia atrás con delicadeza y después volvió a su lugar, casi invisible. La araña retomó su trabajo. Y ahí de pronto empecé a sentirme un poco distante, un poco extraño. Esa araña estaba conectada con la última partícula del cosmos, estaba en el centro de los centros, con su tela y su cuerpo, y yo estaba en mi living, solo, pensando en algo que ya no recuerdo, alejado de todo, alejado de mí, sin entender nada.- Automáticamente pensé en Lispector y en su novela, La Araña, y en seguida sentí que entre la obra de un insecto y la obra de una persona dispuesta a llegar a lo más íntimo de su cordura, no podía haber tanta distancia. Porque una vez alcanzado ese punto, es como si se acabara la literatura y empezara una indiferencia, una pasión vaciada de argumento, humildad:

"Pasaba entonces los días en una extraña euforia, como el viento, alto, calmo y silencioso. Dios mío, ella no sabía qué pensaba, ella sólo tenía ardor, nada más, ni siquiera un motivo. Y él, él solo tenía rabia, nada más, ni siquiera un motivo. A pesar de todo Daniel pisaba sin fuerza, permitía que en ella viviera aquella desesperación desordenada y atenta, una aguda franqueza, la posibilidad de percibir por la nariz, de presentir adentro del silencio, de vivir profundamente sin ejecutar un movimiento. Sí, sí, de a poco, muy bajo, de su ignorancia iba naciendo la idea de que poseía una vida. Era una sensación sin pensamientos anteriores ni posteriores, súbita, completa y una, que no podría acrecentarse ni alterarse con la edad o con la sabiduría. No era como vivir, vivir y entonces saber que poseía una vida, pero era como mirar y ver de una sola vez." (1)

Las cosas son lo que son, hubiera querido decirles. Todo existe. Todo es. Por qué negar lo que vemos y oímos y sentimos cuando hay algo que naturalmente pasa, cuando hay algo que recibe un nombre. Gritar con tanta furia ante lo dado es debilitante. Las cosas irrumpen, siempre. Y nacen y mueren y duran porque sí, porque ahí van. Las emociones internas, los tumultos exteriores, las caras de la gente, sus rostros, las declaraciones públicas, los sufragios universales, las fiestas amorosas, las extinciones de especie... Cosas que se hallan o están aquí y suceden, mas allá de cualquier bien y de cualquier mal. Formas puestas con intensidad en el medio familiar de un mundo completamente deforme. Disimular es absurdo, es caprichoso en un sentido muy poco tierno. Oculta, destruye lo que absuelve, olvida la realidad más cercana, el ritmo, sus pulsaciones. ¿Y si un día se nos ocurriese suspender todo juicio? ¿Salir a la calle a probar nuestra brillante falta de resistencia? ¿Qué pasaría si dejáramos que los bocinazos nos traspasaran la cabeza, y el smog nos contaminara el pecho, y la violencia nos perforara como una risa, y la gravedad de los gestos honestos equivaliera a nuestro juicio lo que un acto criminal? ¿Todo se volvería existencia, existencia pura y sin sentido, ajena a las imágenes, los nombres propios, las voces filosas, los calendarios? ¿Por fin habríamos dejado la contradicción en la carrera? ¿Caminantes absolutos? ¿Animales simples? ¿Plantas bajo el sol? Pero resulta que hablamos, producimos lenguaje, procreamos algo que no somos y sin embargo es nuestro. Llegamos a la tierra para intervenir su materia, objetarla, utilizarla hasta el fin. Así también amamos. No podemos renunciar a la circulación de los elementos, no podemos dejar de hacer el amor. Deseamos las líneas, perseguimos la sensualidad, gozamos inclusive en el dolor de sabernos solos y mortales y acabados. Y esto también es ritmo. Vida que simplemente es lo que es. Evidencia pura. Luego, el estado espiritual de la defensa se vuelve permanente. Y casi no hay ternura, casi no hay infancia. Por momentos, la prosa de Clarice Lispector recupera estos destellos, y los convierte en lujo:

"Como alguien cuyo cuerpo precisara de la sal como sustancia de esencia y entonces la comiera con placer sediento –ella había sentido un gusto simple y ávido en hacer un esfuerzo y decirse claramente: veo una silla, una polvera, unas tijeras abiertas, un cajón negro-...La gran naturaleza muerta en que vivía." (2)

El lujo de una vida que descubre objetos vivos, asesinados por el nombre. Orientados hacia un núcleo ingrávido y desprovisto de fondo, cada uno de estos párrafos equivale a una caída de tipo horizontal. Sus imágenes van y vienen, de izquierda a derecha, iluminando el interior de un cuerpo con lógica de diamante. La representación de lo alto abollándose en la representación de lo bajo, la dramatización de la suma interceptando la dramatización de la resta, la fantasía de un saber acoplándose a la fantasía de un oscurantismo, la invención de lo intangible disolviéndose en la invención de lo palpable. Un sutil y estúpido rebote contra todas las facetas:

"Pensaba sensaciones intraducibles distrayéndose secretamente como si canturrease, profundamente inconsciente y obstinada, ella pensaba un sólo trazo fugaz: para que las cosas nazcan necesitan tener vida, pues nacer es un movimiento –si dijeran que el movimiento es necesario solamente a la cosa que hace nacer y no a la nacida no es cierto porque aquello que hace nacer no puede hacer nacer algo fuera de su naturaleza y así siempre da nacimiento a una cosa de su propia especie y también con movimientos- de ese modo nacieron las piedras que no tienen fuerza propia pero que alguna vez fueron vivas porque si nó no habrían nacido y ahora ellas están muertas porque no tienen movimiento para hacer nacer otra piedra." (3)

Como en toda proyección verbal efectiva, acá vuelve a triunfar la cruzada y radiante destreza animal del discurso: la del envío engañoso del objeto. Las coordenadas inauditas de un destello breve pero real, atrapado entre hemisferios y elevado a otra potencia. Una gema brillante como cualquier otra, pero además –y esto es lo que resulta más atrapante en Lispector- bruta en el sentido más elemental del término, es decir, completamente rendida al medio:

"Un impulso cruel y vivo la empujaba hacia adelante y ella desearía morir para siempre si morir le diese un sólo instante de placer, tal la gravedad a que llegara su cuerpo. Ella entregaría su corazón para ser mordido, ella quería salir de los límites de su propia vida como suprema crueldad. Entonces caminó hacia afuera de la casa y caminó buscando, buscando con todo cuanto demás feroz poseía; procuraba una inspiración, las narices sensibles como las de un animal fino y asustado, pero todo a su alrededor era dulzura y dulzura, era algo que ella ya conocía, y ahora, dulzura era la ausencia de miedo y de peligro. Ella haría alguna cosa fuera de sus límites que jamás comprenderían -pero no tenía fuerzas, ah, no podía salir de lo que podía.-" (4)

Ella da un paso hacia el costado, un paso hacia atrás, un paso hacia dentro. Intuitivamente, sus palabras parecieran estar amortiguando el choque que a menudo más nos enajena: el del pensamiento sobre las circunstancias. Como si el plano de la intersección bueno-malo hubiera rotado hacia cualquiera de las dos facciones y el llanto (o la risa) que produce la caída ya no fueran necesarios; o como si en el devenir de los encuentros las epifanías perdieran su poder de seducción y el estado civil de la contradicción de pronto implosionara; o como si la fantasía de estar mas allá (o más acá) de cualquier orden o sistema ya no afectase un placer y las dialécticas entonces involucionaran hacia una suerte de estado vegetal fantástico, insensible a fuerza de existencia. Ni cielos ni tierras en el campo de la representación. Sólo una luz mansa y albina, rodando abochornada sobre el cemento del lenguaje.

"Algo curioso y frío le sucedía, alguna cosa que sonreía con desprecio, pero atenta a seguir hasta el final, casi haciéndola pensar en un impulso irónico y fútil: si eres como dices una criatura viva, muévete..." (5)

Pensadores, críticos y prologuistas pusieron a funcionar sus consistencias recurriendo al método siempre eficaz de la comparación. Hicieron sus listas. Colocaron la escritura y el pensamiento de Lispector bajo la égida metálica de individuos prominentes. Dijeron Kafka, Rimbaud, Heidegger, Fitzgerald, Cortázar, Pavese, Castaneda, Celan, Proust, Borges, Onetti, García Márquez, Bernanos, Nietzsche, etc. Le hicieron un engarce extraño. Y es verdad. Como todos ellos, Lispector ama profundamente el lenguaje. Pero es como si no lo usara. Limpia, cocina, teje, escribe. Limpia, cocina, teje, escribe. Su ritmo es doméstico.

Sin embargo, todo suma. A ojos del texto (que es lo mismo que decir a ojos de nadie), Proust vale lo que vale Kafka lo que vale Lispector lo que vale Borges lo que valgo yo, mi padre, una piedra o cualquier otro elemento.

Y este texto empezaba así: "Inicialmente paralizada por una concepción aguda, pero luego impulsada por una percepción aun más penetrante, Clarice Lispector logra recrear, una y otra vez, el movimiento felino que subyace a la mecánica de todo aparato, de toda simulación de síntesis. La precisión matemática con la que formula sus primeras ideas resulta al lector extrañamente oscura, bella en un sentido estricto. Sin embargo, dicha religiosidad intelectual apenas llega a proyectarse como la materia prima destinada a desaparecer en su funcionalidad. Su escritura es el producto móvil de una operación retráctil del pensamiento. Las palabras se le modifican, se le vuelven blancas, herbívoras, babosas. Elementos inestables que a nada tienden. Por medio de ellas, Lispector busca digerir la parte menos quieta de los espectros y sus cosas, la carga inestable que los mueve, la proyección que los vuelve ultra-objetos. La suya es una herramienta sin filo, una mentira translúcida. Entonces la existencia es la cosa, pareciera estar diciendo. O reflejando. O exhalando. La escritura es la cosa." Y ahora releo mi texto y descubro que no entiendo lo que escribí dos semanas atrás.

"La cucaracha con la materia blanca me miraba. No sé si me veía. No sé lo que ve una cucaracha. Pero ella y yo nos mirábamos y tampoco sé lo que una mujer ve. Pero si sus ojos no me veían su existencia me existía –en el mundo primario donde yo había entrado, los seres existen a los otros como formas de verse. Y en ese mundo que yo estaba conociendo, hay varias formas que significan ver: uno mira al otro sin verlo, uno posee al otro, uno come al otro, uno está solo en un rincón y el otro está allí también: todo eso significa ver. La cucaracha no me miraba con los ojos sino con el cuerpo. (...) Lo que yo veía era la vida mirándome. Cómo llamar de otro modo a aquello horrible y crudo, materia prima y plasma seco, que estaba allí, mientras yo retrocedía hacia dentro de mí en náusea seca, yo cayendo siglos y siglos en el lodo –era lodo y ni siquiera lodo ya seco sino lodo aún húmedo y aún vivo, era un lodo donde se movían con lentitud insoportable las raíces de mi identidad." (6)

Algo así como el cascarón duro de un instrumento primitivo, ritmo alrededor del ritmo, pasta luminosa al infinito, Lispector produce una escritura tan falsa y tan real como cualquier otra. Lo hace con una sensibilidad enorme, su pensamiento es impiadoso, mezcla de una intelección demasiado humana y una posición no erguida evidente, cercana a lo más básico del instinto. Creo que las mujeres reconciliadas con esta última circunstancia son las únicas capaces de enhebrar, con pulso clarividente, el cruce de lo frío y lo maleable. Y no sólo en el campo de lo literario. Que aún en los confines de la historia cultural y su imaginación “excéntrica” no se reconozca, supone un estado de cosas que no es casual. Pero esta clase de arte ha de sobrevivir sin culpa. Emite rayas útiles, brillantes, planas. Tramposas y asesinas, sí, pero un poco menos perversas que otras líneas.

 

Camila Flynn

 

 

NOTAS

  1. Lispector, Clarice: La araña, Corregidor, Buenos Aires, 2005.

  2. Op. Cit. Pág. 121

  3. Op. Cit. pág. 71

  4. Op. Cit. pág. 94

  5. Op. Cit. pág. 69

  6. Lispector, Clarice: La pasión según G. H., www.epdlp.com

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 
             

Camila Flynn

Nació prematuramente el 11 de abril de 1981. Estudia Letras y no toca el piano. En noviembre del 2004 redescubrió las canciones de Charly García. De nacer hombre le hubiese gustado llamarse Ariel.

Publicaciones en el interpretador:

Número 10: enero 2005 - Anima Women

Número 12: marzo 2005 - Instrumento

Número 13: abril 2005 - Ojos Nin

Número 15: junio 2005 - Continente negro

Número 18: septiembre 2005 - Belleza capital

Número 21: diciembre 2005 - Ouroboros

Número 24: marzo 2006 - El arte de amar en la Edad Media

 
   
   
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Foto de Clarice Lispector.