el interpretador narrativa

 

Ouroboros

Camila Flynn

 

 

 

 

"Un móvil es una cosa muy modesta."

Alexander Calder

 

Ayer soñé con un mundo en miniatura: la parte finita de mi mente descubrió en el horizonte algunos detalles aislados y enseguida quiso aproximárseles. Hoy mi cuerpo ya no me pertenece. Quedó colgado de mi propio cosmos surrealista. Parece un orangután: vive pendiente de nada. OH! Lo contemplo en silencio. Me cuesta comprender su sitio porque es un punto, y yo nunca comprendí los puntos. Me acerco: lo soplo apenas y todas sus piezas comienzan a moverse con delicadeza. Como si un hilo invisible las sostuviera y el aire no fuera aire. Ese cuerpo es leve. No pesa. Allá: no pesa y por debajo de sus piernas: unas rayas inconscientes atraviesan como peces la constelación de fragmentos. Y los brazos tiemblan. Y las rayas pasan. Luces. Rayas. Gestos. Y el cuerpo gira como un talismán de viento, como una piedra que puedo contemplar de noche y decir: mi luna roja, sos tan sagrada. Arriba: labios de cara partida. Cara rota. La entrada al rostro irreversible de una cara que se aparta se. Abre. Frente a mi frente adormecida que sospecha otras presencias. Veo: una lengua sin ojos adelantándose como un dragón hasta mis pensamientos y Uf! los dientes blancos se asoman como piezas bellas. Pero el hambre de la bestia es caluroso y parece que esta ahí para moldear. Y moldea. Y moldea y esos dientes son redondos y no muerden y no gastan y esa lengua. Ocupa. Por fuera: dos manos metálicas bailotean como pájaros. Manivelas. Hombros que dictan una percusión intensa en la zona izquierda. Tantos huesos. Siento vértigo en el tórax. Floto. Unido al ritmo de una cosa que se mueve, que flota por las noches y nunca se desata, el cuerpo no ambiciona aprisionar ni un pez. Gravita unido a todas mis extremidades. Me despierto hecha una bola. Y como una escultura de metal oscuro frente a un plano luminoso, recorto algunas cosas. Veo. Ventanas anticuadas: techos oblicuos: patios traseros. Rectas que se doblan cuando sueño con mis órbitas. Curvas. Otras piezas frágiles y curvas, indispensables para transitar. La función de los puentes. Las rodillas. Pura materialidad reunida. El museo artefactado que contemplo ahora, que aparece y se articula como por arte de magia. Muslos: pantorrillas: pies. Rayas. Soñé con las placas de una galería transparente y ahora mis pulmones son como dos cuadros húmedos, rotativos, medios naipes. Puedo verlos ahí. Puedo mirarlos y mirarlos hasta sentir la temperatura concreta de todo ese aire traspasándolos. Que los afina. Y los convierte en órganos de viento. Flechas. Mi cuerpo se balanceaba como un mono y yo vislumbraba sus posturas desde afuera. Contagiándome: impulsándome al espacio de los objetos móviles: buscando componer alguna pose. Mientras tanto, dos trenes diminutos circulaban por mis venas con la potencia rectilínea de una anguila. Su velocidad crucero era de ciento veinte bombeos por latido. Ji. Los paisajes que se arman. Al margen de las rutas, algunas plantas acuáticas crecían boca abajo y me miraban. Las vueltas del cerebro, me miraban. Los firuletes. Y eran como líquenes reventando lo plano por fuera del paisaje y prolongando lazos, aquellas hojas. Chorreaduras de hojas. De pimpollos frívolos de. Sogas. Una guerrilla a la vuelta del torso y luego la vida mas allá de la carne: mas acá de la idea. Uñas facetadas, mamposterías cartilaginosas, latas femoidales, pulmones de hidrógeno, estanques de oxigeno, microorganismos y paramecios fantasmales, barcos ligamentosos, casitas en mi pecho. Un patio antiguo. Me zambullí en una visión microscópica que me llevó a la pregunta por el dónde: entro. Y entonces mi cuerpo se inclinó para el lado de las baldosas y ahí pude ver la técnica de dos planos puntillistas multiplicándose por tres. Me mareé un poco, me estorbé un poco. Entonces miré hacia arriba y noté que un tráfico de insectos comenzaba a dilatarme la visión. Ida y vuelta: ida y vuelta: ida y vuelta. Se me iba ampliando el panorama. Al mismo tiempo, comprobé que yo podía restregar mis pensamientos sobre las superficies mullidas y lechosas de ciertas flores mofletudas que andaban proliferando por ahí con total impunidad. Un jazmín intensamente colmado de formas con olor a siglo, algunas fresias negras, pimpollos violáceamente representados, margaritas de centros acantilados. Cogollos. Y de pronto el tórax apisonado por cien baldosas movedizas me envolvió el paseo. Quedé paralizada, cargada con la energía autónoma de un estado de conciencia bastante real. Un estado de conciencia junto a mí, como una sombra. Absurdo. Ligero y absurdo como la ronda de mi cuerpo en torno a un brillo inmaterial que nunca habría de reproducir. Cobre. Un corazón de cobre. Un corazón de cobre queriendo abigarrarme. La boca: la panza: las manos. Un pedazo acorazado que me giraba y me rotaba y me tensaba hasta casi dejarme tuerca. La gota de rocío clásica y horadante y reiterativa que gota o gota o gota y atrás: la nave atrópoda proseguía su camino ida y vuelta. La nave artrópoda repleta de quilombos. Divagando. Gerundiando a lo loco. Oblicuándose cada vez más. Mientras, yo continuaba brillando por ahí como un caracol perdido. Me topé con gajos de pasto comestible, cabalgué tornillos en los intersticios azulejados de un baño verde loro, paseé entre los zócalos literalmente viniéndoseme encima. Como aquellas obras hechas sólo por amor, me copié del arte basurita. Arte del tacho. Oficio inalámbrico sobre el que mucho pensé. Y divisé. Y teoricé. Y la resaca vino sola. Llegó con el amanecer. Residuos de ideas embolsadas para hacer collages inservibles, para cortar y pegar hasta sentirme, hasta moverme, hasta encastrarme de algún modo en algún mundo. Maldita fantasía. Perdí mi cuerpo. Ji. Renegando del detalle por querer moldear una manzana a puro pulmón, destruí cualquier centro. De dónde vino, por ejemplo, la palabra "manzana". De dónde la saqué. Naturalmente, me digo, y quiero decir naturalmente, surgió de la bosta de un gólem a medio concebir. Tres dibujos en plena formación, tres rasgos en vías del ocaso, el mapa de un encierro y mi cuerpo de pronto desertándome. Flotando. Y el gólem proteico, pertrechado de palabras, babeándose y trepándose a los marcos, comiéndose las bisagras, chupando mamposterías, completamente idiota, el golem sintético atravesando la imagen, superponiéndose como un animalito, vagando en el aire estrellado de su propia noche: pintaba murales en mi panza. La continuación de un sueño en la conciencia. O de un telégrafo, por ejemplo. O de un caballito a pedales. O de una maquina de soldar vuelta y vuelta. Casi como imágenes. Pero no tan dañinas, no tan mentirosas. Mas bien reconstructoras. Diseñadoras tímidas. Herramientas avergonzadas por tanto aracnicismo. Lo agresivo, lo repelente del concepto. Pero por qué. Por qué atentar contra las cuestiones generales de este modo tan violento. Esculturas musicales, nodos imperceptibles, objetos condenados a ser bellos. Esculturas. Un taller repleto de esculturas. De metal, de hierro forjado, de cemento y telgopor sedosos. Telares. Sopletes. Plantas. Ramas verdes naciendo de macetas rosas: cuadradas: efusivas. Macetas que una mano humana supo pintar muy bien. Deliciosamente torneadas, las macetas. Y un pez rojo acribillado, colgante, ajusticiado. Pez de pasto. Como una especie novedosa flotando entre arbustos de cedrón, de mudez, de apertura al fondo de la tierra. Un paisaje de agua clara en el país de las tridimensiones y los desalojos. Y ese rostro. Y esa boca. Y esa inteligencia sin cerebro, improvisando licuados de plancton para combatir mejor la anemia. Un amor de ovario celeste, sin estela: fulminante. Mis piernas están flotando. Mis piernas flotan. Y entonces me encuentro con una firma estrambótica al pie de la obra-pez. Una figura a los pies del estaqueado, una bolsa perfumada, puesta en la base de un ceibo en flor como un regalo misterioso. Vuelvo a pensar. Los buenos vecinos. La conciencia colectiva. De dónde saqué la palabra tolerancia. El signo paz. Las compromisos. Recuerdo haber oído algo a cerca de los códigos de convivencia, ciertas tablas generales que habrían de merecer un mínimo respeto. Pero, irremediablemente fusionada con las piezas del taller omnívoro, olvido fácil. Percibo a los plátanos salvajes comiéndose los cestos públicos, los carteles indicadores, las chapas abandonadas, los postes azules dirigidos al cielo. Troncos, líneas, discos. Palos verticales corregidos por el deseo, morfándose las flechas, regurgitando direcciones, dragando por las calles. Tengo un nudo en la razón. Algo falla. Bailo. Prosigo la mirada. Me desmantelo con un buril de acero y mi cuerpo empieza a contonearse. Ya casi no me queda algo del orden de lo compacto, algo del orden de lo rígido. En el patio ventricular de mi universo: contemplo una casa como un río. Ji. Un sistema interceptado por compuertas. Represas colectoras. Mi cerebro flotante y dividido. Familias ensartadas en la tanza de la historia. Madres: Hijos: Nietos. Vestigios de las bestias oriundas de los lagos, rotando alrededor de mi cuello, prendiendo fuegos, deslizándose, jugando juegos clandestinos bajo mis trapecios-delta. Familias. Reconozco el movimiento de este sueño. Floto. Las casas, los pasillos, las habitaciones. Polvo de la tierra de la plaza del pulmón. Huellas quedándose en el cuerpo del cuerpo que voló a otro espacio. Huellas en las venas de madera. Rayas. Pasan rayas que no quiero ver y sin embargo pasan. Hay otros animales en el aire. Hay otros organismos negros. Un cosmos replicante: escaleras concéntricas: el bicho robótico. Hay otros animales en el aire. No los veo. Las delicadezas blancas siguen atravesando la imagen. Reconozco la energía de este sueño. Los frutos se desmultiplican, las semillas implosionan, las palmas de mis manos de pronto se despliegan y se abren y sus dedos ups!: pierdo mis manos. De pronto en vez de manos agito un par de abanicos antediluvianos y digo: Hola! Hola! Hola! a mi mente incrédula y adulta. De pronto soy como un perchero loco. Me engancho. Me cuelgan prendas. Floto. Pienso en los circuitos sin razón, en la casa dada vuelta de las mentes circulares, las mentes de los cuerpos que no sueñan, que no duermen no proyectan. Oh! Mi espalda centellea unas protuberancias llamativas. Rayas. Pasan rayas amarillas y sus vértebras se desacomodan. Tric. Amenazan con caer. Trac. Y vuelven a su sitio. Truc. Vuelven a su sitio. Las rayas inconscientes siguen con su curso ajeno a mí. Pero los huesos de mi cuerpo son como palos de lluvia y el equilibrio es algo frágil y es algo: familiar. Lo que restaba de ácido en mis tubos se evaporó una noche y todos mis sonidos se desbarataron. Ahora mi cabeza esta allá: en la cima de un montículo que pende sobre puntos secos. De lo mucho que era blando y circulaba, mi voz acumuló muy poco. La transparencia indispensable. Algunas sensaciones, algunas intuiciones de caverna. Y allá mi cuerpo flota. Y no es un cubo. Despego. Se arma y se desarma con el viento de los pensamientos nuevos. Extranjeros pensamientos que yo ya no. Quiero ya no. Quiero. Que sean míos. Mi cuerpo. De donde se colgó mi cuerpo. Pregunto. E Intento viajar hasta encontrarlo. Zapateo. Recuerdo que mis piernas aguantaban el peso de unas caderas preciosas. Las estoy viendo. Caigo. Mis ideas eran planetas falsos: mis ideas eran planetas falsos. Que se suspendan como cuerpos musicales para que otras jaulas visionarias las extrañen con la demencia del lenguaje. Acá: soñé con un mundo en miniatura. Mi mente descubrió algunos detalles aislados y enseguida quiso aproximárseles. Hoy mi cuerpo ya no me pertenece. Quedó colgado de mi propio cosmos surrealista. Parece un orangután: vive pendiente de nada.

 

 

Camila Flynn

 

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Camila Flynn

Nació prematuramente el 11 de abril de 1981. Estudia Letras y no toca el piano. En noviembre del 2004 redescubrió las canciones de Charly García. De nacer hombre le hubiese gustado llamarse Ariel.

Publicaciones en el interpretador:

Número 10: enero 2005 - Anima Women

Número 12: marzo 2005 - Instrumento

Número 13: abril 2005 - Ojos Nin

Número 15: junio 2005 - Continente negro

Número 18: septiembre 2005 - Belleza capital

   
   
   
   
   
 
 
 
Dirección y diseño: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: Inés de Mendonça, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Leotta, Juan Pablo Liefeld
sección artes visuales: Juliana Fraile, Mariana Rodríguez
Control de calidad: Sebastián Hernaiz
 
 
 
 

Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Tamara Muller, Silent Girls II (detalle).