el interpretador narrativa

La abuela

In�s de Mendon�a

A Juan Mateo con amor y esperanza

La abuela no tiene siete vidas como los gatos ? dijo mam� en un tono violento como si nosotros fu�semos culpables de lo que estaba pasando.

?No tiene siete vidas y tampoco tiene por qu� estar bancando que ustedes est�n ah�, cotorreando como pavos todo el d�a.

El gesto era claro, o nos �bamos a la puerta a contar nuestras an�cdotas o ella llamaba al enfermero. Un hombre que hab�amos aprendido a despreciar y que hac�a las guardias nocturnas en el sector PAMI del Hospital Israelita. Nestor: un guardi�n sigiloso.

Casi joven, dominaba a m�dicos y enfermos a base de silencio. Atento e imprevisto, siempre andaba cerca. Ten�a un ojo d�scolo, que se cerraba m�s all� de su voluntad, a intervalos intermitentes, y una nariz ganchuda y finita, torcida tambi�n, para el mismo lado del ojo.

Nos hab�a marcado m�s temprano, con su mirada fuerte, y en dos palabras sentenciosas hab�a plantado la amenaza de no dejarnos entrar m�s aquella noche.

La abuela estaba en un gran pabell�n de techos altos, muy altos, con ventanas a unos tres metros del piso, rectangulares y seguramente rotas, por las que entraba de d�a la luz y el fr�o de noche. El lugar parec�a haber sido un hall o un gran pasillo en el que, por necesidad o por convenio, hab�an tenido que poner unas camas para alojar a los viejos.

Treinta camas, y en vez de paredes, unos biombos entre cada una. Tr�pticos de armaz�n met�lico pintado de gris, con una tela vin�lica en cada panel. Tela de color caqui, o blanca, usada, desgarrada en alguna esquina. B�sicamente sucios.

Aislaban la vista y dejaban o�r u oler todo cuanto pasase en las camas vecinas.

Los internados no podr�an o�rnos, aun sin paredes. Unos estaban con alzheimer u otra enfermedad mental producto de los a�os y otros inconscientes, durmiendo tranquilos por las drogas. Visto de lejos, desde la entrada, y cerrando un poco los ojos para encuadrar la escena, todo el ambiente colgaba de un techo intermedio e invisible. Los parantes, que sosten�an el suero y el medicamento intravenoso, eran m�s altos que el l�mite superior de los biombos -que tendr�an, digamos, un metro sesenta- con lo cual, as� a lo lejos, cada uno de los falsos cub�culos pend�a de esos garfios con cat�teres colgando y ocultaba algo, que bien podr�a haber sido una m�quina o un tanque del que no lleg�bamos a ver m�s que sombras.

Quiero decir que, desde la puerta, desde el pasillo real, el de baldosas rojas que ven�a de la escalera, si mirabas a la izquierda hacia los viejos pero sin acercarte demasiado, la sala ten�a injertos platinados, deca�dos, algo arruinados, pero tecnol�gicos al fin.

Claro que si caminabas dos o tres pasos m�s se arruinaba la visi�n, porque aparec�an las dos primeras camas de la saga, los dos viejitos que hac�an punta, a modo de moj�n y que anticipaban que detr�s hab�a m�s y m�s ancianos, y que los tubos transparentes se insertaban en las manos o en el abdomen o en los brazos arrugados de unos cuerpos aun con vida.

Por la noche estaba permitida la presencia de un familiar por cama, que pod�a quedarse en una silla entre el suero y la tela, sin moverse demasiado.

Nosotros �ramos cinco, y el horario de visita ya se hab�a terminado. En un sentido estricto no hab�a motivo para que nos dejasen estar ah�, pero lo cierto era que de esos treinta viejos habr�a unos tres o cuatro acompa�ados, y el resto pasaba solo toda la noche, e incluso varios d�as. Por eso, porque ocup�bamos el turno como familiares de otros, era que N�stor nos dejaba quedarnos en el piso.

Tal vez �l se divert�a con nuestro murmullo y por eso nos dejaba quedarnos cuchicheando. Acostumbrado a repetir las cosas muchas veces para los enfermos y a lidiar con chatas, papagayos, venas cerradas y gemidos constantes, nuestra charla era un ruido novedoso que �l no se molestaba en apagar.

Esa noche est�bamos todos los primos y mi mam�. La abuela, con el t�mpano perforado a causa de una angina mal curada a los catorce a�os, estaba lejos de poder o�r nada, aunque habl�semos sin cuidado y en un tono bastante alto. Eso suponiendo que pudiese registrar lo que pasaba a su alrededor: hab�a tenido un derrame cerebral, con un pico de arritmia de doscientas pulsaciones en un coraz�n enfermo que los m�dicos no sab�an c�mo se las hab�a arreglado para aguantar.

As� que ah� est�bamos, contando del partido de la semana pasada, de los pibes de la vuelta del cementerio, porque mis primos eran de Chacarita y jugaban todas las semanas desde los siete a�os un partido con esos chicos del Parque Los Andes. Mi hermana y yo, nada, no entend�amos nada de f�tbol, pero qu� se yo, no los ve�amos mucho a los primos y lo que contaban ven�a condimentado con la cita a chicos m�s grandes, que hab�amos visto alguna vez y que estaban buenos, m�s o menos, algo como para ir a ver un partido y esbozar una mirada, comentar los comentarios de ellos sobre nosotras y tener tema de conversaci�n. Contaban de un perro, que se hab�a metido en medio de la "cancha" y que hab�a mordido la pelota, porque la pelota estaba pinchada y un poco desinflada, y c�mo el perro se hab�a mandado a correr, a toda velocidad, para el lado de Dorrego cuando abr�a la luz verde del sem�foro y c�mo Gast�n, el rubio de la verduler�a, se hab�a tenido que transpirar la vida para rescatar esa pelota, que no era otra que la original, la primera n�mero cinco con la que hab�an jugado.

Nos est�bamos riendo porque a Gasti s� lo conoc�amos, y era chueco adem�s de lindo, y mi primo Juanma lo contaba con gracia, con mucho detalle y nos imagin�bamos la escena del pibe �ste trotando atr�s del perro, el perro cruzando Dorrego y Corrientes un martes en hora pico, los autos parados con las luces ya encendidas y apuntando asesinas a la pelota, al perrito y a Gast�n, mientras los dos equipos, los quince o veinte que eran, gritaban al borde de la vereda que apurate porque ten�an un rato antes de terminar el partido. Y esos partidos eran cosa seria, se hab�an pegado muchas veces por ganar o por perder injustamente, hab�a habido veces con navajas, con polic�a, con pibes que no hab�an vuelto a jugar porque no quer�an romperle la cara a otro. Al menos eso era lo que ellos nos contaban y yo nunca lo dude, porque no ten�a ning�n modo de comprobar que algo de eso fuese o dejase de ser cierto. Y porque prefer�a creerles, sobre todo con la abuela ah� a un costado.

Pero, a pesar de la tolerancia de otros d�as, el gesto de mam� hab�a sido claro. Ten�amos que bajar, o a lo sumo quedarnos en el pasillo, afuera de la sala.

Ella estaba de espaldas, sentada de un modo recto, seria y en silencio, con una mano apoyada en el colch�n, sin llegar a tocar a la abuela, solo rozando la s�bana, haciendo contacto a la distancia con esa mujer conectada a un palo que yac�a enfrente, con las mejillas hundidas, con un tubo en la boca y otro en cada mano.

Emprendimos la retirada. Nos fuimos al otro lado de la puerta. Juanma, el m�s grande, encendi� un cigarrillo. Nos quedamos sin hablar. De pronto se hab�a terminado la plaza, la corrida, la risa. Mi hermana se dorm�a, bostezando, con los ojos brillosos, y lagrimeaba. Habremos estado unos diez minutos as� callados, hasta que adentro escuchamos un grito y era mam�, y N�stor ven�a r�pido, como Gast�n atr�s de la pelota, corriendo escaleras arriba. Empuj� las puertas y la vimos llorando. Corrimos atr�s de �l. La abuela se estaba agitando mucho, moviendo el pecho para arriba, no pod�amos creer que tuviese esa fuerza para levantar su propio peso, porque no era temblor, era casi un terremoto. Gem�a pero ten�a los ojos cerrados.

No s� c�mo apareci� un m�dico, nos dijo que nos fu�ramos, casi nos empujaba, la abuela segu�a movi�ndose, mam� lloraba. Solo llegu� a ver, entre el brazo y el cuerpo del enfermero que me sacaba, c�mo le cortaban el camis�n a mi abuela, y ped�an cosas, y vi su torso desnudo y arqueado hacia arriba, sus tetas gigantes y blancas y ya nada m�s porque N�stor me tapaba.

La vez siguiente que la vimos estaba en terapia intensiva, sola en una habitaci�n sin biombos, respirando gracias a una m�quina y a todos esos monitores con signos verdes que se mueven y titilan. Ah� s� que no dejaban contar an�cdotas. Entr� cada uno a su turno. Yo la mir� y rec�, deseando �ntimamente que se muriese en ese instante, delante m�o, para sentir una uni�n c�smica con ella..

Pero no se muri�. Ni conmigo ni con los otros.

A mis primos no los veo mucho, pero cada tanto ella se enferma y entonces capaz me cuentan alguna cosa del barrio del que ahora soy vecina, o del trabajo, porque a esta altura juegan s�lo de cuando en cuando. Estamos grandes y el tiempo nunca alcanza para pasar por el parque.

Idm - Febrero 2006

In�s de Mendon�a

el interpretador acerca del autor

In�s de Mendon�a

Naci� en Buenos Aires en 1978. Estudia Letras en la UBA.
(Hace mucho!) Intenta con la poes�a y la narrativa mientras flota en los
pasillos de diversas oficinas, robando horas de computadora y tinta
gratuitas.

Fueron publicados algunos de sus poemas en ARDE FILO, revista de
estudiantes de la Facultad de Filosof�a y Letras en 1998, y "Miro una serie de patos" en la antolog�a de poes�as ganadoras del concurso "Poes�a en el Subte" editado por La Naci�n.

Publicaciones en el interpretador:

N�mero 5: agosto 2004 - Tres poemas

N�mero 7: octubre 2004 - Poemas

N�mero 7: octubre 2004 - Vientres abiertos y las entra�as colgando Excusas para hablar de la lectura en ?La Caverna de las ideas? de Jos� Carlos Somoza. (ensayo)

N�mero 11: febrero 2005 - Peso (poes�a)

N�mero 12: marzo 2005 - Primera vez (poes�a)

N�mero 14: mayo 2005 - Mi gusto argentino (imagen)

N�mero 14: mayo 2005 - Totalidad Tonalidad (poes�a)

N�mero 15: junio 2005 - Retumbe en modulado (narrativa)

N�mero 18: septiembre 2005 - Sebi, el ni�o esclavo (narrativa)

N�mero 19: octubre 2005 - Bolicheando (poes�a)

N�mero 21: diciembre 2005 - Escuelas (poes�a)

N�mero 25: abril 2006 - A veces el cinismo me da ganas de vomitar (anotaciones en un mes con cifra exacta) (aguafuertes)


Direcci�n y dise�o: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: In�s de Mendon�a, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Marcos Leotta, Juan Pablo Liefeld
secci�n artes visuales: Juliana Fraile, Mariana Rodr�guez
Control de calidad: Sebasti�n Hernaiz

Im�genes de ilustraci�n:

Margen inferior: Wassily Kandinsky, Composition 8 (detalle).