el interpretador narrativa

 

Miss Tacuarembó (Capítulo setenta y siete)

Interzona Editora
Latinoamericana
2004

Dani Umpi

 

 

 

 

Apenas ha caído el sol.

Me he quedado sin perfumes, están todos en la mutualista y me siento como una traficante enjuiciada, con todas sus pertenencias en estudio. Al principio encontré tonto eso de estudiar mis perfumes, pero debo admitir que es bastante lógico; yo misma me he dado cuenta de que pueden llegar a cambiarme la vida, pero mi madre no está preparada para esas cosas. Es todo muy sencillo. Las neuronas del olfato se reemplazan continuamente, por eso me es tan fácil tener sobredosis de perfumes, pues todos los perfumes que me entran en la nariz rápidamente colman toda mi capacidad olfativa. Si una neurona cualquiera del cerebro se muere o daña, no se puede recuperar. Las células nerviosas del olfato sí se restablecen y reemplazan; son más viciosas y propensas a adicciones de ese tipo. Mi madre no tiene un buen manejo de las células del olfato, es incapaz de diferenciar la exquisita mezcla de frutas, vainilla, sudor animal y ámbar Van Cleef de cualquier muestra de Nivea que caiga en sus manos. Creo que la expuse a un mundo demasiado agresivo para su metabolismo pueblerino.

Mi madre mira tele.

Temo que aparezca Cristo y le diga a todo el mundo que he estado envenenando a mi madre con fragancias. Carlos y Enrique ya se están preparando para ir a una rave que comienza a medianoche. Mi madre sube el volumen con el control remoto mientras ellos hablan. Son dos papagayos en celo enjaulados. Suena la lambada del timbre. Atiendo. Son cuatro mariquitas amigos de Enrique, con aspecto de clones mal formados de Marilyn Manson, maquillados con ojeras brillantes, y barba depilada. Sacan el televisor de mi dormitorio y se encierran en el de Carlos a ver Resistiré. Mi madre permanece ajena a todo ese revuelo, mirando el techo, como si el olor a porro que se escapa por la rendija de la puerta de Carlos fuera un inofensivo humo de cigarros mentolados.

No sé qué hacer. Ya comienza la noche del sábado. Todos tienen planes, menos yo. Me siento mal, como casi todos los fines de semana. Me siento como esas chicas que se compraron ropa muy moderna a comienzos de los noventa y ahora no tienen más remedio que seguir usándola, en pleno retro. Me gustaría estar en una de esas películas que tratan sobre dos hermanas gemelas que se separan al nacer y se encuentran cuando ya son grandes. Quisiera llamar a alguien por teléfono, pero no sé a quién. Me siento sola, sin amigos, sin familia, sin perfumes. Me gustaría ir al cine, pero ni siquiera sé qué películas están dando, y son todas terceras partes de las que ni siquiera vi la historia inicial. Me encierro en el baño, tiro la cadena de la cisterna y salgo. Entro a la cocina y abro la heladera. No saco nada, sólo la miro y la cierro. Me siento en un sillón y veo la pecera vacía. Me paro. Me rasco. Como estoy nerviosa me tomo una pastilla blanca de mi madre. Vuelvo al dormitorio y miro a través de la ventana. Entra Carlos a pedirme un delineador.

–¿Qué te pasa, linda?

–Nada, nada...

–¿Por qué no te venís con nosotros? Hace mucho que no salís.

–No sé... no tengo ganas de salir, siempre hay demasiada gente... Aparte, iré a ese lugar y ni siquiera sé cómo bailar; no sé qué ropa me pondría... no creo que yo haga juego con tus amigos, están como muy producidos y yo...

–Dale, venite, linda.

Voy.

Nos metemos todos en un taxi. Unos se sientan encima de los otros y todos ríen, incluso el taxista, como en una película mexicana muy moderna, filmada como un videoclip por un grupo de estudiantes de cine que se harán famosísimos gracias a la crítica especializada que elogia cómo potenciaron sus precarios equipos de filmación. De fondo, Christina Aguilera canta “Ven conmigo, baby” en español, como si tuviera una papa en la boca y no pudiera escupirla. Nos bajamos tres cuadras antes porque llegar en taxi es un quemo. La calle parece la pasarela de un desfile de fin de año de una academia para diseñadores jóvenes de vanguardia que hacen vestidos con bolsas de leche, por la que todos caminan como gatos siameses. Tal vez alguien les paga mucho dinero por hacerlo. Nos detenemos en una cancha de paddle en penumbras y entramos cual mercenarios perseguidos por móviles policiales. Nos recibe un chico con un look cyber-rasta indescriptible y se pone a hablar con Enrique; nos hace señas y nos alejamos un poco, procurando no molestar a las parejas besuqueándose en el suelo. Está todo muy oscuro y la cancha de paddle ahora parece ser una de frontón. Hay mucha gente, pero no podría especificar cuánta. Nos ponemos en un rincón a esperar a Enrique, que llega caminando como un cowboy heterosexual al que le acaban de ofrecer un puesto de subdirector de algo, con la cara sonriente. Se arrodilla y prepara unas líneas de merca con la tarjeta del videoclub. Nunca antes había visto a Carlos drogándose. Toma las líneas con total naturalidad, e incluso me invita.

–No, Carlos. Sabés bien que yo ni ahí... apenas me he acostumbrado al alcohol.

–Dale... una sólo para probar, linda.

Pruebo.

La primera impresión es nula, totalmente decepcionante. Camino una cuadra pensando que se arma demasiado alboroto para tan poco. En la siguiente comienzo a sentir más fuerte la música y a pensar que tal vez no fue una buena idea ir a aquel sitio. Cuando falta sólo una cuadra para llegar, me doy cuenta de que la rave es dentro de un frigorífico abandonado en una zona marginal y que jamás pasará un taxi por allí si se me antoja irme.

Llegamos. Entramos.

Por un momento me siento en Europa, pero vuelvo a poner los pies en la tierra cuando descubro que no hay ropería y que deberé pasar toda la noche con esta chaqueta de cuero encima. Tengo calor y comienzo a sudar sólo con imaginarme bailando entre esa gente sudando. La ventilación es mala. La música es muy buena y muy moderna; siento como los golpes entran por mis orejas y se materializan como si se volvieran cubos de azúcar; cada vez entran más y más y mi cabeza se va llenando de azúcar. La sensación es increíble. Pregunto dónde están los baños, pero nadie sabe, así que decido encontrarlos por mi cuenta. Me separo del grupo y comienzo a vagar por entre la gente como una hermosa modelo anoréxica que debe actuar en un patético clip de Enrique Iglesias para poder comer. Casi todo el mundo está en mi misma situación y se mueve de un lado al otro como hormigas que se han perdido del hormiguero, como patos emigrantes que acaban de aterrizar. Luego de tres vueltas por el lugar compruebo que los baños no existen y que todos toman tragos de colores, que no comprendo de dónde salen. Ahora, mientras camino entre empujones, siento el efecto inverso de los cubos de azúcar en mi cabeza; han cambiado la música y el azúcar vuelve a materializarse en cubos que salen por mis oídos. Siento que me desagoto, que me vacío en cada golpe, como si mis orejas fueran una cisterna. Tropiezo con una barra y pido algo de beber. El barman me ofrece alrededor de veinte tragos desconocidos con nombres idiotas como “Soldadito de plomo”, “Dulce espera” o “Drink del sol”. Le pido que me prepare cualquiera que no tenga menta ni sea azul, que para eso traje chicles. El chico sonríe. Es lindo. Intento seguir la conversación, pero me da el trago y se pone a atender a otra persona. Como me duele un poco la cabeza, me tomo otra de las pastillas de mi madre que me traje en el bolsillo. Continúo mi trayecto hacia ningún sitio y nuevamente mi cabeza vuelve a llenarse de azúcar. Camino como si fuera más alta y más delgada. Ahora el Dj pone unos sonidos graves que me dan patadas en el estómago, no aguanto y me siento en un cubo que no comprendo si cumple función de mesa o de sillón. Tomo dos tragos de algo que parece ser simplemente agua y retumban en mi cabeza como pedazos de vidrios saltando del parabrisas de un auto accidentado. Ahora lo veo todo mucho más nítido, como si toda mi vida hubiera observado las cosas en dos dimensiones, o en una tele de muy mala calidad. Me paro y vuelvo a sentarme. Me paro nuevamente. Un par de chicas me aprisionan entre sus cuerpos y comienzan a moverse sensualmente. Creen que están en un clip de George Michael. Bailo con ellas un rato y comparto mi trago como si las conociera de toda la vida y tuviera muchos temas para conversar. Siento sus tetas frías por todo mi cuerpo mientras la música se vuelve más estridente, taladrando placenteramente mis oídos llenos de azúcar. Me invitan a ir a un lugar apartado. Las acompaño a una pieza bastante húmeda, como un sauna deprimente, llena de gente atontada por el vapor de sus propios cuerpos y el olor a marihuana. Doy un par de pitadas a porros desconocidos y continúo el camino que me indican. Una de ellas prepara tres líneas de merca sobre un espejo de mano y tomo la que me corresponde. Las veo besarse unos segundos, un tanto confundida porque nunca había visto a dos lesbianas besándose. Una deja de mirar a la otra a los ojos y me observa de reojo. Yo veo como su lengua sale y entra de la boca de su compañera y descubro que lleva un piercing. Me sonríen. Esta vez sí tengo un efecto rápido y mi cuerpo comienza saltar al ritmo del nuevo golpe introducido a mi panorama musical. Necesito imperiosamente ir a la pista central a bailar, pero demoro unos minutos que parecen siglos, intentando salir de aquella montonera adormecida. Cuando llego a la pista comienzo a saltar como Fabiana Cantilo en ese video en el que baila en la playa atrás de una sombrilla y el vestido se le cambia de color. Mi ropa también cambia de color cada dos segundos. Se vuelve azul, roja, verde, le nacen lunares blancos que se mueven. No, en realidad son las luces. Mientras salto escucho el azúcar salirse de mis oídos. Algunos me acompañan en la euforia y me invitan con tragos azules con gusto a menta. Los tomo como si fueran agua. Un chico me sonríe, pero supongo que está en su despedida de soltero o algo parecido, y yo soy la apuesta, así que lo dejo de lado. Continúo saltando, pero algo me incomoda; bajo mis ojos y me doy cuenta de que he perdido una sandalia. Intento buscarla por la pista, pero es imposible con toda esa gente alborotada. De repente la veo entre las piernas de unas chicas que se creen Björk en el primer disco y bailan como muñecas idiotas, haciendo muecas infantiles y acariciándose los moñitos ridículos de sus cabezas, aparentemente cansadas de acarrear la mochila transparente vacía que tienen en sus espaldas. Me tiro en la pista. Es una cama, una piscina, un sillón de esos que hay en las peluquerías caras y están llenos de revistas gays que se distribuían gratuitamente en las calles de Chueca hace tres años. La pista es muy cómoda, de hecho, la encuentro blanda. Algunos me pisan, pero sus pies no me duelen, con excepción de algunas patadas adrede y una plataforma que hunde violentamente mi cabeza en el cemento mal barrido, ensuciando mi pelo recién lavado y fracturándome la nariz. Estoy a pocos centímetros de mi sandalia, pero una fuerza extraña la aleja a varias patadas de distancia. Continúo arrastrándome por la pista hasta que siento algo en mi pie descalzo; giro la cabeza y veo cómo mis dedos se desangran torpemente, intentando escapar del interior de una botella rota de cerveza. Me despreocupo de eso mientras mi cabeza se llena nuevamente de cubos de azúcar y mi mano derecha logra alcanzar la sandalia. En el momento en que grito “¡la tengo!”, dos personas me levantan del suelo. Sus caras me lo dicen todo; mi aspecto debe ser muy similar al de PJ Harvey en algún clip.

–Natalia... ¿estás bien? –preguntan en stereo las dos gemelas idiotas ensartadas en idénticos vestidos de vinilo.

–¡Claro que estoy bien! –contesto, intentando sacarme los vidrios del pie.

–Vamos a llamar una ambulancia –dicen en stereo.

–Sí, vamos a llamar una ambulancia –dice Enrique (el del local de enfrente), que sale de no sé dónde y me mira con cara de soldado en el momento en que se desata la tercera guerra mundial. También aparecen Carlos, Enrique y sus amigos de plástico con el delineador corrido. Todos aparecen de la nada. Salimos afuera. Llega una ambulancia y me meten en una camilla. Soy una gladiadora moribunda rescatada de la arena de un circo romano. Todos están a mi lado como si me hubiera muerto. Todos me ven agonizar. Todos. Cierran la puerta bruscamente y mis ojos se llenan de oscuridad. Apenas ha caído el sol.

 
        

 


©Dani Umpi

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 
                 

Dani Umpi

Nació en Tacuarembó, Uruguay, en 1974, y reside en Montevideo desde 1993.

Es artista visual, cantante, fotógrafo de sociales y licenciado en Publicidad y Comunicación Artística-Recreativa en la Universidad de la República (Uruguay).

Su obra poética se ha difundido fundamentalmente a través de acciones como “Pijama Party” y “Dj Midi”, y de ediciones domésticas e independientes en pequeños sobres: Porque nuestro amor es una esmeralda que un ladrón robó (2000), Abrázame y verás que aún en nuestro ser hay fuego que apagar (2001) y Tu arrogancia es una flor (2002). Ediciones Belleza y Felicidad, que distribuye sus plaquetas en la Argentina, ha editado Cuestión de tamaño (2003), y Eloisa Cartonera publicó su primera novela, Aún soltera (2003). Miss Tacuarembó recibió el Primer Premio del Concurso de Narrativa de la revista Posdata (Montevideo, 2000).

 
   
     
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Guy Bourdin, Foto (detalle).