AFLUENTES

 
Compilado por el consejo editor de el interpretador
 
 

 

Afluentes

 

Ofrecemos a continuación una selección de fragmentos, ordenados cronológicamente, en los que el río escrito fluye en la literatura norteamericana. La selección es tan arbitraria como innumerables son las posibilidades de hacer hablar al río, de introducirlo en la escritura. Haber elegido fragmentos responde a la lógica del picoteo; la búsqueda tuvo en cuenta tanto el recuerdo de lecturas como las intervenciones particulares y múltiples que, sin distinción de géneros, el río demuestra tener por/ la fuerza de sus aguas en la literatura. La selección fue realizada por el equipo editor de El interpretador.

 

Henry David Thoreau, Walden. La vida en los bosques, 1854

El tiempo sólo es el río en el que voy a pescar. Bebo en él; pero mientras bebo, veo el lecho arenoso y descubro cuán superficial es. Su fina corriente se desliza a lo lejos, pero la eternidad permanece. Yo bebería más profundamente; pescaría en el cielo, cuyo suelo está tachonado de estrellas. No puedo contar una sola. No sé siquiera la primera letra del alfabeto. Siempre he deplorado no ser tan sabio como lo era el día en que nací. La inteligencia es un hendedor; discierne y se abre su camino, en el secreto de las cosas. No deseo estar con mis manos más ocupadas de lo necesario. Mi cabeza es manos y pies.

Siento concentradas en ella mis mejores facultades. Mi instinto me dice que mi cabeza es un órgano cavador, como los hocicos y garras anteriores de algunos animales, y con ella yo minaría y horadaría mi camino a través de estas colinas. Creo que la vena más rica se halla por algún sitio en estos alrededores; así lo juzgo por mi varita de zahorí y los finos vapores que se elevan, y aquí comenzaré a cavar […]

En nosotros la vida es como el agua de un río. Este año puede haber una crecida como jamás haya conocido el hombre, e inundar las abrasadas tierras altas; puede ser el año memorable en que todas nuestras razas almizcleras perezcan ahogadas. Donde habitamos no siempre fue terreno seco. Veo muy tierra adentro las orillas que antiguamente lavaba la corriente, antes de que la ciencia comenzara a registrar sus crecidas. Todo el mundo ha oído el cuento que ha circulado por Nueva Inglaterra, de un escarabajo fuerte y bello que salió de la seca tabla de una vieja mesa de manzano que había estado en la cocina de una granja durante sesenta años, primero en Connecticut y luego en Massachusetts; procedía de un huevo depositado en el manzano cuando este vivía, muchos años antes, como se comprobó al contar las capas anuales de la madera que rodeaba al huevo. Se lo sintió roer hacia afuera durante varias semanas, incubado probablemente por el calor de un samovar. ¿Quién, oyendo esto, no siente fortalecida su fe en la resurrección y en la inmortalidad? Quizás alguna bella vida alada asome inesperadamente en medio del mueble más trivial, manoseado por unos y otros en la sociedad, para disfrutar, al fin, de su perfecta vida estival; su huevo habría sido enterrado durante siglos bajo muchas capas concéntricas de madera, en la seca y muerta vida de la sociedad, depositado en primer lugar en el alburno del árbol vivo y verde, que se convertiría poco a poco en algo semejante a una tumba bien curada; quizá la asombrada familia del hombre, cuando se sentaba en derredor de la alegre mesa, le haya oído abrirse paso hacia afuera, royendo durante años.

Traducción de Jorge Lobato

 

Ralph Waldo Emerson, “Dos ríos”, 1856

Tu voz veraniega, Musketaquit,
Repite la música de la lluvia;
Pero el pulso de los dulces ríos revolotea
A través tuyo y de la llanura de Concord.

Tu en tus angostos bancos de arte reprimido,
El arroyo que amo fluye desatado,
A través de la inundación, el mar y el firmamento;
A través de la luz y de la vida, prosigue su curso.

Veo la dulce inundación,
Escucho el avance de su caudal,
A través de los años, a través de los hombres y a través de la fuerzas de la Naturaleza
A través del amor y del pensamiento, a través del poder y de los sueños.

Musketaquit, energía que engulle,
Y de esquirlas y piedras produce alegres joyas;
Pierden sus penas aquellos que escuchan su canción,
Y hacia donde sopla reluce un nuevo día.

Tan vigorosa y luminosa avanza mi corriente,
No volverá a tener sed quien en ella abreve,
Nada oscurecerá su brillo inigualable,
Y al tiempo arrastra como a la lluvia.

 

Two Rivers

Thy summer voice, Musketaquit,
Repeats the music of the rain;
But sweeter rivers pulsing flit
Through thee, as thou through Concord Plain.

Thou in thy narrow banks art pent:
The stream I love unbounded goes
Through flood and sea and firmament;
Through light, through life, it forward flows.

I see the inundation sweet,
I hear the spending of the stream
Through years, through men, through Nature fleet,
Through love and thought, through power and dream.

Musketaquit, a gobbling strong,
Of shard and flint makes jewels gay;
They lose their grief who hear this song,
And where he winds is the day of day.

So forth and brighter fares my stream,-
Who drink it shall nit thirst again,
No darkness stains its equal gleam,
And ages drop in it like rain.

 

Walt Whitman, “Cruzando en la barca de Brooklyn”, 1856

No importa la fecha y el lugar, ni la distancia importa
Estoy entre vosotros, hombres y mujeres de una o de muchas generaciones posteriores,
Lo que sentís cuando miráis el río y el cielo, lo he sentido yo,
Y fui uno más de la multitud viviente como lo es cualquiera de vosotros,
También a mí me renovó el júbilo del río y de las aguas relucientes,
También yo me incliné inmóvil sobre la barandilla y fui llevado por la rápida corriente,
También yo miré los incontables mástiles y las anchas chimeneas de los barcos.

Más de una vez también crucé el río en el pasado,
Vi flotar oscilantes con sus alas quietas a las gaviotas del mes duodécimo,
Vi cómo los dorados rayos iluminaban parte de su cuerpo y dejaban el resto en negra sombra,
Vi cómo describían lentos círculos avanzando oblicuamente hacia el sur,
Vi reflejarse el cielo estival en el agua,
Deslumbrados mis ojos por tenues destellos,
Contemplé los finos rayos centrífugos en torno a mi cabeza sobre el agua soleada,
Contemplé la niebla en las colinas del sur y el sudoeste,
Contemplé la bruma deslizándose en vellones de tintes violáceos,
Miré hacia la bahía para ver llegar a puerto las embarcaciones,
Las vi acercarse, vi a bordo a mis íntimos,
Vi las blancas velas de goletas y balandras, vi los barcos anclados,
Los marineros manipulando el cordaje o a horcajadas de las vergas,
Los redondos mástiles, el vaivén de los cascos, los banderines flameando esbeltos,
Los vapores grandes y pequeños en acción, los pilotos en sus cabinas,
La blanca estela dejada a su paso, el rápido y trémulo girar de las ruedas,
Las banderas de todas las naciones arriadas al ponerse al sol,
Las olas festoneadas al anochecer, las vaciadas copas, las crestas centelleantes y juguetonas,
El horizonte cada vez más borroso, los depósitos de las dársenas con sus grises paredes de granito,
Sobre el río el grupo en sombras, el gran remolcador flanqueado por lanchones, la barcaza cargada de heno, la chalana tardía,
En la costa vecina las chimeneas de las fundiciones lanzando fuertes y altas llamas a la noche,
Proyectando su negro temblor contrastante con violentas luces rojas y amarillas sobre los techos de las casas y las grietas de las calles.
Traducción de Leandro Wolfson

 

Crossing Brooklyn Ferry

It avails not, neither time or place—distance avails not;
I am with you, you men and women of a generation, or ever so many generations hence;
I project myself—also I return—I am with you, and know how it is.
 
Just as you feel when you look on the river and sky, so I felt;
Just as any of you is one of a living crowd, I was one of a crowd;
Just as you are refresh’d by the gladness of the river and the bright flow, I was refresh’d;
Just as you stand and lean on the rail, yet hurry with the swift current, I stood, yet was hurried;
Just as you look on the numberless masts of ships, and the thick-stem’d pipes of steamboats, I look’d.
 
I too many and many a time cross’d the river, the sun half an hour high;
I watched the Twelfth-month sea-gulls—I saw them high in the air, floating with motionless wings, oscillating their bodies,
I saw how the glistening yellow lit up parts of their bodies, and left the rest in strong shadow,
I saw the slow-wheeling circles, and the gradual edging toward the south.
 
I too saw the reflection of the summer sky in the water,
Had my eyes dazzled by the shimmering track of beams,
Look’d at the fine centrifugal spokes of light around the shape of my head in the sun-lit water,
Look’d on the haze on the hills southward and southwestward,
Look’d on the vapor as it flew in fleeces tinged with violet,
Look’d toward the lower bay to notice the arriving ships,
Saw their approach, saw aboard those that were near me,
Saw the white sails of schooners and sloops—saw the ships at anchor,
The sailors at work in the rigging, or out astride the spars,
The round masts, the swinging motion of the hulls, the slender serpentine pennants,
The large and small steamers in motion, the pilots in their pilot-houses,
The white wake left by the passage, the quick tremulous whirl of the wheels,
The flags of all nations, the falling of them at sun-set,
The scallop-edged waves in the twilight, the ladled cups, the frolicsome crests and glistening,
The stretch afar growing dimmer and dimmer, the gray walls of the granite store-houses by the docks,
On the river the shadowy group, the big steam-tug closely flank’d on each side by the barges—the hay-boat, the belated lighter,
On the neighboring shore, the fires from the foundry chimneys burning high and glaringly into the night,
Casting their flicker of black, contrasted with wild red and yellow light, over the tops of houses, and down into the clefts of streets.

 

Emily Dickinson, “Mi río”, 1860

Mi río corre hacia ti,
¡Mar azul! ¿Me acogerás?
Mi río aguarda respuesta.
Oh, mar, muéstrate propicio
Te alcanzaré arroyo,
En parajes moteados.
Oye, Mar, ¡tómame!

My river
My river runs to thee.
Blue sea, wilt thou welcome me?
My river awaits reply.
Oh! sea, look graciously.
I’ll fetch thee brooks
from spotted nooks.
Say, sea, Take me!

 

Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, 1876

 […] Los dos chicos prosiguieron el camino contándose sus penas y convinieron ayudarse mutuamente y ser hermanos, y no separarse nunca, hasta que la muerte los librase de sus penas. Empezaron entonces a trazar sus planes para el futuro. Joe era partidario de hacerse ermitaño y vivir de pan duro en una cueva remota, y morir algún día de frío, de necesidad y de pena, pero después de haber escuchado a Tom, concluyó que había muchas más ventajas en una vida dedicada al crimen, por lo que consistió también en ser pirata.
Tres millas más abajo de San Petesburgo, en un lugar donde el río Mississippi tiene una anchura de algo más de una milla, había una isla larga, estrecha y cubierta de árboles, con un brazo poco profundo en la punta, y ésta se ofrecía como lugar de cita. No era habitada y se hallaba al otro lado del río, hacia la costa más distante, frente a una densa selva y casi completamente despoblada. Así que eligieron la isla de Jackson. No se les ocurrió quién había de ser la víctima de sus piraterías. Buscaron entonces a Huckleberry Finn y éste se unió a ellos sin vacilar, pues todas las profesiones le daban lo mismo; era indiferente. Se separaron de momento para encontrarse en un lugar solitario en la orilla del río, dos millas más arriba del pueblo y a la hora favorita, que era la medianoche. Había allí una pequeña balsa que pensaban capturar. Cada uno traería anzuelos y cabos, y todas las provisiones que pudieran robar de la manera más oscura y misteriosa... ya que se habían convertido en forajidos, y antes de que anocheciera se las habían arreglado para disfrutar de la dulce gloria de divulgar un hecho “del que muy pronto la ciudad oiría algo”. Todos los que recibieron esta vaga insinuación eran advertidos de que debían “estar mudos y esperar”.
A eso de la medianoche llegó Tom con un jamón de York y unas cuantas bagatelas y se instaló en un denso soto, en una pequeña elevación que dominaba el lugar de la cita. La noche era estrellada y tranquila. El poderoso río parecía un océano en reposo. Tom escuchó un momento, pero ningún silbido perturbó el silencio. Luego lanzó un largo y claro silbido, que fue contestado desde abajo del acantilado. Tom silbó dos veces más y estas señales fueron contestadas de la misma manera. Luego dijo una voz sigilosa:
 —¿Quién vive?
—Tom Sawyer, el “Tenebroso Vengador del Continente Español”. ¡Decime quién sos!
 —Huck Finn, el “Manos Rojas”, y Joe Harper, el “Terror de los Mares” (Tom había suministrado estos títulos, procedentes de su literatura favorita).
—Está bien. Digan la contraseña.
Dos voces roncas murmuraron simultáneamente la misma horrenda palabra, a la noche, que estaba ya muriendo.
 —¡Sangre!

 

Mark Twain, Las aventuras de Huckleberry Finn, 1885

Pasa flotando en las aguas la casa de la muerte

—¡Qué bonito es esto, Jim! —exclamé—. Por mí, no quisiera estar en ningún otro lugar sino donde estoy ahora. Alcánzame otro pedazo de pescado y algo de borona caliente. 
—Pues si estás aquí, es por Jim. Por tí estarías abajo, en el bosque, sin poder comer, y calándote hasta los huesos; así estarías tú, encanto. Los pollitos saben cuándo va a llover, y también lo saben los pájaros. 

El río siguió creciendo y creciendo por espacio de doce días, y acabó por cubrir los ribazos de la orilla. En los puntos bajos de la isla, y en los llanos de Illinois, el agua tenía tres o cuatro pies de profundidad. En ese lado alcanzaba una anchura de muchas millas pero en el del Missouri seguía teniendo la de siempre: media milla, porque la ribera del Missouri venía a ser como un alto muro escarpado. 

Durante el día hacíamos excursiones en canoa por toda la isla. La temperatura en lo profundo de los bosques, donde no penetraba el sol, era muy fría, aunque donde daba fuese calurosísima. Avanzábamos serpenteando entre los árboles; en ocasiones las enredaderas eran tan tupidas, que nos obligaban a retroceder y buscar otro camino. Lo curioso era que en todos los troncos secos de árboles caídos habían buscado refugio los conejos, culebras y otros animales; después de uno o dos días de estar inundada a isla, se mostraban todos tan mansos, a causa del hambre, que podíamos acercarnos a ellos con la canoa y tocarlos. si queríamos, con la mano; esto no ocurría con las culebras y tortugas, porque esta clase de animales se alejaba nadando. La lomera en que se hallaba situada nuestra cueva hormigueaba de animalitos. Hubiéramos podido domesticar muchos si hubiésemos querido. 

Una noche nos apoderamos de una pequeña sección desprendida de una almadía: era unos tablones magníficos de pino. Tenía la sección doce pies de anchura y quince o dieciséis de largo y los tablones sobresalían del agua seis o siete pulgadas, formando un piso firme e igual. A veces veíamos pasar durante el día troncos de aserradero; pero como no queríamos exponernos a que nos viesen, dejábamos que marchasen río abajo. 

Estábamos una noche en nuestra canoa a la altura de la parte superior de la isla; era ya cerca del amanecer, y de pronto vimos llegar por el lado del Oeste una casa flotante de madera. Era una construcción de dos pisos, y venía muy inclinada. Remamos internándonos, y abordamos a la casa, metiéndonos en el piso superior por una ventana. Todavía estaba muy oscuro y no podíamos ver su interior; amarramos la canoa y nos metimos dentro de la casa hasta que amaneciese. 

Empezó a hacerse de día cuando no habíamos alcanzado aún la parte inferior: de la isla. Miramos entonces por la ventana. Distinguimos una cama, una mesa, dos sillas viejas y una gran cantidad de objetos revueltos por el suelo; vimos también algunas ropas colgadas de la pared En el suelo, en el rincón más lejano, había algo que parecía ser una persona. Jim le gritó:

—¡Eh, tú!
Pero el bulto aquel no se movió. Fui yo quien le gritó entonces; luego, Jim dijo:
—Ese hombre no está dormido; está muerto. Tú no te muevas de aquí...; yo iré a ver.
Fue hacia el bulto, se agachó, lo miró, y me dijo: 
—Es un hombre, y está muerto. Desde luego, está muerto; y también desnudo. Tiene un tiro en la espalda. Calculo que lleva muerto dos o tres días. Entra, Huck; pero no lo mires a la cara... ; está horrible. 

Yo me guardé bien de mirarlo. Jim lo cubrió con algunas ropas viejas, aunque no era preciso, porque yo no pensaba mirar el cadáver. Desparramadas por el suelo, veíanse muchas barajas grasientas, botellas vacías de whisky y un par de antifaces hechos de tela negra; las paredes estaban cubiertas de frases escritas y de dibujos hechos con carbón, y que indicaban la mayor ignorancia. Había también dos sucios vestidos de mujer, hechos de percal, y un sombrero, también de mujer, para el sol, junto con alguna ropa interior que estaba colgada de la pared; también había algunas prendas de ropa de hombre. 

[...]

Pasaron los días, y el río volvió otra vez a bajar de1 entre sus riberas; una de las primeras cosas que hicimos fue poner de cebo un conejo despellejado en uno de los anzuelos grandes y echar la cuerda; pescamos un bagre tan grande como un hombre, porque tenía de largo seis pies y dos pulgadas, y pesaba más de dos libras. Como es natural, no podíamos dominarlo; nos habría arrastrado hasta Illinois. Nos limitamos a contemplar sentados, los terribles coletazos y contorsiones del pez hasta que se ahogó. Encontramos en su estómago un botón de metal y una bola redonda, con otros muchos desperdicios. Abrimos en dos la bola con la hachuela, encontramos dentro un carrete. Jim aseguró que lo tenla en la barriga desde hacía mucho tiempo, ya que sólo así se explicaba que lo hubiese recubierto hasta formar una bola. Creo que no se ha pescado jamás en el Mississippi un pez tan grande. Jim dijo que no lo había visto de aquel tamaño, vendido enel pueblo, nos habrían dado por él una buena cantidad, porque lo habrían revendido por libras en el mercado, y todo el mundo habría acudido a comprar; tiene una carne blanca como la nieve, y es muy sabroso frito.

A la mañana siguiente, empecé a sentirme aburrido y triste; necesitaba hacer algo que me excitase. Dije que sentía ganas de deslizarme, sin que me viesen, hasta la orilla, para ver lo que ocurría en el pueblo. A Jim le gustó la idea, pero me indicó que debía hacerlo de noche y estar muy alerta. Meditó otra vez sobre el asunto, y me preguntó por qué no me ponía algunas de las ropas que habíamos sacado de la casa de madera y me disfrazaba de muchacha. Era también una buena idea. Acortamos uno de los vestidos de percal, me remangué los pantalones hasta las rodillas y me lo puse. Jim lo sujetó detrás con algunos anzuelos y me quedó perfectamente. Me puse el sombrero de mujer para el sol, lo sujeté por debajo de a barbilla, de manera que pretender verme la cara era algo así como mirar por el codo del tubo de una estufa. Jim me aseguró que no me conocería nadie, y que aun de día les costaría trabajo. Durante todo el día estuve ensayándome para acostumbrarme a moverme dentro de aquella ropa; poco a poco llegué a hacerlo con bastante soltura y únicamente puso Jim el reparo de que no tenía os andares de una muchacha; me advirtió también que tuviese cuidado con levantarme las faldas para sacar cosas el bolsillo del pantalón. Le hice caso, y me perfeccioné.

Salí para la ribera de Illinois en mi canoa, poco después de oscurecido.

 

Ambrose Bierce, “El puente sobre el Río del Búho”, 1891

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley.

No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que determina al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado.

Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía.

La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto.

Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.
El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. […]

Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta, seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que le rodeaba se alzó hasta el cielo.

Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable! Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado -pensó- no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo.»

Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron y flotaron hasta la superficie.

Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo.

Quitaron salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua.

Vio el puente, el fortín, vio a los vigías, al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándole con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.

De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.

Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él, en un ritmo monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz, que calmaba a los soldados e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas palabras crueles:

-¡Atención, compañía ... ! ¡Armas al hombro ... ! ¡Listos ... ! ¡Apunten ... ! ¡Fuego ... !

Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante, extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos, después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó con energía. Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del agua. La corriente le había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente.

«El teniente -pensó- no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro? En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar como les plazca. ¡Qué Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!» […]

Una luz blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón... y después absoluto silencio y absoluta oscuridad.

Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del puente del Búho.

 

Ezra Pound (1885-1972), “La mujer del mercader del río: una carta”

Cuando yo todavía llevaba el pelo cortado sobre la frente 
jugaba en el portal delantero, recogiendo flores. 
Tú viniste con zancos de madera jugando a los caballos, 
caminaste junto a mi asiento, jugando con ciruelas azules 
y seguimos viviendo en el pueblo de Chokan: 
dos niños, sin aversión ni sospecha. 
 
Con catorce años me casé con vos, mi señor. 
Nunca me reía porque era tímida. 
Bajaba la cabeza y miraba a la pared. 
Aunque me llamaran mil veces, nunca volvía la cabeza. 
 
Con quince años dejé de fruncir el ceño, 
deseaba que mi polvo se mezclara con el tuyo 
para siempre y para siempre y para siempre. 
¿Para qué seguir vigilando?
Te fuiste cuando yo tenía dieciseis años, 
te fuiste a la lejana Ku-to-yen, junto al río de los remolinos, 
y has estado fuera cinco meses. 
Los monos hacen un ruido muy triste por ahí arriba. 
Cuando te fuiste arrastrabas los pies. 
En el portal ahora ha crecido el musgo, musgos 
     distintos, 
¡demasiado profundos para limpiarlos! 
Los hojas caen pronto este otoño, por culpa del viento. 
Las mariposas emparejadas ya amarillean en el agosto 
sobre la hierba del jardín del oeste; 
me duelen. Me hago vieja. 
Si has de venir por los vados del río Kiang, 
por favor, házmelo saber de antemano 
y yo saldré a recibirte, 
                                 iré hasta Cho-fu-sa. 
                                                                        
Traducción de Javier Calvo.

 

John Cheever, “El nadador”, 1964

Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan: 
-Anoche bebí demasiado. –Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente. 

 -Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy. 
 -Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill. 
 -Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy-. Bebí demasiado clarete. 

Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba- que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud- y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua. 

Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza. 
 
Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno-dos, uno-dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin pantaloncitos, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla- y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa. 
 
Los únicos mapas y planos eran los que podía recordar o sencillamente imaginar, pero eran bastante claros. Primero estaban los Graham, los Hammer, los Lear, los Howland y los Crosscup. Después, cruzaba la calle Ditmar y llegaba a la propiedad de los Bunker, y después de recorrer un breve trayecto llegaba a los Levy, los Welcher y la piscina pública de Lancaster. Después estaban los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams, los Gilmartin y los Clyde. El día era hermoso, y que él viviera en un mundo tan generosamente abastecido de agua parecía un acto de clemencia, una suerte de beneficencia. Sentía exultante el corazón y atravesó corriendo el pasto. Volver a casa siguiendo un camino diferente le infundía la sensación de que era un peregrino, un explorador, un hombre que tenía un destino; y además sabía que a lo largo del camino hallaría amigos: los amigos guarnecerían las orillas del río Lucinda. 
 
Atravesó un seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la que ocupaban los Graham, caminó bajo unos manzanos floridos, dejó tras el cobertizo que albergaba la bomba y el filtro, y salió a la piscina de los Graham. 
 
-Caramba, Neddy –dijo la señora Graham-, qué sorpresa maravillosa. Toda la mañana he tratado de hablar con usted por teléfono. Venga, sírvase una copa.
Comprendió entonces, como les ocurre a todos los exploradores, que tendría que manejar con cautela las costumbres y las tradiciones hospitalarias de los nativos si quería llegar a buen destino. No quería mentir ni mostrarse grosero con los Graham, y tampoco disponía de tiempo para demorarse allí. Nadó la piscina de un extremo al otro, se reunió con ellos al sol y pocos minutos después lo salvó la llegada de dos automóviles colmados de amigos que venían de Connecticut. Mientras todos formaban grupos bulliciosos él pudo alejarse discretamente. Descendió por la fachada de la casa de los Graham, pasó un seto espinoso y cruzó una parcela vacía para llegar a la propiedad de los Hammer. La señora Hammer apartó los ojos de sus rosas, lo vio nadar, pero no pudo identificarlo bien. Los Lear lo oyeron chapotear frente a las ventanas abiertas de su sala. Los Howland y los Crosscup no estaban en casa. Después de salir del jardín de los Howland, cruzó la calle Ditmar y comenzó a acercarse a la casa de los Bunker; aun a esa distancia podía oírse el bullicio de una fiesta. 
 
El agua refractaba el sonido de las voces y las risas y parecía suspenderlo en el aire. La piscina de los Bunker estaba sobre una elevación, y él ascendió unos peldaños y salió a una terraza, donde bebían veinticinco o treinta hombres y mujeres. La única persona que estaba en el agua era Rusty Towers, que flotaba sobre un colchón de goma. ¡Oh, qué bonitas y lujuriosas eran las orillas del río Lucinda! Hombres y mujeres prósperos se reunían alrededor de las aguas color zafiro, mientras los camareros de chaqueta blanca distribuían ginebra fría. En el cielo, un avión de Haviland, un aparato rojo de entrenamiento, describía sin cesar círculos en el cielo mostrando parte del regocijo de un niño que se mece. Ned sintió un afecto transitorio por la escena, una ternura dirigida hacia los que estaban allí reunidos, como si se tratara de algo que él pudiera tocar. Oyó a distancia el retumbo del trueno. Apenas Enid Bunker lo vio comenzó a gritar: 
 
-¡Oh, vean quién ha venido! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda me dijo que usted no podía venir, sentí que me moría. –Se abrió paso entre la gente para llegar a él, y cuando terminaron de besarse lo llevó al bar, pero avanzaron con paso lento, porque ella se detuvo para besar a ocho o diez mujeres y estrechar las manos del mismo número de hombres. Un barman sonriente a quien Neddy había visto en cien reuniones parecidas le entregó una ginebra con agua tónica, y Neddy permaneció de pie un momento frente al bar, evitando mezclarse en conversaciones que podían retrasar su viaje. Cuando temió verse envuelto, se zambulló y nadó cerca del borde, para evitar un choque con el flotador de Rusty. En el extremo opuesto de la piscina dejó atrás a los Tomlinson, a quienes dirigió una amplia sonrisa, y se alejó trotando por el sendero del jardín. La grava le lastimaba los pies, pero ése era el único motivo de desagrado. La fiesta se mantenía confinada a los terrenos contiguos a la piscina, y cuando ya estaba acercándose a la casa oyó atenuarse el sonido brillante y acuoso de las voces, oyó el ruido de un receptor de radio que provenía de la cocina de los Bunker, donde alguien estaba escuchando la retransmisión de un partido de béisbol. Una tarde de domingo. Se deslizó entre los automóviles estacionados y descendió por los límites cubiertos de pasto del sendero, en dirección a la calle Alewives. No deseaba que nadie lo viera en el camino, con sus pantaloncitos de baño pero no había tránsito, y Neddy recorrió la reducida distancia que lo separaba del sendero de los Levy, donde había un letrero indicando: PROPIEDAD PRIVADA, y un recipiente para The New York Times. Todas las puertas y ventanas de la espaciosa casa estaban abiertas, pero no había signos de vida, ni siquiera el ladrido de un perro. Dio la vuelta a la casa, buscando la piscina, y se dio cuenta de que los Levy habían salido poco antes. Habían dejado vasos, botellas y platitos de maníes sobre una mesa instalada hacia el fondo, donde había un vestuario o mirador adornado con farolitos japoneses. Después de atravesar a nado la piscina, consiguió un vaso y se sirvió una copa. Era la cuarta o la quinta copa, y ya había nadado casi la mitad de la longitud del río Lucinda. Se sentía cansado y limpio, y en ese momento lo complacía estar solo; en realidad, todo lo complacía. 
 
Habría tormenta. El grupo de cúmulos –esa ciudad- se había elevado y ensombrecido, y mientras estaba allí, sentado, oyó de nuevo la percusión del trueno. El avión de entrenamiento de Haviland continuaba describiendo círculos en el cielo. Ned creyó que casi podía oír la risa del piloto, complacido con la tarde, pero cuando se descargó otra cascada de truenos, reanudó la marcha hacia su hogar. Sonó el silbato de un tren, y se preguntó qué hora sería. ¿Las cuatro? ¿Las cinco? Pensó en la estación provinciana a esa hora, el lugar donde un camarero, con el traje de etiqueta disimulado por un impermeable, un enano con flores envueltas en papel de diario y una mujer que había estado llorando esperaban el tren local. De pronto comenzó a oscurecer; era el momento en que las aves de cabeza de alfiler parecen organizar su canto anunciando con un sonido agudo y reconocible del agua que caí de la copa de un roble, como si allí hubiesen abierto un grifo. Después, el ruido de fuentes se repitió en las coronas de todos los árboles altos. ¿Por qué le agradaban las tormentas? ¿Qué sentido tenía su excitación cuando la puerta se abría bruscamente y el viento de lluvia se abalanzaba impetuoso escaleras arriba? ¿Por qué la sencilla tarea de cerrar las ventanas de una vieja casa parecía apropiada y urgente? ¿Por qué las primeras notas cristalinas de un viento de tormenta tenían para él el sonido inequívoco de las buenas nuevas, una sugerencia de alegría y buen ánimo? Después, hubo una explosión, olor de cordita, y la lluvia flageló los farolitos japoneses que la señora Levy había comprado en Kioto el año anterior, ¿o quizá era incluso un año antes? 
 
Permaneció en el jardín de los Levy hasta que pasó la tormenta. La lluvia había refrescado el aire, y él temblaba. La fuerza del viento había despejado de sus hojas rojas y amarillas a un arce y las había dispersado sobre el pasto y el agua. Como era mediados del verano seguramente el árbol se agostaría, y sin embargo Ned sintió una extraña tristeza ante ese signo otoñal. Flexionó los hombros, vació el vaso y caminó hacia la piscina de los Welcher. Para llegar necesitaba cruzar la pista de equitación de los Lindley, y lo sorprendió descubrir que el pasto estaba alto y todas las vallas aparecían desarmadas. Se preguntó si los Lindley habían vendido sus caballos o se habían ausentado todo el verano y habían dejado en una pensión los animales. Le pareció recordar haber oído algo acerca de los Lindley y sus caballos, pero el recuerdo no era claro. Continuó caminando, descalzo sobre el pasto húmedo, hacia la casa de los Welcher, donde descubrió que la piscina estaba seca. 
 
La ausencia de este eslabón en su cadena acuática lo decepcionó de un modo absurdo, y se sintió como un explorador que busca una fuente torrencial y encuentra un arroyo seco. Se sintió desilusionado y desconcertado. Era costumbre salir durante el verano, pero nadie vaciaba nunca sus piscinas. Era evidente que los Welcher se habían marchado. Los muebles de la piscina estaban plegados, apilados y cubiertos con fundas. El vestuario estaba cerrado con llave. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, y cuando dio la vuelta a la vivienda en busca del sendero que conducía a la salida vio un cartel que indicaba EN VENTA clavado a un árbol. ¿Cuándo había oído hablar por última vez de los Welcher…?; es decir, ¿cuándo había sido la última vez que él y Lucinda habían rechazado una invitación a cenar con ellos? Le parecía que hacía apenas una semana, poco más o menos. ¿La memoria le estaba fallando, o la había disciplinado tanto en la representación de los hechos ingratos que había deteriorado su propio sentido de la verdad? Ahora, oyó a lo lejos el ruido de un encuentro de tenis. El hecho lo reanimó, disipó sus aprensiones y pudo mirar con indiferencia el cielo nublado y el aire frío. Era el día que Neddy Merrill atravesaba nadando el condado. ¡El mismo día! Atacó ahora el trecho más difícil.
 
Si ese día uno hubiera salido a pasear para gozar de la tarde dominical quizá lo hubiera visto, casi desnudo, de pie al borde la Ruta 424, esperando la oportunidad de cruzar. Quizá uno se preguntaría si era la víctima de una broma pesada, si su automóvil había sufrido su desperfecto o si se trataba sencillamente de un loco. De pie, descalzo, sobre los montículos al costado de la autopista –latas de cerveza, trapos viejos y cámaras reventadas- expuesto a todas las burlas, ofrecía un espectáculo lamentable. Al comenzar, sabía que ese trecho era parte de su trayecto –había estado en sus mapas-, pero al enfrentarse a las hileras del tránsito que serpeaban a través de la luz estival, descubrió que no estaba preparado. Provocó risas y burlas, le arrojaron un envase de cerveza, y no podía afrontar la situación con dignidad ni humor. Hubiera podido regresar, volver a casa de los Westerhazy, donde Lucinda sin duda continuaba sentada al sol. No había firmado nada, jurado ni prometido nada, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué, creyendo, como era el caso, que todas las formas de obstinación humana eran asequibles al sentido común no podía regresar? ¿Por qué estaba decidido a terminar su viaje aunque eso amenazara su propia vida? ¿En qué momento esa travesura, esa broma, esa suerte de pirueta había cobrado gravedad? No podía volver, ni siquiera podía recordar claramente el agua verdosa de los Westerhazy, la sensación de inhalar los componentes del día, las voces amistosas y descansadas que afirmaban que ellos habían bebido demasiado. Después de más o menos una hora había recorrido una distancia que imposibilitaba el regreso. 
 
Un anciano que venía por la autopista a veinticinco kilómetros por hora le permitió llegar al medio de la calzada, donde había un refugio cubierto de pasto. Allí se vio expuesto a las burlas del tránsito que iba hacia el norte, pero después de diez o quince minutos pudo cruzar. Desde allí, tenía un breve trecho hasta el Centro de Recreación, que estaba a la salida del pueblo de Lancaster, donde había unas canchas de balonmano y una piscina pública. 
 
El efecto del agua en las voces, la ilusión de brillo y expectativa era la misma que en la piscina de los Bunker, pero aquí los sonidos eran más estridentes, más ásperos y más agudos, y apenas entró en el recinto atestado tropezó con la reglamentación “TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN DARSE UNA DUCHA ANTES DE USAR LA PISCINA. TODOS LOS BAÑISTAS DEBEN USAR LA PLACA DE IDENTIFICACIÓN”. Se dio una ducha, se lavó los pies en una solución turbia y acre y se acercó al borde del agua. Hedía a cloro y le pareció un fregadero. Un par de salvavidas apostados en un par de torrecillas tocaban silbatos policiales, aparentemente con intervalos regulares, y agredían a los bañistas por un sistema de altavoces. Neddy recordó añorante el agua color zafiro de los Bunker, y pensó que podía contaminarse –perjudicar su propio bienestar y su encanto- nadando en ese lodazal, pero recordó que era un explorador, un peregrino, y que se trataba sencillamente de un recodo de aguas estancadas del río Lucinda. Se zambulló, arrugando el rostro con desagrado, en el agua clorada y tuvo que nadar con la cabeza sobre el agua para evitar choques, pero aun así lo empujaron, lo salpicaron y zarandearon. Cuando llegó al extremo menos profundo, ambos salvavidas estaban gritándole: 
 -¡Eh, usted, el que no tiene placa de identificación, salga del agua! […]
 

 

Ernest Hemingway, Nick Adams, (escritos entre 1920 y 1933)

Cruzando el Mississippi

El cruce del Mississippi sería un gran acontecimiento, pensó, y quería disfrutar plenamente cada minuto.
El paisaje parecía deslizarse como una corriente de camino, postes de telégrafo, casa de vez en cuando y campos llanos. Nick había esperado que el Mississippi tuviera altas escarpas, pero después de pasar un pequeño canal que le pareció interminable alcanzó a ver por la ventanilla que la locomotora doblaba para entrar en un largo puente sobre una ancha extensión de agua color marrón barroso. Nick pudo ver que se alzaban en la lejanía colinas desoladas y sobre la margen de este lado solo barro. El río parecía deslizarse macizamente corriente abajo, no fluir sino más bien moverse como un lago sólido y cambiante, haciendo algunos remolinos en los pilares del puente. En la mente de Nick se agolparon Mark Twain, Huck Finn, Tom Sawyer y LaSalle mientras observaba la planicie marrón de la lenta corriente. De cualquier manera, he visto el Mississippi, pensó con felicidad”. 
 

Río de dos corazones (1925)

Bajó en dirección al río con su caña en una mano, la botella con las langostas colgándole del cuello sostenida por una correa. La red le colgaba del cinturón, agarrada mediante el anzuelo. Sobre el hombro llevaba una gran bolsa de harina atada con nudos en los extremos, formando orejas.
Nick se sentía raro pero profesionalmente feliz con todo el equipo encima. La botella con las langostas se balanceaba contra su pecho. Los bolsillos de la camisa le abultaban con el almuerzo y los cebos artificiales que había guardado en ellos.
Entró en el río y sintió una sensación de frío. Los pantalones se le adhirieron a las piernas. Sintió bajo los zapatos los guijarros del fondo […]
Nick ya tenía una buena trucha. No le importaba pescar muchas. En esa parte el río era ancho y poco profundo, con árboles en ambas márgenes. Los de la izquierda proyectaban una sombra breve en el sol del mediodía. Nick sabía que había truchas en la sombra. A la tarde, después que el sol hubiera cruzado hasta llegar a las colinas, las truchas buscarían refugio en la fresca sombra del otro lado del río.
Las más grandes se quedarían cerca de la orilla. Siempre se las pescaba cerca de la orilla en el Río Negro. Cuando bajaba el sol todas iban hacia el centro de la corriente. Exactamente cuando el sol, antes de ocultarse, hacía un resplandor enceguecedor en el agua, se podía encontrar truchas en cualquier parte del río. Pero era casi imposible pescar entonces porque la superficie del agua cegaba como un espejo bajo el sol. Por supuesto, se podía pescar corriente arriba, pero en un río como éste, o como el Negro, había que vadear en contra de la corriente y en las partes profundas el agua podía llegar a cubrirlo. No era diversión pescar río arriba con la corriente tan fuerte.  

Traducción de Rolando Costa Picazo

  

Langston Hughes, El negro habla de los ríos, 1926.  

El negro habla de los ríos 

Yo he conocido ríos: 
he conocido ríos tan antiguos como el mundo y más viejos que 
    el flujo de la sangre humana en las venas humanas. 
Mi alma ha crecido profunda como los ríos. 
Me bañé en el Éufrates cuando eran jóvenes los amaneceres. 
Construí mi cabaña cerca del Congo, y el río arrulló mi sueño. 
Miré el Nilo y levanté mis pirámides sobre él. 
Escuché el canto del Mississippi cuando Abe Lincoln 
    bajó a Nueva Orleans, y he visto su seno 
    enlodado, volverse todo oro en el crepúsculo.  
He conocido ríos: 
ríos antiguos, oscuros. 
Mi alma ha crecido profunda como los ríos. 
 
Traducción de Francisco Morán.

 

William Faulkner, Las palmeras salvajes, 1939.

El viejo

Como el penado bajo lo declaró, el alto, cuando salió a la superficie, aún conservaba lo que el bajo llamaba remo. Se agarraba a él, no instintivamente para el momento en que estuviera de nuevo en el bote y lo necesitara, porque en no creía volver nunca al esquife o a nada que lo sostuviera, sino porque no  había tenido tiempo de pensar en soltarlo. Las cosas habían andado demasiado rápidas para él. No había sido advertido, había sentido el primero tirón arrebatado de la corriente, había visto el esquife empezar a remolinear, y a su compañero desaparecer violentamente hacia arriba como una parodia de Isaías, luego él mismo estaba, en el agua, luchando contra el tirón del remos que no sabía que aún empuñaba, cada vez que trataba de subir a la superficie y se agarraba del esquife giratorio que en un instante se alejaba diez pies y en el siguiente se cernía sobre su cabeza como si quisiera aturdirlo, hasta que por fin se agarró a la popa, y el peso de su cuerpo fue como un timón para el esquife. Entonces los dos, hombre y bote con el remo perpendicular sobre ellos como un asta de bandera, desaparecieron de la vista del penado bajo (que había desaparecido de la vista del alto con idéntica celeridad aunque en sentido vertical) como un cuadro arrancado intacto de la escena con increíble rapidez. Estaba ahora en el canal de una charca, un bayou, en el que hasta hoy probablemente no había corriente alguna, desde la antigua catástrofe subterránea que había creado el país. Sin embargo, ahora había bastante correntada; tras el oleaje de la popa le parecía ver los árboles y el cielo pasar corriendo con vertiginosa rapidez, mirándolo desde arriba entre las frías gotas amarillas con lúgubre y triste asombro. Pero estaban firmes y asegurados en algo, pensó recordando en un solo instante de rabia desesperada la tierra firme, fija y plantada con fuerza y cimentada y estable para siempre por las generaciones de laborioso sudor, en algún lugar de él, más allá del alcance de us pies, cuando, y otra vez sin advertirle, la popa del esquife le asestó un golpe aturdidor en el puente de la nariz. El instinto que le había hecho agarrarse al bote lo impelió ahora a lanzar el remo dentro del bote para agarrar la borda con ambas manos justo al girar el esquife y zafarse otra vez. Con las manos libros ahora se arrastró sobre la popa y se tiró boca abajo, chorreando sangre y agua y jadeante no de extenuación sino con esa ira furiosa que es la reacción del pánico.

Traducción de Jorge Luis Borges.

 

Ray Bradbury, Fahrenheit 451, 1953 

Pero ya estaba en el río.
Lo tocó, sólo para asegurarse de que era real. Se metió en el agua y se desnudó enteramente, golpeándose el cuerpo, los brazos, las piernas y la cabeza con aquel frío licor. Lo bebió y lo respiró. Luego se puso las ropas y los zapatos viejos de Faber. Arrojó sus ropas al río y miró cómo se hundían alejándose. Luego, con la valija en una mano, caminó en el agua hasta que no hubo fondo, y se dejó ir en la oscuridad […]
Montag flotaba de espaldas cuando la valija se llenó de agua y se hundió. El río, sereno y ocioso, se alejaba de las gentes que desayunaban sombras, almorzaban humo y cenaban vapores. El río era algo real; lo sostenía cómodamente y le daba tiempo, ocio para pensar en ese mes, ese año, y toda una vida. Montag escuchó cómo se le calmaba el corazón. Los pensamientos dejaron de apresurársele, junto con la sangre.
Vio la luna baja en el cielo. La luna, y la luz de la luna, ¿causada por qué? Por el sol, naturalmente. ¿Y la luz del sol? Nace de su fuego propio. Y así sigue el sol, día tras día, con fuego y fuego. El sol y el tiempo. El sol y el tiempo y el fuego. El fuego. El río lo balanceaba suavemente. El fuego. El sol y todos los relojes de la tierra. Todo se unió transformándose en algo muy simple. Luego de haber flotado mucho tiempo en la tierra y poco tiempo en el río, Montag supo por qué no volvería a quemar.

Traducción de Francisco Abelenda.

 

Flannery O’Connor, “El río”, 1953.

Al pie de la colina, el bosque se abría de pronto y había un prado salpicado aquí y allí de vacas blancas y negras, y al final del prado, a un nivel un poco más bajo, había un río ancho y naranja, donde el reflejo del sol parecía un diamante.

Había mucha gente de pie en la orilla cantando. Detrás de ellos había mesas largas, y unos pocos coches y camiones estaban en el camino que llevaba al río. Cruzaron el prado rápidamente, porque la señora Connin, que usaba la mano para protegerse los ojos del sol, había visto al predicador en el agua. Dejó su cesta encima de una de las mesas y empujó a los tres chicos hacia delante, donde estaba la gente, para que no se quedaran cerca de la comida. Llevaba a Bevel de la mano y se fue abriendo paso.

El predicador estaba de pie, a unos tres metros de la orilla, donde el agua le llegaba por las rodillas. Era un joven alto y llevaba puestos unos pantalones color caqui, arremangados un poco por encima del nivel del agua. […]

—Quizá sepa por qué han venido —dijo con su voz gangosa—, o quizá no. Si no han venido por Jesús, no vengan por mí. Si sólo vienen para ver si pueden dejar vuestro dolor en el río, no habéis venido por Jesús. No pueden dejar vuestro dolor en el río. Yo nunca le he dicho eso a nadie. […]

—¡Escuchen lo que tengo que decir! No hay nada más que un río, y ese es el Río de la Vida, hecho de la Sangre de Jesús. En ése es en el río que tienen que sumergir vuestro dolor, en el Río de la Fe, en el Río de la Vida, en el Río del Amor, en el rico y rojo río de la Sangre de Jesús.

Su voz se hizo dulce y musical.

—Todos los ríos vienen de aquel único Río y desembocan en él como si fuera el mar y, si creen, pueden sumergir vuestro dolor en ese Río y librarse de él, porque ése es el Río que fue hecho para llevarse el pecado. Es un Río lleno de dolor, dolor en sí mismo, que se mueve hacia el Reino de Cristo para ser lavado, lento, lentamente como este viejo río de aguas rojas de aquí se mueve alrededor de mis pies. […]

—Si es en este Río de Vida donde quieren sumergir vuestro dolor, entonces acérquense —dijo el predicador— y sumerjan aquí sus dolores. Pero no piensen que éste es el final, porque este viejo río rojo no acaba aquí. Este viejo río rojo de sufrimiento continúa lentamente hasta el Reino de Cristo. Este viejo río rojo es bueno para bautizarse en él, bueno para sumergir en él vuestra fe, bueno para sumergir en él vuestro dolor. Pero lo que les salva no es esta agua turbia de aquí. He recorrido este río de arriba abajo esta semana. El martes estuve en el lago de la Fortuna, al día siguiente en Ideal, el viernes mi esposa y yo fuimos a Lulawillow, a ver allí a un hombre enfermo. Y esa gente no ha visto curaciones —dijo, y su cara se enrojeció por un momento—. Nunca dije que las verían. […]

Un hombre que llevaba puesto un mono de trabajo y un abrigo marrón se inclinó hacia delante, metió la mano en el agua rápidamente, la agitó y retrocedió. Una mujer llevó a un bebé a la orilla y le salpicó agua en los pies. Un hombre se alejó un poco, se sentó, se quitó los zapatos y se metió en el río; se quedó allí unos minutos con la cabeza inclinada hacia atrás todo lo que podía. Luego salió del agua y se volvió a poner los zapatos. Mientras tanto el predicador cantaba como si no se diera cuenta de lo que pasaba.[…]

—¿Te han bautizado? —preguntó el predicador.
—¿Qué es eso? —murmuró el niño.
—Si yo te bautizo —dijo el predicador—, podrás ir al Reino de Cristo. Serás lavado en el río del sufrimiento, hijo, y podrás caminar por el profundo río de la vida. ¿Quieres eso?
—Sí —dijo el niño, y pensó que entonces no tendría que volver al apartamento y que iría por el río.
—Ya no volverás a ser el mismo —dijo el predicador—. Se te tendrá en cuenta.

Luego volvió la cara hacia la gente y empezó a rezar, y Bevel miraba sobre sus hombros los pedazos de sol blancos que estaban dispersos por el río. De repente, el predicador dijo:

—De acuerdo, te voy a bautizar ahora mismo.

Y sin más aviso lo agarró fuerte, le dio la vuelta y le metió la cabeza en el agua. Lo mantuvo bajo el agua mientras pronunciaba las palabras del bautismo y luego lo sacó y miró severamente al niño, que respiraba con dificultad. Los ojos de Bevel estaban oscuros y dilatados.

—Ahora ya cuentas —dijo el predicador—. Antes ni siquiera contabas.

El niño pequeño estaba demasiado asustado para llorar. Escupía el agua fangosa y se restregaba los ojos y la cara con la manga mojada […]

El señor Paradise había dejado su coche en el camino y había ido caminando al lugar donde solía sentarse casi todos los días sosteniendo una caña de pescar a la que no ponía cebo, mientras miraba pasar el agua del río delante de él. Cualquiera que lo hubiera mirado desde lejos hubiera visto un viejo canto rodado medio escondido entre los arbustos.

Bevel no lo vio. Sólo veía el río, brillando de un color amarillo rojizo, y se metió de un salto con los zapatos y el abrigo puestos y bebió un trago.

Se tragó un poco y escupió el resto, y luego se quedó allí, con el agua llegándole por el pecho y mirando a su alrededor. El cielo estaba de color azul claro pálido, formando una pieza única, a excepción del agujero que hacía el sol, y bordeado por debajo por las copas de los árboles. Su abrigo flotaba en la superficie y lo rodeaba como una extraña hoja de nenúfar gris.

Y se quedó allí sonriendo bajo el sol. No quería bromear más con predicadores, lo que quería era bautizarse a sí mismo y continuar esta vez hasta encontrar el Reino de Cristo en el río. No tenía intención de perder más tiempo. Metió la cabeza bajo el agua enseguida y avanzó hacia delante.

Al momento empezó a respirar con dificultad y a balbucear y su cabeza reapareció en la superficie; se sumergió de nuevo y volvió a ocurrir lo mismo. El río no quería quedárselo. Lo intentó de nuevo y volvió a salir a la superficie asfixiándose. Así es como se sintió cuando el predicador lo metió bajo el agua; había tenido que luchar con algo que le empujaba en la cara. De pronto se paró y pensó: ¡es otra broma! ¡Es sólo otra broma! Pensó lo lejos que había ido para nada y comenzó a golpear, a chapotear y a darle patadas al asqueroso río. Sus pies ya no rozaban con nada. Dio un pequeño grito de dolor y de indignación. Luego oyó un grito, volvió la cabeza y vio algo como un cerdo gigante avanzando detrás de él, agitando un palo rojo y blanco y gritando. Se sumergió una vez más y esta vez la corriente lo cogió como una larga y amable mano y lo empujó rápidamente hacia delante y hacia abajo. Por un instante se quedó muy sorprendido, pero como se movía rápidamente y sabía que iba a llegar a algún lugar, toda su furia y su miedo desaparecieron.

La cabeza del señor Paradise aparecía de vez en cuando en la superficie del agua. Finalmente, a bastante distancia río abajo, el viejo se levantó como un antiguo monstruo marino y, con las manos vacías, se quedó mirando con sus ojos tristes río abajo, tan lejos como su vista podía alcanzar.

Traducción de María José Sánchez Calero.

 

Allen Ginsberg, Aullido, 1956

I

Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas,
arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo,
hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con el estrellado dínamo de la maquinaria nocturna,
[…] que caminaron toda la noche con los zapatos llenos de sangre sobre los bancos de nieve en los muelles esperando que una puerta se abriera en el East River hacia una habitación llena de vapor caliente y opio,
que crearon grandes dramas suicidas en los farellones de los departamentos del Hudson bajo el foco azul de la luna durante la guerra y sus cabezas serán coronadas de laurel y olvido,
que comieron estofado de cordero de la imaginación o digirieron el cangrejo en el lodoso fondo de los ríos de Bowery,
que lloraron ante el romance de las calles con sus carritos llenos de cebollas y mala música […]

II

¿Qué esfinge de cemento y aluminio abrió sus cráneos y devoró sus cerebros y su imaginación?
¡Moloch! ¡Soledad! ¡Inmundicia! ¡Ceniceros y dólares inalcanzables! ¡Niños gritando bajo las escaleras! ¡Muchachos sollozando en ejércitos! ¡Ancianos llorando en los parques!
¡Moloch! ¡Moloch! ¡Pesadilla de Moloch! ¡Moloch el sin amor! ¡Moloch mental! ¡Moloch el pesado juez de los hombres!
¡Moloch la prisión incomprensible! ¡Moloch la desalmada cárcel de tibias cruzadas y congreso de tristezas! ¡Moloch cuyos edificios son juicio! ¡Moloch la vasta piedra de la guerra! ¡Moloch los pasmados gobiernos!
[…] ¡Rompieron sus espaldas levantando a Moloch hasta el cielo! ¡Pavimentos, árboles, radios, toneladas! ¡Levantando la ciudad al cielo que existe y está alrededor nuestro!
¡Visiones! ¡Presagios! ¡Alucinaciones! ¡Milagros! ¡Éxtasis! ¡Arrastrados por el río americano!
¡Sueños! ¡Adoraciones! ¡Iluminaciones! ¡Religiones! ¡Todo el cargamento de mierda sensible!
¡Progresos! ¡Sobre el río! ¡Giros y crucifixiones! ¡Arrastrados por la corriente! ¡Epifanías! ¡Desesperaciones! ¡Diez años de gritos animales y suicidios! ¡Mentes! ¡Nuevos amores! ¡Generación demente! ¡Abajo sobre las rocas del tiempo!
¡Auténtica risa santa en el río! ¡Ellos lo vieron todo!  ¡Los ojos salvajes! ¡Los santos gritos! ¡Dijeron hasta luego! ¡Saltaron del techo! ¡Hacia la soledad! ¡Despidiéndose! ¡Llevando flores! ¡Hacia el río! ¡Por la calle!

Traducción Rodrigo Olavarría.

 

Delmore Schwartz, Conocimiento de verano, 1959

Seraut, Domingo a la tarde a orillas del Sena

A Meyer y Lillian Schapiro
¿Qué están mirando? ¿El río?
¿La luz del sol sobre el río, el verano, ocio
o el placer y la nada de la conciencia?
Una niña salta, un mono tití brinca,
como un canguro, atado a la correa de una dama.
(¿Cobra el marido impuestos al Congo por mantener al mono?)
El mono saltarín no puede seguir al caniche que corre adelante.

Todos sostienen el corazón en sus manos:

una plegaria, una promesa de gracia o gratitud,
una devota ofrenda al dios del verano, domingo y plenitud.

La gente del domingo contempla la esperanza misma.

Contempla la esperanza, bajo el sol, libre de la ansiedad
dental, la devoradora nerviosidad
que desgasta tantos días y años de la conciencia.

Quien los percibe, percibir el oro y verde
del domingo de verano es en sí invisible. Porque él es
resplandor dedicado y concentración suprema, enhebrando fanáticamente
las cuentas, agujas y ojos -¡todo a la vez!- de la intensidad y permanencia.
Él es un santo del domingo al aire libre, un fanático disciplinado
por la pasión, coraje, pasión, habilidad, compasión, amor: un único amor a la vida
y amor a la luz, bajo el sol, con el amor a la vida.

En todos lados brilla el resplandor como un jardín floreciendo en la quietud.

Muchos están mirando, muchos sostienen algo o a alguien
pequeño o grande; algunos sostienen varias clases de quitasoles:
cada uno de los que sostiene una sombrilla lo hace de manera diferente.
Alguien se encorva bajo una sombrilla roja como si se escondiese
y mirase hacia el río furtivamente, o buscara estar
libre de la proximidad y el juicio de los otros.
Junto a él se sienta una dama que se ha convertido en piedra, o guijarro,
aunque su sombrero acampanado es rojo.
Una niña se aferra al brazo de su madre
como si fuese una verdad genuina y permanente.
Su sombrero de ala ancha es azul y blanco, azul como el río, como los
veleros blanco,
y su cara y su apariencia tienen la suave inocencia
honesta y alejada del miedo como ángeles tocando clavicordios.
Una adolescente sostiene un ramo de flores
como si contemplase y buscase su desconocido, deseado y temido destino.
Ningún vínculo es tan fuerte como la fuerza con la que los árboles
se aferran al suelo, se curvan hacia la luz en el cálido aire suave,
enraizados y elevándose con una tenacidad perfecta,
alejados del distraído y errático estado de la humanidad.
Cada sombrilla se curva y convierte en árbol,
y los árboles curvándose se elevan para convertirse y ser
iguales a la sombrilla, las campanas del domingo, el verano y el placer del verano.

Segura como los árboles es la dignidad deambulante
de la mujer burguesa que va del brazo de su marido
con la confianza natural y orgullo de quien es,
ella lo es, una emperatriz victoriana y reina.
La dignidad de su marido es tan sólida como su embonpoint.
Lleva un buen cigarro, y un delicado bastón, con bastante despreocupación.
Del brazo de su esposa, son propiedad el uno del otro.
Vestidos impecablemente y con sencillez, son amables y solemnes
como si fuesen inconscientes o estuviesen libres del tiempo y de la tumba,
-señor y señora del paseo del domingo- ¡de todo!
Porque ellos son los monarcas absolutos del mono tití.

Si mirás algo el tiempo suficiente
se volverá extremadamente interesante;
si mirás algo el tiempo suficiente
se volverá rico, múltiple, fascinante.

Si podés mirar cualquier cosa durante suficiente tiempo,
te regocijarás en el milagro del amor,
serás poseído y bendecido por el maravilloso resplandor cegador
del amor, serás resplandor.
La individualidad poseerá y será poseída como en la consagración
del matrimonio, el dominio de la vocación, el misterio del don del dominio, la
eterna relación entre paternidad y progenie.

Todas las cosas están fijas en una dirección.
Nos movemos con la gente del domingo de derecha a izquierda.

El sol brilla
en suave gloria.
La humanidad encuentra
la famosa historia
de paz y descanso, aliviada por un momento del cansancio de
las mareas de los días de semana, la carcomiente ansiedad,
de la inseguridad y el miedo de la rutina semanal de toda una vida,
del profundo nerviosismo que en lo más hondo de la conciencia
nos hace apretar los dientes, y que como lo encontramos tan continuamente, despiertos o
dormidos,
apenas percibimos que está ahí o que quizá podríamos librarnos
de su dolor y tormento, abiertos y libres a toda experiencia.

El sol del verano brilla parejamente y con voluptuosidad
sobre los ricos y los libres, los cómodos, los rentier, los pobres,
y los que están paralizados por la pobreza.
Seurat es a la vez pintor, poeta, arquitecto y alquimista:
el alquimista apunta su varita mágica para describir y conservar el oro
del domingo.
Mezcla pequeños almizcles por mucho tiempo
porque desea mantener el ocio cálido y el placer de las vacaciones
en el fuego ardiente y la paciencia apasionada de su mente y mirada,
ahora y siempre. ¡Oh feliz, feliz multitud!
Es domingo para siempre, verano, libre: permanecerán siempre cálidos
en sus semillas chicas, sus pequeños granos negros.
Él construye y mantiene el poder y el placer
con el que el domingo de verano reina serenamente.

¿Es posible? ¡Es posible!
Aunque requiera los trabajos de Hércules, Sísifo, Flaubert,
Roebling,
la brillantez y espontaneidad de Mozart, la paciencia de la pirámide,
y requiera todo esto del pintor que a los veinticinco
no sospecha que en seis años ya no estará vivo.
Sus maravillosas bolitas, cuentas o moléculas
son puntos que la magia de la alquimia transforma
en diamantes de florecido resplandor, atrapando y bendiciendo la
mirada:
Mirá cómo el sol brilla nuevo y nuevamente, atravesado
con serenidad por su apasionada obsesión
mientras él transforma la luz solar en materia de peltre, destellando,
elegante y seria, nítida como la manteca,
con solidez brillante, inmutable, un don elevándose a la inmortalidad.

La luz del sol, los árboles altísimos y el Sena
son como una gran red en la que Seraut busca atrapar y mantener
a todos los seres vivos en un desfile y paseo de suave y apacible calma.
El río temblando, azul plateado bajo la luz diversa,
está casi inmóvil. La mayoría de las personas del domingo
son como flores, caminando, moviéndose hacia el río, el sol y
el río del sol.
Cada uno sujeta alguna cosa o a alguien, algún instrumento
agarra, tiene, sujeta, aferra o de algún modo toca
algún ser humano como si la mano y el puño al sujetar y poseer
solos, privadamente y en la intimidad, fuesen el único vínculo verdadero
o unión con la bendición.

[…]

Ésta es la inquieta realidad del tiempo y el fuego del tiempo que convierte
lo que sea en otra cosa, alterando y cambiando continuamente toda
identidad. Mientras el enorme fuego del tiempo consume (aspirando, volando y muriendo)
todas las cosas se elevan y caen, viviendo, saltando y marchitándose, cayendo -como
llamas extinguiéndose, floreciendo, volando y muriendo-
en el incontrolable resplandor del tiempo y la historia:

[…]

En esta tarde de domingo sobre el Sena
existen muchos cuadros dentro de la escena del domingo:
cada uno es un mundo en sí mismo, un mundo en sí mismo (y como un niño
une generaciones, reconcilia a los separados y ancianos, por eso un nieto es
un segundo nacimiento, y el renacimiento de lo irracional, de aquellos
que se sienten perdidos, resignados o implacables).
Cada pequeño cuadro une lo amplio y lo chico, agrupando los objetos
grandes, conectándolos con cada puntito, semilla o grano negro
que son como modelos, una maravillosa red y tapicería,
pero que tienen también la frescura fortuita y el resplandor
de los ondulantes destellos del río y de los sorprendentes sistemas de la helada
cuando aparecen en la mañana andante, una pura, delicada quietud blanca
y minuet.
En diciembre, a la mañana, gallardetes blancos veteando
la vidriera.

Él es fanático: es a la vez poeta y arquitecto,
buscando la evocación total en figuras tan fuertes como la torre Eiffel,
sutil y delicado también como alguien que tocó una sonata de Mozart, solo,
bajo la cima de Notre-Dame.
Rápido y completamente sensible, puramente real y práctico,
haciendo un mosaico de pequeños puntos en un mural de esplendor y
orden.
Cada pequeño modelo es el macrocosmos soñado o imaginado
en el que todas las cosas, grandes o chicas, con buena voluntad y amor se
se rinden al júbilo y la paz de la luz del domingo, al placer de la luz del sol, a la
profunda moderación y orden de la proporción y relación.

Se extiende más allá de la brillante espontaneidad
de los deslumbrados impresionistas que siguen
la luz cambiante cuando oscila, cambiando, minuto a minuto,
disponiendo, encantando y concediendo libre y
continuamente la frescura y renovación a todo lo que se manifiesta
y fluye.

[…]  

Una infinita variedad dentro de un marco simple.
¡Incontables variaciones sobre un solo tema!
¡Vibrante con qué clase de lujuria, qué alegría calma!
Ésta es la celebración de la contemplación,
ésta es la conversión de experiencia a pura atención,
aquí está lo sagrado de todas las cosas pequeñas
que se nos ofrecen, descubiertas por nosotros, transformadas en las más viva
conciencia,
detrás de la superficialidad o ceguera de la experiencia,
detrás de las superficies empañadas, cubiertas de hollín que, desde el Edén y
desde el nacimiento,
convierten a todas las pequeñas cosas en triviales o invisibles,
en boletos rotos con rapidez y arrojados lejos
en un viaje en tren hacia una fiesta cada vez más lejana.
Aquí nos hemos detenido, aquí hemos entregado nuestros corazones
a la ciudad real, la vívida ciudad, la ciudad en la que habitamos
y la que ignoramos, o miramos sin atención, la mayoría de los días luminosos!

...El tiempo pasa: nada cambia, todo permanece igual. Nada es nuevo
bajo el sol. También es cierto
que el tiempo pasa y todo cambia, año tras año, día tras día,
hora tras hora. El domingo a la tarde de Seurat a orillas del Sena se ha ido
lejos,
se ha ido a Chicago, cerca del lago Michigan,
todas sus flores brillan en una inmensa quietud satisfecha.
Y sin embargo, continúa en otro lado y en todos los lugares donde las imágenes
deleitan la vista y el corazón, y se convierten en los deseables, admirables,
anhelados
íconos de consciencia purificada. Lejos y cerca, cerca y lejos,
no podemos oír, a menos que escuchemos lo que Flaubert quiso decir,
al percibir a un hombre con su mujer y su hijo en un día como este:
Ils sont dans le vrai! Ellos tienen la verdad, han encontrado en la tierra
el camino hacia el reino de los cielos en un domingo de verano.
¿No es cada vez más y más claro? No podemos oír también
la voz de Kafka, siempre triste, en la desesperación de su enfermedad
tratando de decir:
"Flaubert tenía razón: Ils sont dans le vrai!
Sin antepasados, sin matrimonio, sin herederos,
pero con un salvaje anhelo de antepasados, matrimonio y herederos:
Todos me estiran sus manos: pero están tan lejos de mí!"

Traducción de Guadalupe Arenillas.

 

 James Nolan, Causas de fuerza mayor
Causas de fuerza mayor 

Afuera por Canal Street iban remando en botes
mientras a la luz de una lámpara
yo venía aullante a este mundo
en un hospital llamado Hôtel Dieu durante
un huracán que pulverizó a Nueva Orleans.
Compadezco a los estremecidos ventanales,
a los ríos que corren por el firmamento, al cielo 
incesantemente lanzando hacia abajo.
Este año empieza la Cuaresma
con Dios que golpea a la puerta como la policía.
Las persianas traquetean contra el vidrio,
las ráfagas se rizan a través de las hojas del calendario
hasta llegar al día en que nací, la cacerola
colgada de la viga por un garfio
repica un angelus contra la sartén, 
se inflan las cortinas mientras voy
de cuarto en cuarto, de cama en cama,
de ciudad en ciudad, de continente en continente,
capturando el viento como una vela triangular,
cubriendo con flechas y volutas los mapas que dan
pronósticos del tiempo, desbordando
fronteras, sexos, husos horarios. 
Brilla la luz de mi cocina
a medida que el cielo se oscurece,
me alzo con el vapor de una tetera hirviendo,
me aproximo a mi gloria, por fin el aire
iguala mi emergencia, alcanza igual velocidad,
y ambos nos anunciamos con un postigo flojo
que viene y va contra los muros de la casa. 
 
Traducción de José Emilio Pacheco.

 

Truman Capote, “Louis Armstrong”, 1973 

Seguramente Satchmo se ha olvidado que fue uno de los primeros amigos del presente escritor. Lo conocí a los cuatro años, cuando él, un Buda moreno, robusto y beligerantemente feliz tocaba a bordo de un casino flotante que hacía la carrera entre Nueva Orleans y St. Louis. No importaba cómo, la cosa es que yo viajaba muy a menudo, y para mí la dulce iracundia de la trompeta de Armstrong, la exuberancia de sus muecas, su carraspera, son como la torta de Proust, hacen que las lunas sobre el Mississippí  vuelvan a brillar, evocan las luces barrosas de los pueblos junto al río, y el sonido, como bostezos de caimanes, de las sirenas, vuelvo a escuchar el ímpetu del río mulato, escucho, siempre, el compás que lleva al pie del Buda sonriente mientras se adentra en “The Sunny Side of the Street” y veo las parejas de recién casados, en su luna de miel, ofuscados por los licores de contrabando, sudando a pesar del talco, bailando en el salón de baile del barco. Satchmo fue bueno conmigo, me dijo que tenía talento, que debería actuar en vaudeville. Me dio un bastón de bambú y un sombrero de paja con una cinta verde, y todas las noches me anunciaba desde la tarima de la orquesta: “Damas y caballeros, ahora les vamos a presentar a uno de los lindos niños de Estados Unidos, que va a zapatear”. Después caminaba entre los pasajeros, juntando monedas en el sombrero. Esto sucedió todo el verano. Me volví rico y engreído. Pero en octubre el río embraveció, la luna se puso blanca, los clientes disminuyeron, los viajes terminaron, y con ellos mi carrera. Seis años después, cuando estaba pupilo en una escuela de la que quería escaparme, le escribí a mi ex benefactor, ya entonces famoso, diciéndole que si iba a Nueva York, ¿no podría él conseguirme un empleo en el Cotton Club o en alguna otra parte? No hubo respuesta, a lo mejor no recibió la carta. No importa. Yo lo seguía queriendo. Todavía lo quiero.

Traducción de Rolando Costa Picazo

 

Denise Levertov, “Deseando la luna (I)”

La luna no. Una flor
del otro lado del agua.

El agua pasa en crecida,
arrastrando un árbol por el follaje,

un granero, un puente. La flor
canta sobre la orilla lejana.

La flor no, un pájaro que llama
oculto entre los árboles más oscuros, música

sobre el agua, haciendo un silencio
fuera de los pardos pliegues de su manto, el río.

La luna. No, un hombre joven que camina
bajo los árboles. Hay faroles

en medio de las hojas.
Tierno, sabio, festivo,

su cara se ilumina con su propia luz,
lo veo a través del agua como en primer plano.

Un bufón. De sus cascabeles suena una música
grave, un aire de lamento.

Lo danzo en mi orilla del río.

Traducción de Diana Bellessi

 

 

elinterpretador

 

 

 
 
 
 
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