el interpretador no tem�is

Siete notas sobre la po�tica de Sergio Chejfec

por Edgardo H. Berg

1. Los comienzos

����������� Sergio Chejfec como muchos de los redactores y columnistas de la revista Babel, se inician dentro del equipo de redacci�n de ?Tiempo Cultura?, el suplemento cultural del diario capitalino Tiempo Argentino, editado entre los a�os 1982 y 1986. El suplemento opera como una instancia de modernizaci�n de la cr�tica literaria y del pensamiento contempor�neo e introduce una serie de intervenciones de intelectuales que, durante la �ltima dictadura militar (1976-1983), no hab�an tenido espacios en otros suplementos culturales de los grandes medios gr�ficos del pa�s. Los redactores y colaboradores (Daniel Guebel, Mart�n Caparr�s, Jorge Dorio, Alan Pauls, Sergio Chejfec, entre otros) son estudiantes universitarios y j�venes escritores con sus primeras obras publicadas o en proceso de gestaci�n. ?La vanguardia, hoy: el futuro es ayer? (Tiempo Argentino, 27/3/83) es el primer art�culo, resultado de un encuentro en el que varios� escritores discuten sobre la posibilidad de una literatura de vanguardia en la actualidad,� de su pertenencia o adhesi�n program�tica a ella. Arturo Carrera, Rodolfo Fogwill, Nicol�s Peycer�, Luis Thonis, Eduardo Gruner ponen en cuesti�n la categor�a de vanguardia para definir una posici�n est�tica contempor�nea, en un contexto hist�rico tan distante y diferente a las primeras d�cadas del siglo XX; asi como reconocen a Le�nidas y Osvaldo Lamborghini como faros literarios y destacan� el valor literario de la obra narrativa de C�sar Aira. La secci�n, a su vez, adelanta lo que ser�, a�os m�s tarde, el horizonte de transformaci�n de la teor�a y cr�tica literarias que se desarrollar� en Babel. Revista de Libros. El diario Tiempo Argentino deja de aparecer en 1986 y, en 1987, nace el autodenominado grupo ?Shangai?, cuyo manifiesto es publicado, en ese mismo a�o, en el diario P�gina 12 y en la revista El periodista. Sus integrantes van a ser los futuros directores y colaboradores de la revista Babel: Mart�n Caparr�s, Jorge Dorio, Daniel Guebel, Carlos Eduardo Feiling, Luis Chitarroni, Alan Pauls, Sergio Chejfec.

2. La dispersi�n de la lectura

No hace falta decir que para un narrador toda referencia literaria y paseo sobre su biblioteca personal, por incidental que parezca, puede promover un debate infinito entre las aseveraciones cr�ticas de una obra ajena y la inscripci�n especular, que declara un autor como sujeto de su propio entendimiento. En el espejo de la lectura, la cr�tica de un escritor puede pensarse como un autoretrato, donde el artista y el modelo parecen coincidir, y los desplazamientos de la identidad autoral pueden ser excursiones mudas y sin ruido, marcas de legitimidad de la propia obra.

Bajo los seud�nimos de Sergio Racuzzi o de Rita Fonseca, en sus primeras intervenciones, Chejfec comenz� a delinear, en breves notas o rese�as, su pensamiento literario y su pr�ctica cr�tica que, en muchos casos, podr�an pensarse como relatos en espejo: hablar sobre los libros ajenos es hablar al mismo tiempo de los propios. Ficciones cr�ticas y brev�simas lecturas que, a manera de trazos o de huellas inscriptas, permiten entrever como un mapa literario, las capas y los sedimentos de su po�tica, entrevista en fragmentos anticipatorios. As� por ejemplo, la breve nota, firmada con el pseud�nimo femenino de Rita Fonseca, sobre la publicaci�n en espa�ol de los relatos de Thomas Bernhardt en la revista Fin de siglo (n� 8: 61), su comentario sobre la obtensi�n del Premio Nadal por parte de Ju�n Jos� Saer, o la ?Nota introductoria? a la entrevista que le realizara al autor santafecino, en la revista Pie de p�gina (1983: 3) junto a M�nica Tamborenea, y firmada con las iniciales S. R. (luego confirmadas por el nombre completo de Sergio Racuzzi), se�alizaban la lecci�n de sus primeros maestros, visibles en su primera novela, Lenta biograf�a (1990). En la nota introductoria se colocaba a la producci�n de Saer bajo el signo de la marginalidad (o mejor de los caminos marginales) y la excentricidad. Y, Chejfec, convalidaba su obra a partir de una contundencia ?que no puede sino tener (una) descendencia en la literatura argentina?. Operaci�n, si se quiere,� borgeana, el futuro autor o el novelista en estado de enunciaci�n prefigura los signos que podr�n leerse en su propia obra; coloc�ndose como un continuador de una obra central, dentro de su perspectiva, en la literatura argentina. La afirmaci�n de Chejfec, se lee no lejos de las afirmaciones de Iuri Tinianov en Avanguardia e tradizione (1968: 135); o, muy cerca de la inflexi�n par�dica de Emilio Renzi en Respiraci�n artificial (1980) de Ricardo Piglia: ? [...}quiz� habr� de fundar en el pa�s cierta descendencia de sobrinos? (1983: 3). Quiz�, en este sentido, no sea causal el apartado dedicado a la novela El entenado y la dedicatoria a Juan Jos� Saer que abre El punto vacilante. Literatura, ideas y mundo (2005), el �ltimo libro de ensayos de Chejfec.
����������� Se podr�a decir que si en los comienzos la narrativa del autor convocaba a Juan Jos� Saer, como su ancestro y padre textual privilegiado, a partir de El aire (1992) y, m�s precisamente, con sus novelas Los planetas (1999) y Boca de lobo (2000) se percibe cierto efecto o eco evanescente propio de la narrativa de C�sar Aira. La incidencia ficcional de ciertos actos banales no impide al autor, que cualquier fragmento� o escena narrativa, por insignificante que parezca, resulte un terreno de experimentaci�n o se encuentre vacilante, ante la impresi�n gr�vida del ensayo. La inversi�n o el desv�o de las intenciones primarias generan, muchas veces, en Chejfec, una anomal�a y una suerte de des-composici�n del concepto cl�sico de novela, que remite como sabemos, en sus presupuestos est�ticos b�sicos, a la gran tradici�n del realismo europeo. ����������� As� por ejemplo, La novela Boca de lobo reanuda ciertos t�picos y motivos de la llamada novela social de los a�os ?60?: la localizaci�n de los hechos en un barrio suburbano, una f�brica como espacio central, un obrero despedido porque se resiste a aprehender el funcionamiento de una nueva m�quina, un hombre adulto que, en la novela oficia como narrador, se enamora de Delia, una trabajadora fabril adolescente, abandonada cuando queda embarazada. La novela vuelve sobre una problem�tica propia de esa �poca: las relaciones de dominaci�n, la alienaci�n producto de la divisi�n del trabajo, la relaci�n enajenante entre el trabajador y la m�quina de trabajo, la relaci�n entre trabajador y su producto de trabajo. Sin embargo, no hay en Boca de lobo marcas referenciales precisas, ni en las coordenadas espacio-temporales, ni en el sistema de nominaci�n: no sabemos a qu� urbe corresponde el suburbio donde transita la pareja protagonista, no sabemos bien hacia d�nde se dirige la mujer que baja de un colectivo, no sabemos en qu� f�brica trabaja, no sabemos tampoco cu�ndo transcurre la historia. La novela parece plantearse formalmente, como es propio en la po�tica de Chejfec, sobre la indeterminaci�n y la incompletud: los cap�tulos armados a trav�s de las breves pausas que genera la puntuaci�n, los lugares levemente extra�ados, las calles sin direcci�n o destino fijo, la desintegraci�n de los lugares conocidos y familiares, los personajes an�nimos o des-figurados.(1) �En este sentido, se podr�a decir que Chejfec, mira la escena social como un extranjero y se coloca en un lugar exc�ntrico, por fuera de los postulados est�ticos del realismo. A las preguntas �c�mo narrar la historia? �c�mo referir los hechos reales?, Chejfec formula otras: �c�mo narrar lo indeterminado? �c�mo se puede encontrar lo insustancial? O mejor, �c�mo narrar las capas delgadas e invisibles que emergen sobre la superficie de las cosas? O, m�s precisamente, �c�mo formular una ficci�n proletaria, cuando el sujeto social motor del cambio ha desaparecido, o al menos, est� suspendido en la contemporaneidad como categor�a hist�rica? En este sentido, la apuesta es fuerte y Chejfec se arriesga a elaborar una suerte de tratado de antropolog�a fabril cuando la clase obrera, en la actualidad, se halla en pleno proceso de desproletarizaci�n. (2) Si es verdad, como afirma Gilles Deleuze (1989: 93-96), que el sentido com�n es el peor de los sentidos, con Chejfec asistimos a una experiencia narrativa que nos dice que el sentido no es lo que falta, sino que las palabras, siempre errantes y en suspenso, se construyen y significan en la falta. Se sabe, alguien, en alg�n lugar, hace creer, y alguien descree de lo dicho. La contracara del pacto de fe de la ficci�n, como sabemos, es la traici�n. La historia en Chejfec, siempre hay que buscarla en otro lugar: ah� donde el tiempo proyecta la sombra de un aplazamiento o, all�, donde la escritura traza el rostro de su propio enigma. La verdad, dir�a Chejfec, siempre es aleatoria.����

3. Retrato de autor

����������� Hace unos a�os, Beatriz Sarlo en un cap�tulo de su libro Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina (1994), trazaba una serie de retratos que configuraban de alg�n modo cuatro modelos de artistas modernos ?un pintor, un m�sico y dos escritores- Lo peculiar era que Sarlo trabajaba esos microrrelatos a partir del sobreentendido y la elipsis del nombre propio. En uno de los �ltimos apartados del cap�tulo ?El lugar del arte?, describe la singularidad de la conformaci�n intelectual y las marcas de la escritura de un escritor, todav�a muy joven. A partir de esta biograf�a encubierta de Sarlo, se dice que el autor estudi� literatura en la Universidad de Buenos Aires, mientras trabajaba como taxista y, cuando obtuvo el t�tulo universitario, renunci� a una carrera acad�mica y, por supuesto, abandon� el oficio de taxista. El retrato era de Sergio Chejfec y, m�s all� de la secuencia de breves episodios, m�s o menos banales, m�s o menos singulares, lo que me interesa resaltar es una lectura que hace Sarlo de sus primeras novelas ?Lenta biograf�a y Moral, ambas de 1990- que preanuncia, si se quiere, algunos rasgos de la apuesta narrativa del autor.� Por esos a�os, Beatriz Sarlo afirmaba:

?Leyendo sus novelas, estamos en una situaci�n de inseguridad continua pero atenuada: las palabras a veces no parecen responder del todo a lo que se acostumbra, a veces se desv�an hac�a un lado ?incorrecto?, o buscan extenderse hasta ocupar el lugar de otras palabras. Escribe como si mirara el lenguaje de reojo, no por desconfianza (eso ser�a casi un lugar com�n) sino como si no tuviera recuerdos del lenguaje, como si ese instrumento fuera algo que conoce perfectamente pero que, al mismo tiempo, le resulta un territorio extra�o del que tiene que apropiarse. Ser�a equivocado pensar que su relaci�n es insegura, se trata m�s bien de una perspectiva en diagonal sobre un espacio que habitualmente miramos de frente. Al escribir recorre sendas laterales y caminos desviados? (Sarlo 1994: 149).

Esa situaci�n de peligro, que estaba presente ya en las primeras novelas del autor, se constitu�a, principalmente, en la configuraci�n de un contrato de lectura, lento y moroso, a partir de una sintaxis narrativa que hac�a de las frases extensas, saturadas de guiones y par�ntesis su modo de ser b�sico.(3) En este sentido, muchas veces, como lectores, quedamos atrapados en una suerte de telara�a ante el naufragio de la lengua, sumergidos en la torsi�n de las palabras que se enrollan sobre s� mismas y se desarrollan, vacilantes, en infinitos erizos. El arte de dar vueltas la frase y extender los posibles narrativos tendr�, m�s tarde, su equivalencia con la man�a ambulatoria de sus personajes sobre el territorio urbano. Si se quiere el caminar, el vagabundear encuentra una primera definici�n como espacio de enunciaci�n. Como si sus novelas fueran una ficci�n te�rica sobre cierta manera de caminar. Una manera de aproximarse a tientas sobre los bordes imprecisos e inestables de la experiencia narrativa.

Asimismo, la singular decisi�n de convertir la ambig�edad y la incertidumbre en el propio objeto narrativo, mostraba un itinerario que no eleg�a los caminos m�s seguros y previsibles. Podr�amos decir que la po�tica de narrativa de Chejfec se potencia en una radical negatividad que vulnera y erosiona cualquier intento de clasificaci�n y de definici�n m�s o menos imaginable.

Si para George Steiner (2000:34-35) la literatura contempor�nea puede ser considerada como una literatura de exilio permanente, el estilo de Chejfec, como la identidad de sus personajes, es un estilo vagabundo y fuera de casa, al manejar el c�digo novel�stico como un extranjero.

En este sentido, la narrativa de Chejfec se presenta bajo la forma inestable del ensayo ?la experimentaci�n- afirmando la inconclusi�n permanente de la novela. Los registros mezclados, la vibraci�n de fronteras gen�ricas, la estetizaci�n y politizaci�n de la memoria, las descripciones apenas entrevistas, las ideas fuera de lugar y la errancia como escenario del discurso son motivos y entonaciones que convocan a la constituci�n de un nombre propio.

�C�mo poner a prueba un pensamiento err�tico? �C�mo dar forma a historias sin terminar? �C�mo narrar lo indeterminado? �C�mo narrar las capas delgadas e imprecisas que emergen sobre el estado de las cosas? Esos son algunos de los interrogantes que Chejfec asume como propios del arte narrativo contempor�neo.�

4. La escritura como acto de delegaci�n

El no lugar de una historia familiar, la ausencia de una persona amada o la presencia-ausencia de un amigo desaparecido que interpela ?en tanto cuerpo insepulto-� convocando su propia rememoraci�n son algunos focos o centros tonales que arman el escenario narrativo de los textos de Chejfec.

Los recuerdos en las novelas de Chejfec son como monedas gastadas y perdidas, incapaces de encadenarse en una sucesi�n. Si el uso desviado del registro autobiogr�fico (en particular en su vertiente biogr�fica), tanto en Lenta biograf�a� como en Moral, convoca secretamente a Marcel Schwob y a Jorge Luis Borges, en donde la intensidad (sint�tica y emblem�tica) se roza con la extensi�n (morosa, digresiva y, por momentos, autoreferencial), en ?El extranjero? (1993), el recuerdo se extiende en el tiempo inm�vil que produce la muerte de un hermano (Ernesto en el relato) o, en la novela Los planetas, se concentra en los efectos migratorios del pasado (en el hipot�tico e irreal destino de M, el amigo de S, desaparecido en los a�os ?70?, persistiendo, como un pacto velado de ausencia, en el presente continuo de una foto).(4) As� tambi�n, en su incursi�n en el registro po�tico, Chejfec remite� a la coartada geneal�gica. En ?Bot�n de guerra?, el primer poema de su serie Tres poemas y una merced (2003), establece un singular modo de testimonio, un poema desplazado que opera sobre el ensayo de Joseph Brodsky, del mismo nombre, perteneciente al libro Del dolor y la raz�n (1995), escrito como una forma de testamento, antes de su muerte en 1996. El sujeto en proceso de enunciaci�n toma prestada la vida de otro (la biograf�a extranjera de Brodsky) y, al mismo tiempo, al hacerlo, construye su propia identidad. Las dos historias, las dos vidas casan, literalmente, sus duraciones. Y el poema es el lugar donde se unen los destinos.���

En Lenta biograf�a, el pasado europeo, el exilio y el holocausto jud�o eran hechos insalvables en torno al cual giraba la infancia del narrador. �Qu� sucede cuando qui�n relata tiene que componer un universo que se esfuma en los rostros y gestos borrados de sus ancestros jud�os? �C�mo es posible computar, m�s all� del registro sentimental, una experiencia que parece inescribible y fuera de lugar? �C�mo conjeturar y recomponer las piezas de una memoria ?la del narrador y la paterna- fracturada para siempre?

Fijarse una identidad e inscribirse en la genealog�a paterna es tambi�n expropiar el origen, traicionar el nombre del padre para fijar el territorio propio del narrador. Donar al padre una versi�n de su vida, si se quiere, es un acto de fidelidad; pero tambi�n, es hacerlo perder el rostro en la di�spora de las palabras ajenas.�����

Si la primera novela� convocaba, en un relato que circulaba a media voz y en sordina en los entreactos de sobremesa, a la historia de un sobreviviente de los campos de exterminio nazi, en Los planetas (1999), Chejfec apart�ndose visiblemente del registro testimonial y encubriendo los nombres propios de una historia personal en los desdoblamientos del sujeto (?M de Miguel o de Mauricio; tambi�n podr�a decir M de Daniel ya que, como sabemos, detr�s de las letras puede haber cualquier nombre? [1999: 18]), transforma la historia de un desaparecido de la �ltima dictadura militar, en una historia de escritura. Quien quiere recordar a su amigo de la infancia y de la adolescencia, porque ha olvidado, reconstruye una historia de la que S (suponemos que Sergio) es su heredero. La escritura, en este sentido, cumple, otra vez, la funci�n de un don: escribir sobre M es devolver la palabra a aquel que ya no puede hablar.

Un narrador externo y neutro a la historia ensaya contar -porque el registro de la novela es a la vez, ensay�stico e �ntimo- lo que sabe el amigo de M y lo que �ste puede conjeturar sobre su vida. La novela se extiende sobre los efectos migratorios y err�ticos del pasado de un personaje, que como un cuerpo ausente y fantasma, migra, de escena en escena, de relato en relato, atravesando y poblando los rastros huidizos de quien quiere estar en estado de memoria. Y si las historias de vida de S y M constituyen dos planos que se ofrecen sim�tricos y complementarios, cuando M desaparece, lo hace para que S empiece el libro:

?Ultimaron los detalles en la puerta, y gozando por anticipado la ilusi�n proveniente s�lo de su imaginaci�n, ambos rieron de felicidad al trocar sus nombres. Sergio le dijo Sergio a Miguel y Miguel le dijo Miguel a Sergio?. (Chejfec 1999: 47).?Eran equivalentes. Decir Sergio, por ejemplo, significaba decir eso mismo y el otro a la vez; lo mismo suced�a al decir Miguel? (Chejfec 1999: 53)

El desaparecido, el ausente impone la tutela y la mirada perpetua e interminable. Cuando ya no importe la posibilidad de narrar la ex-tensi�n de los posibles y las escenas narrativas parezcan haber terminado, est� lo que viene despu�s: las fotograf�as de infancia conservadas como ?talismanes?, el ?block maravilloso? de un diario incompleto y fragmentario que, como un palimpsesto, inscribe la huella permanente de lo escrito y su borramiento. Y si la ?olvidadiza memoria? es el carril indispensable que recorre el intercambio narrativo, el narrador, el sujeto en estado de memoria, es un Aquiles que enfrenta, andando hacia atr�s, a la tortuga parad�jica del tiempo.

5. Ciudad

Dec�a que el arte de dar vueltas a las frases y extender los posibles narrativos tiene como su equivalente el arte ambulatorio de los personajes sobre el territorio urbano. En casi todos sus textos, Chejfec introduce la figura de un personaje de naturaleza vagabunda y aventurera. Barroso (El aire), la narradora, amiga de Estela e Isabel (El llamado de la especie), Sergio o Miguel (Los planetas), Delia o su compa�ero (Boca de lobo) y F�lix (Los incompletos) son sujetos que marchan, siempre en estado de paseo o errancia. Ajenos a la seguridad que da la pertenencia a un sitio y desprovistos, por elecci�n, de identidad civil o barrial, convocan la imagen y el rostro desfigurado del forastero y el migrante, que nos remiten al t�pico del jud�o errante y a la tradici�n cultural de las f�bulas jas�dicas. Dice Michel De Certeau (1996: 116) que andar es no tener lugar. Los personajes de Chejfec, muchas veces, desprovistos de un lugar seguro y caracterizados por un nomadismo cr�nico, son sujetos desterritorializados que s�lo fijan residencias transitorias. Y si los personajes, como en los relatos kafkianos, pierden a menudo su identidad y son nombrados, muchas veces, por las iniciales del nombre propio o con una letra del alfabeto (X, Y, Z, en El llamado de la especie, M y S en Los planetas), al recorrer el espacio urbano, transitan una ciudad extra�ada, sin contornos precisos. El eclipse del rostro, el borramiento paulatino de la identidad fija de sus personajes se corresponde con el paseo por un territorio inh�spito o fantasmal. Chejfec se detiene sobre los desperdicios del paisaje urbano, como si una cat�strofe hubiera dejado sus rastros. Terrenos bald�os, barrios abandonados y pauperizados, c�mulos de desperdicios y de chatarras. Al modo de un paisaje postindustrial, propio de la ciencia ficci�n contempor�nea, las ciudades modernas se han convertido, m�s que en un espacio urbano, en una� capa geol�gica. Espacios vacios y amorfos que pierden sus coordenadas euclideanas y olvidan sus l�mites. Parece como si todo estuviera a punto de su disoluci�n, bajo el estado incivil de la vegetaci�n y la presencia inerte de los cuerpos inorg�nicos.

Bajo la mirada del que est� extasiado el espacio urbano puede construirse como una alegor�a de tiempos superpuestos. La entrada sigilosa y enigm�tica de una carta por debajo de una puerta puede generar una intriga, una historia de amor o de ausencia. Se podr�a decir que El aire de Sergio Chejfec comienza ah�, cuando se ha abierto una fisura o se ha roto un pacto o una alianza. La primera carta que el protagonista reconoce de su mujer, como �ndice de desorganizaci�n de un sistema cerrado-el espacio �ntimo y privado de un departamento- forja un exceso, origina y da lugar a la narraci�n:

?Adentro hab�a una peque�a hoja doblada en dos, y en ella un breve mensaje escrito con esa misma letra que antes o despu�s hab�a puesto ?Barroso?: ?Me voy a Carmelo. No me sigas. M�s adelante voy a escribirte ?. No hab�a firma, cosa para �l innecesaria; hab�a reconocido la letra de Benavente? (1992: 14).

Este episodio, verdadera armaz�n del relato, funda la espera y deviene en el texto como coordenada de espacio-tiempo. En tanto intervalo es un vac�o que se ha abierto en la vida de Barroso en relaci�n al tiempo de otro (su mujer, Benavente); en tanto intersticio, es una grieta que el protagonista percibir�, m�s tarde, en el paisaje urbano. La repetici�n de la instancia de la letra -las tres cartas que recibe Barroso de su mujer- confirman un estado expectante del protagonista que invierte el narrema cl�sico: es Barroso el que espera y Benavente la que viaja. La intriga se mantiene en el texto, por la ausencia de la mujer y la postergaci�n infinita del encuentro. El creer para Barroso, toma la forma de una palabra -la carta-siempre diferida y aplazada, que colma el intervalo entre una p�rdida presente y la creencia de un encuentro futuro.(5) Sumergido en un presente continuo (?el pasado era el olvido, el futuro era irreal, quedaba entonces por lo tanto el presente aislado del universo?), el riesgo que asume el protagonista es estar expuesto al tiempo que depende de otro. Mientras Benavente viaja por la costa uruguaya,. Barroso se queda inm�vil por el ?encantamiento? del tiempo de la espera.(6)

Hasta que no ingrese la carta como inscripci�n del tiempo de la ausencia -ese hueco o vac�o percibido en primer t�rmino, por la falta de un cepillo de dientes en el ba�o-, para el ingeniero Barroso lo real se reduce al c�mputo de magnitudes y medidas. Despu�s de ese vac�o, nada de lo real est� asegurado, y la obsesi�n de afirmar juicios y conclusiones l�gicas comienza a desmoronarse. Esas distancias, medidas y pesos son categor�as que simplifican o reducen ?la natural complejidad del mundo?.

La carta, dec�a, es un exceso, un ex-cursus. La falta o la ausencia que las tres cartas traslucen, provocan otro sistema de circulaci�n, otro itinerario. Los desplazamientos y migraciones de la ausente determinan a Barroso, lo arrojan fuera de lugar como un sujeto extra-vagante. Cuando el protagonista desecha la posibilidad de agotar la semiosis o de capturar el sentido siempre furtivo de la letra y abandona el proyecto de seguir a su mujer por Carmelo, Colonia o Montevideo, de donde llegan las tres cartas, se extrav�a en la escena p�blica. La fisura que abre el tiempo de la espera provoca ese desfasaje, un pasaje de lo privado a la otra escena: la graf�a del camino urbano. Barroso circula, traspasa casi sin saberlo, de una graf�a privada a una cartograf�a p�blica.

Los rastros que disemina la topograf�a urbana proyectan un paisaje, una ciudad en v�as de su desintegraci�n. El dinero ha sido reemplazado por el vidrio y por Buenos Aires circulan nuevos traperos; y los recientes l�mpenes, son botelleros profesionales. Trastocando centro y periferia, ahora, los asentamientos no son extramuros sino que ocupan las terrazas y los techos de los edificios m�s pr�ximos. La disgregaci�n social y las transformaciones negativas del paisaje dise�an una hip�tesis regresiva; son los sedimentos de la pesadilla futura: plantas silvestres que crecen, vecindarios degradados y gente portando botellas o rescatando los desechos de los contenedores de los edificios y los restaurantes.El aire urbano se vuelve irresistible, viscoso, porque se ha abierto otra grieta. La visi�n de la ciudad es literalmente aleg�rica, si se me permite este ox�moron, porque re�ne los fragmentos, los desperdicios y ruinas del dise�o urbano. Su imagen se ha hecho quebradiza, como el vidrio que es moneda de cambio de los nuevos l�mpenes o parias sociales de la ciudad. Para Barroso, el espacio hueco, la grieta que origina la ausencia de Benavente, ahora, se percibe como pura extensi�n. Las manchas de pasto, el pajonal, la tierra bald�a son se�ales de irrupci�n de otro tiempo. Ese cambio de la causalidad en el trayecto ciudadano es una fuga hacia el pasado preurbano, o una inclusi�n de la naturaleza rural en la ciudad.(7)

El llamado de la especie, recupera dos l�neas de sentido presentes en sus textos anteriores; por un lado, la escritura asociada al recuerdo y a la experiencia privada, por otro, a la reflexi�n sobre el espacio urbano. Una vaga imagen congelada de un peque�o pueblo de provincia, des�rtico e indeterminado, donde las m�nimas referencias se volatilizan en el aire o en el silencio de la hora de la siesta, es el primer paneo narrativo que abre la nouvelle. A partir de esa imagen aterradora por su quietud, se insertan las primeras historias, los primeros encuentros, las primeras migraciones narrativas, los primeros traslados y viajes. Peque�as historias, m�s o menos desgraciadas o venturosas, sumergidas sobre una geograf�a ambulatoria que va acechando las huellas de la experiencia. Miniaturas, cuadros narrativos o breves pasajes; peque�os incidentes o cat�strofes: una ni�a que espera la llegada de su padre, el azar de una carta fechada a destiempo o un paisaje urbano que comienza a transfigurarse. En la nouvelle una narradora recuerda. Recuerda o quiere recordar. La mujer de la que se ignora todo (salvo algunos incidentes de su infancia) quiere recuperar las modulaciones y los tonos, las digresiones y los par�ntesis de las charlas entre sus dos amigas (Estela y Silvia, luego trastocada con el nombre de Isabel). Entre diurna y on�rica, el registro imparcial y fragmentario de esa experiencia de otro tiempo presente se va dise�ando, entre flashes, en una topograf�a de fronteras m�viles. En este sentido, El llamado de la especie toma el ritmo y la sintaxis del inconsciente, la estructura del sue�o o del delirio. Las frases entrecortadas y deshilvanadas o los subt�tulos como carteles de ruta (una serie de sintagmas nominales, verbales o adverbiales) parecen computar las s�bitas fulguraciones de sentido o las peque�as epifan�as del pasado. Es entonces cuando la narradora deja de estar ausente y se inscribe como voz. Descubre que ya no hay un punto de Arqu�medes, un mapa seguro en ese viaje a destiempo que implica toda vuelta al pueblo natal.

����������� Las diferentes historias que la narradora cuenta o quiere recordar transcurren en un lugar incierto, probablemente latinoamericano. San Carlos es m�s o menos igual a cualquier lugar o sitio contempor�neo. Espacios imprecisos y cambiantes, poblados fantasmas donde duerme gente emigrada al costado de la ruta o vagan, extraviados, personajes sin nombre (x, y o z) y perros an�micos y sin olfato. La narradora recorre y se sumerge por el detritus urbano; y los desechos y los terrenos bald�os comienzan a confundir, otra vez, la naturaleza rural y la urbana, presagiando un inevitable retorno a lo silvestre. F�bricas, ranchos, galpones abandonados, calles sin retorno o destino, lugares desplazados e incompletos, ruinas o escombros; en definitiva, los nuevos escenarios urbanos se configuran sobre la base de la destrucci�n del barrio o la zona.�

Pero qu� pasa cuando la ciudad, la geograf�a urbana forma parte del recuerdo? �O cuando las calles pr�ximas que transitamos, en la ni�ez� o en la adolescencia, mudan sus temporalidades y retornan cargadas de lejan�a? �Qu� lugar ocupa la ausencia? O mejor, �d�nde se aloja el cuerpo ausente en la complicidad� silenciosa de la ciudad ?���

En este sentido, en Los planetas, la ciudad cuenta tambi�n un relato de identidad y despojo; y registra la compleja relaci�n entre la memoria hist�rica y el olvido. Lo perdido o extraviado se renueva y conserva, sugiriendo una parad�jica persistencia, al modo de las pistas dejadas atr�s despu�s de una caminata. Dicho de otro modo, la aventura del tiempo que postula la novela es al mismo tiempo una aventura espacial. Buenos Aires exhibe las marcas de su historia, las huellas de un tiempo pasado percibido antes de su disoluci�n u olvido. Los fragmentos narrativos, las microhistorias y las f�bulas, levemente kafkianas, narran tambi�n, a su modo, c�mo una ciudad familiar puede convertirse, bajo la mirada del que recuerda o trata de recordar, en un espacio extra�ado y desconocido. Y si la (auto)biograf�a que cuenta la novela tiene que ver con el transcurso del tiempo del otro, el perpetuo presente, planetario y errante que evoca a M, las huellas de una ciudad perdida, con sus calles fuera de destino y sus lugares transformados, forman parte, si se quiere, de una (auto)biograf�a espacial. Y si andar es no tener un sitio o un lugar fijo, el que recuerda, olvidando, en su vagabundeo por las calles descubre, como resto, la herida y el surco cavado en el pozo del tiempo: Y en su permanente zig-zag, la escritura se transforma en un torbellino de tiempos fracturados y superpuestos. Los lugares y espacios vividos, los zonas recorridas son historias ambulatorias, pasados-presentes que van y vienen; y se despliegan dialogando como relatos en espera.

Cuando las iniciales de un cuerpo presente en su ausencia se entrecruzan con la p�rdida de la cadena onom�stica que designa las calles transitadas, el espacio urbano adquiere su ?p�tina mortuoria? con los restos esparcidos sobre su extensi�n. Y es aqu�, cuando Buenos Aires, escenifica un teatro siniestro y� ?verista? como forma subsidiaria de la estela dejada por los cad�veres insepultos que inundan la ciudad:

Si las calles de una ciudad est�n pre�adas de un pasado inconcluso que nunca termina de decir lo que tiene que decir y el escribir es un acto de cercan�a y vecindad con el otro, la historia que cuenta Los planetas de Sergio Chejfec bien podr�a pensarse como un acto de redenci�n pol�tica: el futuro de un pasado que a�n no ha terminado.(8)

6. Las huellas� del erizo

Hace un par de a�os, m�s precisamente en 1970, aparec�a, en el n�mero 246 de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, una serie de poemas de Juan Jos� Saer, agrupados bajo el t�tulo ?Poetas y detectives?, estos poemas ser�an la base del libro El arte de narrar , publicado en Venezuela por la editorial Fundarte en 1977, y editado definitivamente, sumando tres secciones nuevas, en el a�o 2000, bajo el sello de la editorial Planeta.Sin embargo, el libro no nos sorprend�a como un gesto radical e intempestivo, m�s bien el texto, como una nota sincopada, remit�a, en su variaci�n, a una m�sica familiar y conocida. En todo caso, se podr�a decir, a prop�sito del libro de Saer, que las pausas ritmaban y volv�an articular, con sus c�nones y fugas, una sinfon�a inacabada y siempre inconclusa. Cuando, Chejfec publica, en el a�o 2003, Gallos y huesos, en principio parec�a asumir un riesgo, como si estuviera explorando un territorio nuevo, o realizando una suerte de caminata y errabundeo por regiones ignotas o fronterizas.

M�s conocido por su obra novel�stica (Lenta biograf�a, 1990; Moral, 1990; El aire, 1992; Los planetas, 1999; Boca de lobo, 2000; o Los incompletos, 2004) o por sus textos ensay�sticos (recogidos en su �ltimo libro El punto vacilante, 2005), Chejfec ya hab�a incursionado con el registro po�tico a partir de ?Tres poemas y una merced?, publicado en el a�o 2003, en el n�mero 62 de Diario de Poes�a, donde dialogaban, en un singular cruce de g�neros, la cr�tica literaria y la poes�a. El primer poema ?Bot�n de guerra? establec�a un singular modo de testimonio, un poema si se quiere desplazado que operaba sobre el ensayo de Joseph Brodsky, del mismo nombre, perteneciente al libro Del dolor y la raz�n. El poema convocaba a la coartada geneal�gica y daba forma a un sujeto en estado de enunciaci�n que, tomando prestada la vida de otro (la biograf�a extranjera de Brodsky), al mismo tiempo, al hacerlo, constru�a su propia identidad. Las dos historias parec�an monedas intercambiables y las dos vidas casaban literamente sus duraciones.

?La poes�a va siempre ayudada y a�n llevada por el ritmo de las cosas exteriores, pues la cadencia l�rica es la de la naturaleza?, escrib�a Rainer Mar�a Rilke, en una carta cuyo destinatario era Rodin. En una suerte de poes�a desyoizada (el yo es sustitu�do por la tercera persona y la mirada distanciada parece ser el registro� impersonal y neutro sobre los objetos que est�n a la vista), y, en donde sobre el reino arist�telico del tr�nsito y la descomposici�n, los desechos de las especies parecen persistir en un canto in-nominado, lejano e inaudible, Chejfec parece recordar la poes�a ?objetivista? de Rainer Mar�a Rilke (basta pensar en los dos tomos de los ?Nuevos poemas? o en ?Las eleg�as a Duino?); una poes�a si se quiere autorreflexiva y curva, que intentaba penetrar en el mundo interno de los seres y las cosas, y en este sentido, parece dar expresi�n a una po�tica de la physis.

Un poema largo que transcurre sobre la superficie de un mapa abre Gallos y huesos (2003) y, precisamente, el poema se titula ?Mapa? (pp. 3-16). El poema, si se quiere, condensa dos motivaciones presentes en la po�tica del autor: por un lado, la construcci�n de un escenario indeterminado y abstracto, bajo la presencia inerte de cuerpos y entes subterr�neos; por el otro, la autorreflexi�n sobre un dibujo, una cartograf�a improbable e imposible de definir, como el trazo irregular que deja la escritura sobre los signos, y que parece afirmar la inconsistente representaci�n de lo real� o, por lo menos, su� vacilaci�n e incertidumbre.

De la F�sicaaristot�lica, Chejfec retoma el dualismo cosmol�gico inscripto en el mapa, entre el mundo supralunar (perfecto e incorruptible) y el mundo sublunar (imperfecto y corruptible, sometido a la generaci�n y al cambio). En este sentido,� el mapa proyecta un mundo escindido en dos, un mundo debajo de otro. Sin embargo, este poema hechizo de geograf�a, con sus paisajes e inscripciones, presentiza un punto ciego y fuera de lugar, conjetura sobre el registro imposible del mapa, imperfecto en su construcci�n.

La poes�a vuelve a tomar la forma de un erizo, pero un erizo, muy abajo, bien abajo, debajo de la tierra como resto f�sil o capa geol�gica. �C�mo cartografiar lugares desconocidos y des-habitados y cuya representaci�n no figura en ning�n mapa conocido? �Qu� es lo que hormiguea en sus bordes y provoca la hendidura del pensamiento? El sujeto que mira y recorre con sus manos un mapa gastado y viejo, contempla un instrumento humano y, si es verdad que la cartograf�a perfecciona a la naturaleza, la representaci�n gr�fica de la tierra o parte de ella en una superficie plana, violenta los signos:

Toda parte de mapa

En su indeferencia

Explica muda

La arbitrariedad

Cada mapa termina

Antes, es reducido

Es un g�nero de objeto

Ilusorio, incapaz

De revelar

La �ndole cierta

Aplazada o no, repetida

De nuestro paisaje sublunar (Chejfec 2003: 14).

Los planos cosen, tejen, anudan arabescos y prolongaciones, mezclan y niegan al mismo tiempo, la memoria de un mundo perdido. Sobre la planicie que demarca e inscribe lugares, es posible figurar otros, a�n aquellos que los sitios callan. Interrogar. Hacer silencio. O que los mapa abran sus arrugas y pliegues.

Frente al paisaje sublunar, al borde de un cr�ter, surge la idea de un espacio invisible e ignoto, por fuera del lienzo del mapa: como si se pudiera atravesar y dar cuenta de los rastros perdidos de un lugar vac�o,� de un conf�n o de un l�mite. Quien observa en los pliegues de una tela, ese sujeto neutro e impersonal,� encuentra una marca, un grano erizado y alerta: capilares f�siles o l�neas quebradizas de una especie extinguida:

Entre lo conocido de este

y, otro mundo

no hay cosa tangible

que venza lo extranjero,

El punto donde el mapa

Se separa de s�, deja

De se�alar

Sin motivo aparente

Se suspende

Y consiste en una exhalaci�n

Una promesa

O un simple argumento

Que olvid� su intenci�n (11)

�Lo que ya no tiene sitio, permanece en un lugar inasible y s�lo se conserva como huella, en un abrirse camino en la extensi�n de los posibles.

Dec�amos que en la po�tica de Sergio Chejfec, narrar siempre remite a cierta forma de caminar, pero caminar no s�lo es ir de un sitio a otro, tambi�n es una forma de mirar, una suerte de itinerario visual, como si pudiera sacar a pasear la mirada. El poema, ?Gallos y huesos? (17-44), m�s extenso que el primero, que sostiene y presta su t�tulo al volumen de poemas, describe e interroga una escena m�nima, si se quiere banal. En este sentido, la exploraci�n que asume Chejfec es pura insistencia in-significante y s�lo est� all� como una marca diferencial, como falla o resto. Y el poema, precisamente nos habla de los restos corp�reos, de la imperfecci�n p�trida del aristot�lico ?mundo sublunar?, sometido al r�gimen de la mutaci�n y la muerte.

El motivo del poema es la contemplaci�n nocturna de un osario, la serie de huesos de gallos, arrojados en la pileta de una cocina:

Ciertas noches de luz en la ventana

Se ven latir los huesos

Tornasolando ajenos

A la circunstancia

Como almas

Animadas apenas por un sue�o liviano

Son los restos dejados

Desde tiempo atr�s en la pileta

Con desgano, sin atenci�n ni fuerza (20-21)

La minuciosidad y el alargamiento de una misma escena, en una proliferaci�n de planos y secuencias, marcan no s�lo el recorrido del ojo sino la reflexi�n especular que descompone y dispersa los huesos a lo largo de la extensi�n. Y el poema como devenir de la conciencia, es el tanteo imposible de registrar esa voz desvaneciente e inaprensible.

La impersonalidad y la conciencia circunspecta del sujeto, ese sujeto que sale al encuentro de lo que est� ah�, delante de los ojos, fija y pone en juego un lugar, el lugar del excedente de una voz que llama sin decir nada. El desecho es el nombre del que alguna vez tuvo nombre o el que la especie humana imagino como un nombre. De la mirada a la reflexi�n, de la percepci�n del cuadro a la conjetura incierta que una astilla o un espol�n de un ave, todav�a en la boca caliente por el regusto, restituya la memoria, el nombre de los des-nominados: el canto mudo o el furor animal del inmediato no existir: ?El recuerdo de la espuela/ Que sin estar sigue cortando? (25).

Y es preciso insistir, volver a mirar e interrogar, para que el recuerdo de esa voz inaudible como resto desvanecido, se transforma en voz de la conciencia, en memoria y lenguaje.

Si se trata de paralelismos entre ambas series, ambos poemas, ?Mapas?y ?Gallos y huesos?,� est�n escritos en arte menor, en un suave verso blanco que se deja leer y respirar en una sucesi�n ascendente, como una combinaci�n de pentas�labos, de heptas�labos, de eneas�labos, incluso de endecas�labos. La idea de huella, marca, o rastro invisible une a las dos secciones del libro, si se quiere funciona como concepto valija, o mejor como un sintagma m�vil y errabundo que circula entre las dos zonas, entre la dos series de poemas alternativamente, entre ?Mapa? y ?Gallos y huesos?:

Porque no hay lugar

donde el ojo no encuentre

La marca, la promesa (12)

Como una interrupci�n menor

Del tiempo incomovible

Del hueso

Es pasado remoto

Prueba sin marca (40-41).

Si en los mapas es posible entrever algo que est� por debajo de la cartograf�a, en los huesos de un gallo, hay una se�al o una luz a punto de extinguirse que nos remiten a una instancia anterior, o a su recuerdo. Como si se pudiera volver a mirar sobre la planicie de un mapa y interrogarse sobre el destino de una especie y tolerar, al menos por una vez, en una lengua distante o fuera de lugar, algo aproximado a la nada, mientras la oscuridad, la mudez o el reloj avanzan� en� un punto, ?donde trazo y olvido coinciden? (8).

7. Una novela sin atributos

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Robert Musil escribi�, hace tiempo, una novela titulada El hombre sin cualidades (1930-1943), que daba cuenta de la experiencia impersonal y ajena de un personaje (Ulrich en la novela) habitante de la gran urbe moderna. La perspectiva de una ciudad global en la actualidad, siguiendo las consideraciones de Saskia Sassen (1999), hace ver a una ciudad cualquiera como un sitio intercambiable, indeterminado e impreciso. Buenos Aires o cualquier ciudad latinoamericana pueden confundirse en su extensi�n con Mosc� o Manchester, para nombrar algunos de los sitios que aparecen en las novelas de Chejfec.

En el contexto global de las comunicaciones instant�neas, donde todo puede suceder simult�neamente, al mismo tiempo y en cualquier lugar, alguien, en Buenos Aires, recibe postales y esquelas de un amigo que ha decidido viajar por el mundo y convertirse en un argentino en fuga permanente. Se podr�a afirmar que la espera es la respiraci�n de la �ltima novela de Sergio Chejfec y el entretiempo es el comp�s narrativo que permite el intercambio comunicativo, la circulaci�n de historias fragmentarias y a medio hacer. Los incompletos (2004), nos vuelve a mostrar, como si fueran las siluetas de un panorama reflejado en una tarjeta postal, las vidas artificales y las memorias huecas de personajes anclados en una Mosc� indeterminada. Al igual que manequ�es, sin rostro ni identidad, manejados por un tramoyista, se mueven por la vida como ?fichas de madera de un domin� ciego?. La novela de Chejfec, en este sentido, no es otra cosa que las cavilaciones, hip�tesis y conjeturas imaginarias de un narrador sobre el destino irreal e inconcluso de sus personajes. Quien narra en Los incompletos, traduce o imagina los pasos de F�lix, un personaje atrapado entre dos tiempos: el tiempo de las referencias que remiten a una Mosc� extra�ada y enigm�tica y el tiempo anterior de la partida, que si regresa, regresa de modo azaroso, c�mo esquirlas de acontecimientos. Si se quiere, los protagonistas de este di�logo, el narrador sedentario y el viajero cr�nico, siempre hablan a destiempo.

��������� La vida quiz� sea una novela. Los protagonistas de Los incompletos transcurren buena parte de sus d�as en el hotel Salgado, un hotel incierto, perdido y abandonado en las afueras de Mosc�; y mantienen con la novela que los alberga una relaci�n de incertidumbre. Masha y F�lix, extra�ados para el mundo como para s� mismos, son sujetos reducidos al estado del fragmento, incompletos. F�lix, Masha o H, son maquetas, hip�tesis, ideas, proyectos inconclusos, la parte de una vida que ignoran. El personaje de la novela, en el sentido tradicional� que damos a este t�rmino, en Chejfec, se debilita o se disuelve: ?A veces he pensado en F�lix, dice el narrador, como una persona plana, sin psicolog�a, sin contradicciones e incluso sin subjetividad. Lo mismo puede decirse de Masha? (Chejfec 2004: 147).

Pero en la inseguridad incierta de un breve lapsus o de una interrupci�n, en alg�n momento, Masha y F�lix maridan sus duraciones y se prestan sus vidas: quieren ?convertirse en personajes de una novela? (Chejfec: 84-89; 97). Masha imagina la vida de F�lix como sacada de un libro y F�lix, al mismo tiempo, imagina la vida de Masha como la historia de una hero�na recien salida de una novela a punto de leer. Como monedas de cambio, las vidas son los billetes contados en la p�gina oculta que sostiene Masha y el libro es el sitio donde el dinero (novelesco) duerme .

Muchas veces hemos le�do o escuchado que el g�nero novel�stico ha llegado a su fin: argumento, espacio, tiempo, personajes, todo el inventario del arte de narrar ha desaparecido o se ha reducido hasta lo irreconocible.

La progresi�n narrativa en Chejfec, suele ser un continuo de breves episodios, encuentros-desencuentros y situaciones-pr�logos. Se trata, m�s bien, de una progresi�n enga�osa de historias inconclusas y truncas. Como relatos en suspenso adquieren la forma de anuncios, siluetas o advertencias que nunca se cumplen del todo. Estas microhistorias a medio borrar parecen describir, como �rbitas flotantes, el trazo irregular y discontinuo de la escritura. Y si los textos de Chejfec avanzan hacia alg�n lugar, si es posible hablar de avance en sus novelas, es porque registran, entre la proximidad y la lejan�a, la herida intempestiva del pasado en el presente.

Chejfec, con su �ltima novela, lleva el espacio narrativo hasta los confines y su b�squeda se transforma en un plano que parece vac�o o deshabitado. Se dir�a que la novela se ha convertido en un ensayo sobre el g�nero, o m�s precisamente que la novela es un ensayo sobre las ruinas del arte novelesco. Escenas que se intersectan con otras, soluciones provisorias, encrucijadas imaginarias que no cierran. Escribir puede tener al menos un sentido, como lo sugiere Maurice Blanchot (1990: 54-55): explorar y gastar los errores. Para Chejfec, la novela no es un g�nero petrificado, ni una forma fija, codificada hist�ricamente, sino m�s bien un modo de relatar, a tientas, un mundo de acciones indeterminadas y posibles. El riesgo que asume Chejfec es experimentar y narrar sobre las huellas visibles de lo que todav�a no es. Una novela si se quiere en construcci�n.

Edgardo Berg

NOTAS

(1)Personajes des-figurados. Con esto quiero decir que estan construidos por fuera de los protocolos de la teor�a lukacsiana del personaje ?en tanto tipos o figuras representativas- , ya que tienden a desvanecerse, como en una f�bula kafkiana, en las iniciales de una letra ?F, M o G-�
(2) Un an�lisis m�s detallado de la novela lo desarroll� en mi art�culo ?Ficciones proletarias. Literatura y ciudad en las �ltimas d�cadas? (2003: 172-178).
(3) Hace unos a�os, el escritor argentino Carlos Eduardo Feiling afirmaba a prop�sito de la primera novela de Chejfec : ?Como toda novela, Lenta biograf�a es pedag�gica, ofrece al lector una forma de ejercitar su sensibilidad, de cultivar sus ocios a trav�s de una suspensi�n ?inmoral? de la teleolog�a cotidiana. Como toda novela buena, Lenta biograf�a ha sabido resolver un problema aleg�rico: la medida de su triunfo reside en haber encontrado los procedimientos (par�ntesis, guiones) con que presentar a la figura del perseguido de una manera est�ticamente atractiva. Cfr. Feiling 1990: 170.
(4) Sobre el uso del registro autobiogr�fico y el particular tratamiento del g�nero por parte de Chejfec, son interesantes las reflexiones que �l mismo autor sostiene en una entrevista que le realizara junto a Nancy Fern�ndez, en el a�o 1999. Ver Berg, Edgardo y Fern�ndez, Nancy (1999: 319-332).
(5) En un excelente art�culo sobre la funci�n social del creer, dice Michel de Certeau que el creer mantiene una relaci�n privilegiada con la palabra: ?Frecuentemente toma la forma de una palabra, que colma el intervalo entre una p�rdida presente (lo que se conf�a) y una remuneraci�n por venir (lo que ser� recuperado). Bifaz, la palabra sumerge a este presente de p�rdida en un porvenir anticipado. Su status (�qu� no es acaso el de toda palabra?) es decir a la vez la ausencia de la cosa y la promesa de su retorno? (1992, 51). En este sentido, se podr�a decir que Barroso es un ?cr�dulo? que espera la confirmaci�n de una alianza o contrato de fe a partir de una carta, que nunca llega.
(6) En el cap�tulo sobre la espera de Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes se detiene en el gesto y la escenograf�a que la misma produce como una pieza de teatro. La espera instala una temporalidad diferente y define al que espera como un sujeto sedentario e inm�vil, subordinado a un conjunto de interdicciones y retrasos: cartas, citas, llamadas telef�nicas. Como ?un bulto en un rinc�n?, ese sujeto ?encogido en un lugar?, ?en sufrimiento?, se halla sometido al tiempo del otro. Por eso Barthes va decir: ?La espera es un encantamiento: recib� la orden de no moverme? (Barthes 1989: 124).
(7) La desintegraci�n urbana que en la novela de Chejfec funciona como una suerte de ruralismo moderno o escena retro -al modo de la ciencia-ficci�n, en las reflexiones de Ezequiel Mart�nez Estrada, del cual la novela toma prestada ciertas reflexiones y funcionan como inscripciones a modo de homenaje, se constituye como un relato atemporal que deconstruye el ideologema moderno de la ciudad. Cuando Mart�nez Estrada describe la topograf�a y el perfil arquitect�nico porte�o, no hace otra cosa que contar un relato geneal�gico que nos remite al esquema civilizaci�n /barbarie pero invertido en sus t�rminos. Buenos Aires es una especie de reduplicaci�n de la pampa porque ha ido form�ndose de manera discontinua y quebrada, a trav�s de grietas. por fracturas y zonas francas: ?Los terrenos bald�os de ayer son las casas de un piso ahora. Al principio se constru�a sobre la tierra, a la izquierda o la derecha, espor�dicamente; hoy se utiliza el primer piso como terreno, y las casas de un piso ya son los terrenos bald�os de las casas de dos o m�s? (Mart�nez Estrada: [1933] 1991: 203)
(8) Tomo prestadas algunas ideas sobre la din�mica del recuerdo y las temporalidades superpuestas que implica el ejercicio de la memoria desarrolladas por Andreas Huyssen (2002).

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