el interpretador ensayos/art�culos

Bar�n B. Extra Brutt

El derecho de matar*
-versi�n completa-
por Ra�l Bar�n Biza


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Ra�l Bar�n Biza

�Oh, mujer! Para lograr una figura
tan bella y un coraz�n tan duro, �qu�
�������������������������� dios del Olimpo se ayunt� con la hiena?

...La pornograf�a en los libros est� 
en  proporci�n a la degeneraci�n
                 del  cerebro lector.
Bar�n Biza. 

Defensa de Bar�n Biza, autor del libro El derecho de matar, presentada por el doctor N�stor I. Aparicio.

Se�or juez:

He o�do la acusaci�n del Ministerio Fiscal, quien de acuerdo a los antecedentes reunidos en el proceso instruido al escritor Ra�l Bar�n Biza, considera que debe condenarse a �ste por haber violado la disposici�n del art�culo 128 del C�digo Penal, con su libro titulado El derecho de matar.

Habi�ndoseme encomendado la defensa voy a contestar esta acusaci�n injusta, con la aspiraci�n fundada en la ley, en la jurisprudencia y de la ecuanimidad de los funcionarios, de que sea rechazada, absolvi�ndose de culpa al se�or Bar�n Biza.

PROP�SITO DIFAMATORIO Y PERSECUCI�N POL�TICA.

S�lo con un prop�sito difamatorio y como resultado de una persecuci�n pol�tica sistem�tica y encubierta podr�a explicarse la actitud de la polic�a al encausar a mi defendido por el delito de haber publicado El derecho de matar.

La prueba fehaciente de la difamaci�n puesta en juego por los encargados de velar por la tranquilidad p�blica es el comunicado oficial de la Jefatura, sembrado a todos los vientos, en el cual se llega a ciertas conclusiones que s�lo pueden surgir de un sumario previamente instruido y juzgado por autoridad competente y no por un jefe de Polic�a.

Se ha intentado varias veces involucrarlo en asuntos en los cuales era ajeno en absoluto, sin resultado favorable para los perseguidores. Uno de los procesos estuvo radicado en este mismo juzgado, por la publicaci�n del peri�dico ?La V�spera?, y ante la prueba de lo inconcebible de la acusaci�n, se le sobresey� definitivamente, con la expresa conformidad del se�or fiscal aqu� presente, doctor Etchegaray.

Gran asombro y pena caus� uno de los procedimientos arbitrarios de la polic�a al presentarse, hace poco tiempo, sin orden judicial, sin proceso, a allanar, a las once de la ma�ana, las oficinas comerciales de mi defendido, donde adem�s de los intereses del acusado, se atienden los de sus familiares por valor de varios millones de pesos, con el inaceptable y deleznable recurso de que se violaba la ley de juegos. �Inconcebible!

Ahora se inicia un proceso por la publicaci�n de su �ltima novela, y como para justificar el atropello es menester un pretexto, la Jefatura de Polic�a, en el acto de la detenci�n de Bar�n Biza, se apresur� a dar comunicados period�sticos y radiotelef�nicos, informando que dicha detenci�n no ten�a origen pol�tico sino que se le instru�a sumario por los t�rminos en que est� escrito El derecho de matar, haciendo apreciaciones que solamente est�n reservadas al se�or Juez, en oportunidad de dictar sentencia definitiva.

MUTISMO Y HUELGA DE HAMBRE

Pues bien, se�or juez; contra el abuso de la fuerza al servicio de persecuciones y malas causas, el se�or Bar�n Biza, que no concibe los t�rminos medios, resolvi� encastillarse en el mutismo ante el inquisidor interrogatorio policial, y en la huelga de hambre, como suprema protesta de la individualidad humana.

Mido en todo su alcance la actitud del se�or Bar�n Biza, quien, a pesar de ser respetuoso de las leyes de su patria, desde su regreso a ella no ha tenido tranquilidad, siendo objeto de m�ltiples e injustas persecuciones que culminan con esta acusaci�n. De ah� que Bar�n Biza ofrendara su vida en aras de su patrimonio moral. Su actitud, digna de todo elogio, fue una protesta viril contra el poder de la fuerza. Y la justicia, por intermedio de un digno magistrado, comprensivo de una dignidad humana herida, puso fin con resoluciones provisorias al holocausto de su vida, que brindara un pensador en defensa de sus ideas, decretando su libertad bajo cauci�n.

ACUSACI�N Y DEFENSA.

En esta audiencia entramos al debate el Ministro Fiscal, que se ha hecho eco de la acusaci�n, y la defensa, que se me ha encomendado.

Entro seguro a cumplir mi misi�n con el convencimiento pleno de que la raz�n y la justicia est�n de nuestra parte, mientras que a pesar del respeto que me merece el se�or fiscal aqu� presente, es mi �ntima convicci�n de que ahoga su libre pensamiento, para ejercitar, como imperativo de la hora presente, una ingrata misi�n: la de amordazar ideas.

Acusa, no porque tenga convencimiento de ello, pues le conozco preparado e inteligente. Lo hace obligado por un procedimiento err�neo impuesto en circulares oficiales, que ya el diario ?El Mundo?, con mucho acierto, fustig� en uno de sus �ltimos editoriales. El Poder Ejecutivo, por intermedio de un decreto, impone que se acuse y que se apele, considerando al se�or fiscal como un simple mandatario del Fisco, en olvido lamentable de la otra funci�n judicial de guardadores de la sociedad herida por transgresiones castigadas por el C�digo Penal. En esta segunda funci�n p�blica no caben m�s imposiciones ni mandatos expresos que el de la conciencia del funcionario, en aplicaci�n estricta del texto expreso de la ley.

Por ello, a mi juicio, hubiera correspondido, en hermosa reivindicaci�n de sus fueros, m�s que una acusaci�n del se�or fiscal, una brillante pieza jur�dica, que en sus conclusiones coincidiera con mi defensa, uni�ndose a mi petici�n de que se absuelva de culpa y cargo al se�or Bar�n Biza, en homenaje a los principios constitucionales y jur�dicos que se han vulnerado con su prisi�n.

LA OPINI�N P�BLICA

Hecha la acusaci�n fiscal, entro a rebatirla, con la esperanza de encontrar en la oportunidad debida, si, como espero, el juzgado dictara la absoluci�n, la conformidad del Ministerio P�blico.

Me afirmo a�n m�s en �sta mi creencia ante la lectura de m�ltiples defensas que infinidad de diarios del pa�s han hecho de este caso, elogiando sin reservas el libro El derecho de matar, llam�ndome especialmente la atenci�n algunos de ideolog�a distinta a la de mi defendido, entre ellos Bandera Argentina, que desde sus columnas ha hecho fuego graneado a Bar�n Biza, y el redactor, despu�s de haber le�do el libro, confiesa hidalgamente que se han equivocado, a pesar de que mantienen su posici�n de adversarios, agregando que el jefe de Polic�a ha cometido una lamentable arbitrariedad (n�mero de 1 de diciembre del diario citado). Los diarios en general han opinado favorablemente. Su uniformidad refleja el sentimiento popular y si la opini�n p�blica ha dado su veredicto no consider�ndose lesionada, espero tranquilo el fallo de esta causa, que no podr� ser otro que el de la absoluci�n.

QUI�N ES BAR�N BIZA

Bar�n Biza me ha encomendado su defensa, en el doble car�cter de letrado y amigo personal, condisc�pulo en la infancia y conocedor de su esp�ritu, incomprendido para muchos que s�lo saben de temor, de genuflexiones y de utilitarismos.

De sus treinta y cinco a�os durante veinte recorri� todos los continentes del mundo, conviviendo la sociedad de todas las razas y de todas las civilizaciones. Escritor, novelista, con esp�ritu observador estudi� y retuvo los pasajes m�s variados de la vida humana, para estamparlos en obras; en unas, relatando lo visto, y en otras, apuntando defectos sociales con el sano prop�sito de que fueran corregidos.

Hace cuatro a�os, m�s o menos, regres� a su patria, ansioso de trabajar sus bienes y publicar en ella sus obras. Muy lejos de los entretelones de la pol�tica y de la mara�a social, se vio un d�a violentamente privado de su libertad y obligado a salir del pa�s, no llegando a comprender ?tan rudo y arbitrario fue el proceder? si realmente se encontraba en su patria, aquella que fue ejemplo de libertades y respetos, o s�, por el contrario, hab�a sido suplantada aquella por una regi�n incivilizada. Repuesto de su sorpresa, allende el Plata, contempl� la Argentina destrozada por la pasi�n pol�tica, imperando en ella la fuerza, encarcelados hombres dignos, violada la Constituci�n, y entonces puso su coraz�n y su brazo a favor de la causa justa: la del pueblo, la del imperio de la Constituci�n, jurando ante ella y el pabell�n Nacional y en homenaje de los patricios que nos dieron la libertad.

Defendi� siempre a los humildes, ayud� a muchos hogares. Uno de sus rasgos m�s conocidos fue tender su mano generosa a cientos de argentinos que, encaramados en los coches de Ferrocarril, quer�an llegar a esta Capital, desde C�rdoba, a dar el �ltimo adi�s al Dr. Yrigoyen, el representante leg�timo de las aspiraciones populares, que fue llevado en inolvidable apoteosis a su postrer morada. M�s de cuatrocientos ni�os se educan actualmente en el ?Colegio Bar�n? de Ramos Mej�a, gracias a la generosidad de mi defendido, donaci�n de m�s de un mill�n de pesos, hace a�n poco tiempo. Fresca est� todav�a, en el pueblo argentino, la tragedia aeron�utica que ensombreci� la vida de este digno compatriota, cuando all� en Marayes cay� Myriam Stefford, marcando rutas al progreso y a los hombres; y los premios, por muchos miles de pesos, que en su memoria ofreci� al gobierno, para que se disputara el trofeo que lleva el nombre de la primera aviadora muerta en tierras sudamericanas. Son muchos los casos de filantrop�a pr�ctica que podr�a citar de mi defendido. Este es el acusado en persona.

El novelista adquiere, seg�n su prop�sito, orientaciones diversas, defendiendo tambi�n diversas tesis o fijando rumbos filos�ficos y morales, y as� he escrito libros (Del Ensue�o,1917; Alma y Carne de mujer,1922; Risas, l�grimas y sedas,1924; en prensa: Por qu� me hice revolucionario) y m�ltiples cr�nicas en diarios de diferentes pa�ses del mundo, y a pesar del filo de su palabra escrita, es la primera vez que se le acusa.

De acuerdo a las condiciones personales del acusado y a sus tendencias como escritor, no es posible aceptar, ni en hip�tesis, que la publicaci�n de su libro El Derecho de Matar, encierre un prop�sito inmoral.

QU� PIENSA BAR�N DE SU LIBRO

Tratar�, se�or Juez, de sintetizar en la forma m�s fiel posible, lo que me expresara mi defendido al referirme a este proceso y a su libro El Derecho de Matar.

?Decid al se�or Juez, que la defensa est� en el libro, �en todo el libro! Una frase o un concepto aislado forma un hecho sin importancia con respecto al concepto general de la obra. Si los escritores tuvi�ramos que emitir nuestras ideas, con el C�digo Penal a la vista, no podr�amos dejarnos llevar por la fantas�a de nuestro cerebro y no podr�amos producir lo que llamamos: la ?obra?. Estoy tan distante de la acusaci�n que hace la Polic�a por intermedio del se�or Fiscal, que si hubiera perseguido lucro, �nico fin que puede llevar a publicar un libro obsceno, habr�a cuidado muy bien, por elemental concepto de dignidad, de complicar mi nombre de soldado del partido pol�tico m�s popular y respetable del pa�s, de escritor y de hacendado, con la baja literatura de los tarados morales. �Qu� distancias siderales de a�os luz, entre el criterio de la acusaci�n y el prop�sito de bien que persigo! Cualquier pasaje de mi libro que haya llamado la atenci�n, puedo probar que no es sino la reproducci�n de escenas reales. Todas ellas han sido relatadas con hartura de detalles por la prensa del pa�s y he cre�do prudente ?pese a su realidad? no dar nombres propios, porque no es mi prop�sito denunciar, sino relatar hechos como ejemplo de anomal�as morales que es preciso combatir. He querido simbolizar el poder de la voz del sexo, esa voz de la naturaleza, la m�s poderosa, la m�s brutal de nuestro instinto. Por ello los Tribunales de Justicia juzgan desde hace siglos la violaci�n, el adulterio, lo mismo que al enamorado que mata a su novia que lo rechaza, como la traici�n del amigo, del hermano, m�s a�n del propio padre. Warron dice: ?Verdades hay que el vulgo no ha de saber, falsedades en que es bueno que crea?. Yo analizo, no legislo. Yo se�alo un hecho, formulo un juicio, para que los otros encuentren la soluci�n, digo en mi libro. Y he llevado mi libro sin pornograf�a, sin intenci�n obscena, con toda altura, sin prejuicios, para se�alar a los hombres lo contrario que se�ala Warron, es decir, que la verdad no debe cubrirse ni con la niebla, como �nica forma de llegar a una verdadera educaci�n moral y a los legisladores el problema del sexo que es m�s importante que cualquier otro problema social. No es posible juzgar un libro por un p�rrafo, como no es posible juzgar una pintura, por una mil�sima parte de la misma. �Qu� asusta en mi libro? �La verdad? �Puede neg�rseme el prop�sito moral cuando el protagonista (tomado de pedazos de lo visto, escuchado y le�do), encontr�ndose aislado en s� mismo, se confiesa que ha vivido equivocado; que la fatalidad, el instinto o el hambre guiaron sus pasos por senda oblicua y se condena a s� mismo por ello, al m�ximo castigo que imponen los hombres?

Si en la liberal Francia, en la timorata Suiza o en la puritana Inglaterra publicara mi libro, pasar�a desapercibido como hubiera pasado aqu� mismo, si intereses encubiertos no se hubieran sentido afectados.

El se�or Fiscal, al acusar, no ha le�do mi libro, no puede haberlo le�do; quiz�s algunos p�rrafos aislados lo hayan impresionado. Por ello sostengo que tal acusaci�n ha sido prematura. Espero tranquilo el fallo del se�or Juez; �l ser� la prueba de que a�n se mantiene la m�s grande conquista del hombre, la de emitir su pensamiento, la de dar ideas nuevas, y se�alar defectos para remediarlos.

SE PRETENDE DA�ARME ANTE EL CONCEPTO P�BLICO

El da�o moral que se me pretende hacer ante el concepto p�blico y que la Polic�a ha querido alcanzar por intermedio del se�or Fiscal, tiene antecedentes personales: Yo he procesado una vez al se�or Jefe de Polic�a, que ya en otra oportunidad trat� de hacer sombra a mi reputaci�n, allanando mis escritorios comerciales, bajo el pretexto de la Ley de Juego... Veinte a�os de trabajo se vieron as� amenazados en un instante. Alg�n d�a probar� ante quien corresponda esta sistem�tica persecuci�n pol�tica y personal, de quien, por el cargo que ocupa, tiene la obligaci�n de ser imparcial, de dominar sus rencores y no el derecho de difamar a los que militan en fuerzas opositoras. Se busca con este proceso no la condena en s�, que nada importa. Se persigue la difamaci�n, que pierda el respeto de mis conciudadanos, de mis correligionarios pol�ticos y la estimaci�n de mis amigos. Pues bien, si se me vence con esas armas, si toda mi obra de bien puede destruirse en un segundo, desfigurando los hechos y sumi�ndome a la par de seres que siempre repudi�, yo no preciso la vida. Mis mayores me ense�aron que sin dignidad la vida no vale la pena de ser vivida. Espero el fallo del se�or Juez, tranquilo sobre la tarima de este calabozo, confiando a medida que pasan los d�as de ayuno en el centro de la Justicia que los hombres ansiosos de ella depositaron en las dignas manos del magistrado que me ha de juzgar?.

ETIMOLOG�A E INTERPRETACI�N DE LA VOZ
CASTELLANA ?OBSCENO?

La voz castellana ?obsceno?, procede del lat�n ?obscenus?, y en esa lengua muerta, su origen etimol�gico es obscuro, si bien est� averiguado que su primitivo significado era ?mal ag�ero? o ?ag�ero desfavorable?, de donde se aplic� a toda cosa o acto ?chocante?, ?repelente?. M�s tarde se redujo su concepto a lo ?ofensivo a la modestia y al pudor? y a lo ?repugnante a los sentidos?. De aqu� que pasara al castellano y dem�s lenguas neolatinas como expresi�n de ?lo repulsivo, lo contrario a la decencia, lo ofensivo al pudor en forma abierta y descarada?. Por ello en el lenguaje corriente, tal interpretaci�n nos lleva a designar como ?obsceno?, lo que es torpe, torpemente imp�dico. Claro est� que para la moral teol�gica su significado es mucho m�s alto, pues abarca, seg�n los c�nones, no s�lo las obras y los actos, sino las palabras y hasta los pensamientos interiores, que est�n manchados de impureza.

Pero la Ley no reprime el pecado religioso, sino el acto p�blico contrario a la honestidad, en forma de publicaci�n que ofenda torpemente al pudor y el Arte no tiene l�mites fijados para sus incursiones en la Naturaleza, especialmente cuando se trata de la relaci�n de su vida, costumbres, deformaciones morales y mentales, vicios, degeneraciones, etc.

EL DERECHO DE MATAR ES NOVELA

Bar�n Biza es un gran argentino. En un libro en prensa, titulado Por qu� me hice revolucionario, relata parte de su vida y expresa nobil�simos sentimientos de amor a la patria, aspirando a que �sta sea m�s grande y mejor. En �l refiere la lucha que tuvo que soportar para impedir que tanto el derecho a la libertad, que es inalienable como el de asilo, expresi�n de los pueblos civilizados, fueran desconocidos, historiando la intervenci�n que respectivamente tuvieron sus letrados los doctores N�stor Massena y Silveyra Mart�n en Brasil, Dr. Rodr�guez Larreta en el Uruguay y el que habla en la Argentina.

Pero en El derecho de matar, forja personajes y los hace desempe�ar roles imaginarios, poniendo en sus labios cr�ticas acerbas a todo lo existente. Crea un protagonista ex�tico que, sin las vallas que oponen la sociedad a la expresi�n del pensamiento, habla crudamente, diciendo lo que todo el mundo calla ya sea por convicci�n o por cobard�a.

El argumento de la obra se desarrolla entre personajes de mal origen, pero que habiendo adquirido educaci�n y hecho experiencia en carne propia conocen de las consecuencias de la perversi�n humana.

El principal personaje de la obra es Jorge Morganti, fruto de ambiente malsano, que desde su pubertad siente el influjo de los sedimentos fisiol�gicos y morales adue�ados de los estratos m�s �ntimos de su conciencia y, con prematura y despierta inteligencia que con los estudios que realiza fortifican su capacidad mental, califica los defectos de la vida humana sin ambages ni eufemismos.

Relata con pinceladas maestras hechos que son reales, describi�ndolos con crudeza, no para excitar al lector sino que presenta los cuadros de horror de la vida, persiguiendo el prop�sito de su correcci�n; si otro fuera su empe�o buscar�a t�rminos menos gr�ficos y cantar�a loas al vicio, con la galanura sedosa que es menester para perturbar los sentidos en deslizamientos morbosos.

Al conocimiento y a la inteligencia de Morganti se une el consejo de su progenitor, que en v�speras de renunciar a la vida le historia su existencia a trav�s de los diversos pa�ses del mundo que recorriera, haci�ndole resaltar el resquebrajamiento de la moral que observara, convirti�ndolo en un esc�ptico y descre�do.

Al referirse a la mujer, Jorge Morganti se siente herido por las palabras de su padre al recordar a la autora de sus d�as y da motivo ese incidente, a un pasaje hermoso del libro, cuya lectura nos demostrar� que lo grande y lo sublime, la suprema verdad del sentimiento humano, es exaltada sin reservas en l�neas magistrales.

NO PUEDE HABER INMORALIDAD

Un libro, se�or Juez, de alta filosof�a, que presenta en contraposici�n a las lacras de la humanidad, p�rrafos sublimes como los le�dos, no puede merecer sino aplauso, porque si bien exhibe los hondos males sociales, alaba sin reservas, las excelsas virtudes. Y en esto no hay, no puede haber inmoralidad.

Envuelto Morganti en el rodaje social, se deja llevar por sus sentimientos y aspiraciones, hasta que recibe el rudo golpe final que destruye el �ltimo reducto �ntimo, y armado de su rev�lver, va a matar, pero... para su esp�ritu lo pasado es obra del miedo ambiente, de los vicios, de la educaci�n incompleta, llena de reservas que ocultan la verdad, y siente que para reformar todo es necesario destruir, pero no destruir por la destrucci�n misma, sin finalidad, sino que es menester rehacer mejor, modificar la sociedad, los sentimientos, la vida, el mundo pero como esa obra es m�s grande que sus fuerzas y posiblemente sea �l quien est� de m�s, reflexiona y dice: ?No puedo yo cambiar el mundo, soy demasiado d�bil, no puedo estrujarlo, romperlo... �El mundo existe porque yo existo! Yo podr�a destruir no solamente el mundo que habito, sino todo el universo, destruy�ndome...?

NO ES UN LIBRO EXTREMISTA

Tampoco puede tildarse El derecho de matar, como un libro extremista, ya sea de derecha o de izquierda, ni de centro siquiera, por cuanto las lides pol�ticas no interesan al autor de esta novela; prueba de ello es que el protagonista de mandobles a diestra y siniestra, y no tiene reservas para censurar a los ricos y a los pobres, a la burgues�a y al proletariado, a las monarqu�as como al soviet, a cada uno seg�n su conducta, demostrando en esa forma que no lo ha guiado ning�n fin utilitario.

LA VERDAD NO ES OBSCENA

El autor, se�or Juez, pone en boca de los personajes de su libro un comentario rudo, varonil, sobre algunos aspectos de la miseria humana con el �nico empe�o de exhibir la verdad y la verdad nunca es obscena y menos cuando se la presenta como una ense�anza de bien social. Desnudar el vicio para hacerlo execrable tal es el prop�sito de Bar�n Biza, lejos de provocar o incitar los bajos instintos hace abominarlos y prevenir sus horrores a los que cruzan el mundo con los ojos vendados. El autor ?que no es un renegado ni un sectario? por su posici�n social y econ�mica y por su cultura superior, est� a cubierto de toda sospecha que pueda contraponerse con la fuerza moral del nativo, m�s rebelde que acomodaticio, m�s combativo que contemplativo. Por otra parte, Bar�n Biza no busca con su novela ni la gloria literaria ni el �xito pecuniario; s�lo se propone, valerosa y noblemente, describir a su modo un cuadro de flaqueza junto a grandes virtudes que resplandecen en el coraz�n del hombre y dignifican su destino en la vida.

CUANDO SE OYE DECOROSAMENTE NO HAY NADA
QUE NO SEA LIMPIO

El maestro Mara��n ha dicho: ?Mi experiencia del lector y del autor me convence, cada d�a, con mayor firmeza, de esta verdad, que seguramente se ha dicho ya muchas veces, a saber: que las cosas, en su aspecto moral, no son casi nunca buenas o malas en absoluto; y que su eficacia positiva o negativa depende, en mayor proporci�n, del o�do que las escucha, que de los labios que la pronunciaron. Cuando se oye decorosamente, no hay nada que no sea limpio y ese decoro inatacable no reposa en la inocencia sino precisamente en el conocimiento?.

ES UN LIBRO MORALIZADOR

Puede afirmarse, se�or Juez, que El Derecho de Matar es un libro moralizador, de sana cr�tica social, bien escrito, con gran fondo filos�fico y de sus p�ginas vibrantes de verdad, surge la convicci�n del sacrificio noble que debe realizar la sociedad para corregir los funestos errores que la han subvertido.

Los estudiosos que observan celosamente el per�odo de descomposici�n social que nos precipita a la ignorancia, sostienen, como afirma el autor de La Mesa de las Confesiones, que ?es necesario reaccionar r�pidamente, oponer fuerte dique al conjunto arrollador de los bajos instintos de las pasiones insanas, de las perversiones abominables, que transforman la familia en un centro inmoral y de los intereses mezquinos que la convierten en una operaci�n mercantil...? ?es necesario ?sigue el autor? reaccionar antes de que la cat�strofe moral sobrevenga en forma definitiva y de la ausencia total de respeto entre los seres, de la amalgama de tan torcidos sentimientos y del desenfreno en que se vive, no quede del individuo sino el resto que a�n tenga de su propia animalidad?.

�Puede darse mayor aspiraci�n moral? �No es un alto prop�sito que implica toda una religi�n superior? �No es �ste un ideal verdaderamente cristiano?

�PARA QU� HA NACIDO EL HOMBRE SI NO ES PARA
SER UN REFORMADOR?, DICE EMERSON

?Debemos revisar ?dice Emerson, el gran eticista, en su discurso El Hombre Reformador?, toda nuestra estructura social, el Estado, la escuela, la religi�n, el matrimonio, el comercio, la ciencia, y examinar sus fundamentos en nuestra propia naturaleza; nosotros ?afirma el maestro? no debemos limitarnos a constatar que el mundo ha sido adaptado a los primeros hombres sino preocuparnos de que se adapte a nosotros, desprendi�ndonos de toda pr�ctica que no tenga, sus razones en nuestro esp�ritu. �Para qu� ha nacido el hombre ?interroga? si no es para ser un Reformador, un Rehacedor de lo que antes hizo, el hombre, para renunciar a la mentira, para restaurar la verdad y el bien, imitando la gran Naturaleza que a todos nos abraza sin descansar un instante sobre el pasado envejecido, rehaci�ndonos a toda hora, d�ndonos cada ma�ana una nueva jornada y una pulsaci�n de la vida nueva?? Y Emerson contin�a su discurso magistral para terminar expresando que el hombre debe renunciar a todo lo que ya no tiene por verdadero y que debe remontar sus actos a su idea primera, no debiendo hacer nada donde no comprende que el Universo mismo le da raz�n.

INGENIEROS, EL ORIENTADOR DE LA JUVENTUD
ARGENTINA

El derecho de cr�tica y de libre examen ha escrito Ingenieros, el orientador de la juventud argentina, se prolonga hasta las fuentes mismas de la moralidad humana, es el derecho de buscarlas, de afirmarlas, de aprovecharlas para el porvenir, impregnando de ellas la educaci�n, ajustando progresivamente a ellas la conducta de los hombres. La sabidur�a antigua hoy condensada en dogmas, s�lo puede ser respetable como punto de partida. As� mirada conviene respetarla y aprovechar de ella todo lo que no sea incompatible con las verdades nuevas que incesantemente se van haciendo; pero acatarla como una inflexible norma de la vida social venidera, confundi�ndola con un t�rmino de llegada que nuestra experiencia est� condenada a no sobrepasar, es una actitud absurda frente a la evoluci�n incesante de toda la Naturaleza accesible a nuestro conocimiento.

�Habremos de creer, se�or Juez, que la sociedad no reacciona? �Que ser� una eterna y lastimosa verdad, aquella afirmaci�n del mismo Ingenieros, cuando sostiene que ning�n est�mulo reciben de la sociedad los que piensan, los que renuevan, los que crean, los que empujan el conjunto hacia un porvenir mejor?

C�MO SE JUZGA UNA OBRA LITERARIA O ART�STICA BAJO EL PUNTO DE VISTA

El criterio para juzgar una obra literaria o art�stica, desde el punto de vista de su obscenidad delictuosa, tiene que ser muy amplio y sereno, como nos lo ense�a la experiencia hist�rica en este g�nero de producci�n. De ah� que la justicia de todos los pa�ses ha resuelto que una obra es delictuosamente obscena cuando el prop�sito evidente de su autor s�lo persigue despertar los apetitos sensuales, ofendiendo torpe, abierta y descaradamente al pudor, en su concepto actual de tiempo y lugar. Pero cuando el autor se ha propuesto evidentemente un m�vil distinto cual es un fin art�stico o de cr�tica social, desaparece el car�cter delictuoso aun cuando la obra contenga un asunto o pasaje de cruda descripci�n, que separadamente puedan reputarse como realmente obscenos. De no ser as�, caer�an bajo el estigma de la ley obras famosas de grande e indiscutible valor art�stico, que se venden p�blicamente en todas las librer�as y se encuentran en las mejores bibliotecas como exponente de cultura y de refinamiento espiritual de los que las poseen.

FALLOS ESPA�OLES

Viada y Vilaseca, distinguidos comentaristas del C�digo Penal espa�ol, en la IV edici�n de su obra, tomo III, p�gina 704, refiri�ndose a las ofensas a la moral, buenas costumbres o a la decencia p�blica, cometidas en un libro o novela, manifiestan que pueden cometerse delitos o faltas de las previstas en el C�digo Penal, pero que el criterio para juzgar a ella debe circunscribirse a una previa indagaci�n de los prop�sitos generales del libro o novela escrita.

Citan los autores mencionados varios fallos uniformes del Tribunal Supremo. Uno de ellos se refiere a la novela titulada La prostituta. Se absolvi� al autor en virtud de que en la novela no se hac�a la apolog�a de las acciones calificadas malas o delictuosas, porque al describir determinadas escenas con absoluta claridad, se persegu�a el prop�sito de hacer m�s aborrecible el vicio.

En otro fallo (p�g. 705), el Tribunal Supremo dice que para juzgar esta clase de causas hay que apreciarlas ?teniendo en cuenta la naturaleza de la publicaci�n en que se consignan las frases o conceptos que pudieran revestir el car�cter de ofensivos, as� como la tendencia del autor y objeto que se haya propuesto al escribir y publicar lo escrito?. El mencionado tribunal, aplicando ese criterio a la novela llamada ?La p�lida?, absuelve al autor, considerando que el titulado libro no difiere de otros de su g�nero que circulan libremente ?y que cualquiera que sea la crudeza con que en �l se narran ciertas escenas, la tendencia conocida del autor es la de censurar el vicio que describe?, no pueden estimarse ofendidas con su publicaci�n, a los efectos del c�digo, ni la moral, ni las buenas costumbres, ni la decencia p�blica.

En el suplemento tercero de la citada obra, p�g. 444, Viada y Vilaseca citan un interesant�simo fallo del Tribunal Supremo, que se produjo al resolverse la siguiente cuesti�n: ?La relaci�n de una novela de actos m�s o menos pecaminosos o inmorales que se suponen ejecutados por personajes de la misma, �constituir� la falta de ofensa por medio de la imprenta, a la decencia p�blica, comprendida en el N� 4 del art. 584 del c�digo, si del libro no se desprende concepto alguno que envuelva apolog�a ni aprobaci�n siquiera de aquellos actos?? El Tribunal Supremo, juzgando la novela titulada Camila, de Roberto Laporta Mic�, despu�s de relatar situaciones graves e imposibles de leer en esta audiencia, y que se consuman algunas en el Templo de Santa Mar�a, absuelve al autor, por entenderse que los hechos detallados no eran constitutivos de falta, agreg�ndose que si bien es cierto que pueden cometerse en un libro o novela, ?tambi�n lo es que para poder juzgar de su �ndole y trascendencia en la esfera penal, hay que atender el verdadero objeto que se propuso el autor, a la tendencia de la obra y al pensamiento cardinal que subordina el plan que le sirve de base; y cuando el fin es poner de relieve el vicio, critic�ndolo, para censurarlo, no hay motivo para atribuir a la obra impresa car�cter criminal, por m�s que el autor no haya expuesto con la pulcritud conveniente su pensamiento?. Finaliza el fallo expresando que no se desprende concepto alguno que envuelva apolog�a ni aprobaci�n siquiera a la relaci�n de los actos censurables que refiere.

AUTORIDAD DE ESTOS FALLOS

Y de la severidad de este alto tribunal espa�ol, se�or Juez, no podemos dudar un instante si tenemos en cuenta los siguientes fallos, citados por los autores mencionados en el suplemento I, de su obra, p�g. 315-16: se condena ?al que permaneci� cubierto al paso de una procesi�n e invitado por el cura que la preside a que se descubra o retire, neg�ndose? y al que ?permaneci� cubierto al paso del vi�tico llevado en procesi�n a los enfermos pobres, a pesar de las amonestaciones que se le hiciera para que se descubriera?.

Me he permitido recordar estos fallos, se�or Juez, porque es tradicional no s�lo la severidad de los tribunales, sino de la sociedad espa�ola misma, severidad que siempre ha hecho aparecer a la madre patria como un pa�s de verdadera intolerancia para todas aquellas liberalidades que eran comunes en los dem�s pa�ses de Europa. La moral espa�ola, tan r�gida siempre, quiz� por el imperio excesivo del catolicismo, no se sinti� herida por las producciones aludidas, y cuando alguien, en un exceso de puritanismo quiso proscribirlas de la circulaci�n, el Alto Tribunal, de quien no podemos sospechar parcialidad ni tolerancia siquiera, supo dar la sensaci�n justa que correspond�a, evitando as� que la sana aspiraci�n de los autores que combat�an los vicios, las lacras sociales, exponi�ndolos en toda su cruel y triste realidad, se viera defraudada con interpretaciones arbitrarias.

NO PUEDE JUZGARSE UNA OBRA POR FRAGMENTOS DE LA MISMA

Muchos son los casos en que se han juzgado obras con ligereza, ya sea tom�ndolas fragmentariamente, con el prop�sito encubierto de denunciar aquellas partes s�lo posibles de reproche cuando se exponen sin el antecedente o la consecuencia, procurando as� el juicio adverso, o por la influencia sugestiva de muchos hombres que pretendieron ser los censores de la producci�n intelectual, quiz� por la propia impotencia, por su timidez o su incapacidad para modificar las fuerzas superiores que rigen el instinto humano, al que pretendieron ingenuamente corregir por medio de los diez mandamientos olvidados.

OTROS FALLOS DE RESONANCIA MUNDIAL

Muchos son los fallos que podr�a recordar que coinciden con los del tribunal espa�ol, pero para no dar mayor extensi�n a esa defensa, me limitar�, se�or Juez, a recordar algunos casos de resonancia mundial.

Los jueces del Sena absolvieron Las flores del mal, de Baudelaire, y Madame Bovary, de Flaubert; Henri Barbusse, autor de El fuego y El infierno, premiado este �ltimo por la Academia de Goncourt, fue furiosamente atacado, mereciendo de los eternos cr�ticos agrios impetuosos ataques, llegando a considerarlo peligroso para Francia. Ambos libros expresan la Verdad sin rebuscamientos de palabras ni frases que opaquen el pensamiento. Blasco Ib��ez, el genial novelista espa�ol, en su brillante pr�logo al libro El infierno, refiri�ndose a Barbusse y a su triunfo al obtener que no se mutilaran sus novelas, dice que ?el autor los desarm�, como Orfeo fascinaba a las bestias feroces con la belleza de sus cantos?, afirmando luego que El infierno simboliza la furia de vivir que nos domina a todos. Y la conclusi�n de la obra es que todo est� en nosotros y depende de nosotros.

Un proceso sensacional envolvi� a Notari, autor de Quelle signore, porque alud�a en su libro a la vida libre de las esposas de algunos ministros de Italia. Su defensor el Hon. Scappa obtuvo justicia y las ediciones se sucedieron luego en todos los idiomas.

?LA GARCONNE? DE MARGUERITTE

V�ctor Margueritte public� La Gar�onney su aparici�n, por el esc�ndalo que hicieron sus detractores, pareci� conmover todo el engranaje social de Francia, pero los jueces franceses supieron interpretar el prop�sito de bien que guiaba al autor y el proceso culmin� con la consagraci�n definitiva de Margueritte. En nuestro pa�s hubo oposici�n a la venta de este libro, pero un fallo ecu�nime e inteligente de la justicia argentina, hizo respetar la libre circulaci�n.

MARIO MARIANI

En las vidrieras de las librer�as he visto un libro titulado Las Adolescentes, de Mario Mariani, el gran escritor italiano, que presenta con orgullo en su tapa la siguiente inscripci�n: ?Libro condenado y absuelto por la justicia italiana. P�ginas agudas y centelleantes como espadas; libro maldito y adorado. Audaz, sincero, sin oropeles, reflejo de la vida, con sus hondas verdades, con sus grandes miserias?. Y al lado de �ste, otro libro del mismo autor, que tambi�n llam� mi atenci�n por la sugesti�n de su t�tulo: Pobre Cristo, en cuya portada se lee este comentario del editor: ?Obra sat�rica y demoledora de un revolucionarismo sincero y eficaz, contra el estado actual, tejiendo las bases de un posible ideal futuro?.

LA �LTIMA NOVELA DE LAWRENCE

Y por �ltimo, ya que entrar� a recordar famos�simas obras que no son de actualidad como las que he citado, me referir� a la recient�sima novela de Lawrence El Amante de Lady Chatterley, prohibida en la Gran Breta�a, pero admitida y traducida a todos los idiomas de los dem�s pa�ses, cuyo fin de cr�tica social ha sido defendido por su propio autor en una segunda obra, exclusivamente de tesis, titulada La Defensa de Lady Chatterley, vendi�ndose ambas p�blicamente en todas nuestras librer�as.

OBRAS FAMOSAS  QUE, DE ESTABLECERSE ESTA 
INJUSTA CENSURA, CAER�AN  BAJO 
SU SANCI�N ODIOSA

Me permitir� recordar, de paso, se�or Juez, algunas de las muchas obras famosas de autores consagrados maestros por la posteridad, que de establecerse esta injusta censura caer�an bajo su sanci�n odiosa: El Arte de Amar, de Ovidio, traducido del lat�n a todos los idiomas y muchas veces imitado; Los Amores, del mismo autor; El Asno, de Lucio; Gargant�a y Pantagruel, de Rabelais; EL Decamer�n, de Bocaccio; su imitaci�n de los cuentos de Lafontaine; las obras de igual g�nero de la reina Margarita de Navarra y de todos los famosos cuentistas florentinos, y, en general, italianos; Las Mujeres Galantes, de Brantome; las crudas descripciones de los vicios de los personajes, hist�ricos como C�sar Augusto, Tiberio, Cal�gula, Ner�n, etc�tera, que insertan en sus respetables y respetados tratados hist�ricos Plutarco, Suetonio, T�cito, etc�tera. Y dentro de la literatura cl�sica castellana, existen tambi�n numeras obras maestras de ingenio superior que no solamente tienen pasajes de escabrosas descripciones, sino que incurren en el empleo de un lenguaje escatol�gico, como todas las novelas picarescas. As� por ejemplo, La Celestina, de Rodrigo de Cotta y Fernando de Roja; El Lazarillo de Tormes, de Hurtado de Mendoza; El Guzm�n de Alfarabhe, de Mateo Alem�n; El Busc�n o Gran Taca�o, de Quevedo, y tantas otras de renombre y aceptaci�n mundial.

OBRAS PORNOGR�FICAS. SU CONCEPTO

En Francia, reci�n en el siglo XVIII se prohibieron las obras pornogr�ficas, es decir, aquellas exclusivamente consagradas a la descripci�n del vicio por el vicio mismo sin ninguna otra finalidad art�stica que lo justificara. Y esa prohibici�n dio lugar a ediciones clandestinas y an�nimas, salidas generalmente de Holanda y B�lgica, cuyos raros ejemplares despiertan gran inter�s en los bibli�filos. Pero de �stas a otras obras perseguidas en su tiempo, como contrarias a la moral y a las costumbres, media todo un mundo.

DUMAS Y ZOLA

En esta categor�a, es decir, las perseguidas que han dejado de serlo por reacci�n del buen sentido, se�or Juez, puedo mencionar La Dama de las Camelias, de Alejandro Dumas (hijo), de la cual se han hecho versiones teatrales y cinematogr�ficas; las m�ltiples obras de Emilio Zola, el fundador del realismo literario, especialmente Nana, cuya introducci�n fue prohibida en Prusia, Dinamarca, cuya representaci�n teatral fue interdicta en Par�s y en Buenos Aires mismo (Dict�menes de la Asesor�a Municipal de 1896, tomo IV, p�g. 14), no obstante lo cual ha llegado hoy a darse en los cinemat�grafos familiares. Las obras de Flaubert, consideradas actualmente maestras de estilo, corrieron la misma suerte.

EL POR QU� DE ESA REACCI�N

�Por qu� han dejado de ser perseguidas esas obras a pesar de su realismo y por qu� circulan libremente otras del mismo g�nero de otros autores con general aplauso y aceptaci�n?

Porque el realismo en literatura, a pesar de construir la expresi�n m�s cruda, tiene un objetivo distinto al realismo en la pintura o en la escultura. Aquel se propone destacar la doble personalidad humana, f�sica y moralmente, es decir, sus beldades y fealdades m�ximas, como si buscara en la emoci�n de sus revelaciones el modo de hacer conocer lo venerable y lo repudiable, lo bello y lo desagradable en la exaltaci�n pat�tica de la cosas del alma y del cuerpo. La virtud y la verdad son, en substancia, manifestaciones de la libertad misma y deben, por consecuencia, ser expuestas libremente, como el espectro del vicio y la mentira, pues de lo contrario nos complicar�amos cobardemente en lo que nos proponemos explicar. Las antiguas escrituras de la Iglesia cuentan pasajes de movido realismo que no se mitiga ni con la expresi�n, y todos saben que esas admirables leyendas de tradici�n divina andan, de mano en mano de seres inocentes, lo mismo que la Ley Mosaica, que tiene mandamientos llenos de sugestiones que los padres y los propios sacerdotes no saben c�mo eludir cuando los ni�os quieren saber su significado.

Porque el libro es una c�tedra y entonces lo esencial es averiguar qu� se ense�a y no c�mo se ense�a, porque la forma es algo personal que nadie tiene el derecho a juzgar. El uso del idioma es libre en cualquier tribuna y s�lo cesa esa libertad bajo la opresi�n de las dictaduras. El que compra un libro lo hace porque le interesa y sabe de antemano la idea central de su contenido. La realidad palpitante es la propia vida, tal como lo cre� Dios, y eso no es obsceno; la afirmaci�n en contrario, es hipocres�a, es renegar de la naturaleza por prejuicio social o por asfixia de ambiente enfermizo y aldeano. El convencionalismo nos aleja de la verdad; en cambio, el conocimiento de la verdad, nos aclara todos los caminos del mundo.

DON QUIJOTE Y LA BIBLIA

As� es, se�or Juez, que de imponerse el criterio acusador, no ser�a exagerado afirmar que en pleno siglo XX, merced a ese af�n moralizador ?sui generis?, no s�lo las obras ya mencionadas sino la obra genial de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, y aun La Biblia misma, cuyos pasajes podr�an herir la sensibilidad de tan pudorosos censores, deber�an desaparecer bajo el fuego purificador. Felizmente, se�or Juez, la moral, cuando se aplica a los hombres, con respecto a la propia vida de �stos, no puede temer ni admite la rigidez de un dogma; porque los dogmas, seg�n lo afirman sus sostenedores, son perfectos e inmutables, en tanto que la moral de los hombres evoluciona siguiendo las alternativas inteligentes que impone el propio progreso social. Bien dec�a entonces, Oscar Wilde, que no existen libros buenos ni libros malos; existen libros bien escritos y libros mal escritos.

EL DERECHO DE MATAR NO ES OBRA OBSCENA

El art�culo 128 del C�digo Penal, que se pretende aplicar al autor de El Derecho de Matar, castiga al que publicare libros obscenos. El prop�sito del C�digo es bien definido: se refiere a los libros que tengan por objeto excitar la perversi�n, propagar la inmoralidad para adiestrar en ella a los lectores, acicateando sus sentidos en una sobreexcitaci�n patol�gica, desviando el orden natural de los sentimientos puros y morales.

El Derecho de Matar no cae bajo la sanci�n de la citada disposici�n legal. No es la obscenidad el prop�sito perseguido por el autor; no ha querido provocar, con los t�rminos que usa, la inmoralidad, sino que, como surge de la lectura general de la obra, su finalidad ha sido se�alar y exponer crudamente las enfermedades sociales que corrompen las bases de la humanidad, para provocar un justo repudio. Y dice la verdad, a�n dolorosa hasta en sus expresiones, porque considera necesario, indispensable, el bistur� que extirpe el hondo mal que se propaga, produciendo el exterminio definitivo de la moral humana.

CRUZADA REDENTORA

Este toque de llamada que hace Bar�n Biza lo embandera en una cruzada justa y redentora, y no debe aherrojarse la expresi�n, ya que ello s� resultar�a criminal del que rompe los convencionalismos y la mentida verg�enza, para requerir premiosamente la intervenci�n del cirujano que con mano firme y h�bil salve a la sociedad de la muerte. Con esa filosof�a, mal puede ser un libro obsceno El Derecho de Matar, y escapa, por lo tanto, a las sanciones penales ya expresadas.

En casos an�logos, ha opinado la C�mara Criminal y Correccional de la Capital en concordancia con lo expuesto en esa defensa, estableciendo que ?la existencia, dentro de un libro, de episodios licenciosos, aun cuando parezcan excesivos no puede servir por s� sola para calificarla la obra como obscena, si de la finalidad ideol�gica del mismo, del g�nero de la obra con relaci�n a sus episodios, de la forma sincera de la expresi�n y de la propia posici�n del autor en las letras o en el arte?, etc�tera, el autor ha cre�do necesario el empleo de los t�rminos usados.

He le�do una conceptuosa defensa del caso que nos ocupa, publicada por el profesor doctor Aquiles Damianovich, en la cual trata el aspecto constitucional, legal, moral y social de ?un proceso extraordinario?, como llama dicho profesor al caso incre�ble del secuestro de ?un libro? y la privaci�n de libertad a su autor.

Al referirse al concepto que le merece la obra acusada, dice: ?En la obra de Bar�n Biza, El Derecho de Matar, no encontramos un solo vocablo que no se encuentre en las obras de su g�nero, de las cuales las que m�s se asemejan de primera impresi�n, son las de Vargas Vila, con esa su frase apocal�ptica, mordaz, en ocasiones sonoramente ofensiva, pero constituyendo con ellas las sartas de un pensamiento a veces demoledor, a veces denostador, por momentos productor de la m�s exquisita belleza evocativa sin trascendencia inmediata en el contenido conceptual?, etc.

El libro El Derecho de Matar lleva, desde el principio hasta el final, una l�nea directriz: relatar desnudamente, sin hipocres�a, las lacras sociales, despreci�ndolas y haci�ndolas despreciar, en demanda de una sociedad mejor. Es una obra de beneficio social.

Por los fundamentos de esta defensa, corresponde la absoluci�n de culpa y cargo del escritor se�or Ra�l Bar�n Biza, autor del libro El Derecho de Matar.

N�stor I. Aparicio

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Fallo absolutorio del Sr. Juez Dr. Ra�l B. Nicholson.

Buenos Aires, abril 9 de 1935.

Y considerando:

Que este proceso se inicia con la nota del se�or jefe de Polic�a de la Capital (fojas 1), que da lugar a la querella del se�or agente fiscal (fojas 2), en la que se imputa al procesado la comisi�n de un delito previsto y penado por el art�culo 128 del C�digo Penal vigente, por haber escrito, publicado y distribuido un libro o novela intitulada: ?El derecho de matar?, uno de cuyos ejemplares corre agregado a estos autos con la certificaci�n de los empleados policiales actuantes, en el momento del secuestro (fs. 12 vta.) redacci�n, publicaci�n y difusi�n de que se reconoce autor el prevenido en el acta de la audiencia del art�culo 570 del C�digo de Procedimientos en lo Criminal (fs. 216 y siguientes) y en cuya obra el se�or agente fiscal manifiesta encontrar descripciones, frases o palabras que caen bajo la sanci�n represiva de la disposici�n legal citada.

Que ante la acusaci�n fiscal corresponde al juzgado establecer primero: si las descripciones, frases o palabras incriminadas en la obra secuestrada pueden considerarse como inmorales, pornogr�ficas u obscenas de la amplitud de expresi�n que el criterio �pico contempor�neo acuerda a la confecci�n de obras literarias; y segundo: si dichas expresiones caen bajo las sanciones del referido art�culo 128 del C�digo Penal, sin menoscabo de las garant�as que nuestra Constituci�n consagra en sus art�culos 14 y 32 sobre la libertad de imprenta, atendiendo a la interpretaci�n para la aplicaci�n de la citada disposici�n penal.

Que el procesado, que se hab�a negado a declarar en el sumario de prevenci�n y a prestar indagatoria ante el juzgado (fs. 14 y vta. y fs. 150 vta.), reconoce en el acto de fojas 216 y siguientes ser autor y distribuir el libro incriminado, pero alegando en su defensa que no ha movido prop�sito inmoral ni obsceno y que, por el contrario, como corresponde a un escritor y artista, ha tratado de formular altos conceptos morales usando de la fantas�a y la descripci�n libre de todo cuanto considera repugnante para la verdadera vida, seg�n su criterio.

Que examinado el texto del libro u obra incriminada debe reconocerse que el autor ha usado de t�rminos, expresiones y conceptos un tanto crudos en ciertos pasajes de la misma aunque en otros denota un prop�sito de exaltaci�n y elevaci�n moral que est� en desacuerdo con aquellas.

Que si se considera que dentro de la evoluci�n contempor�nea del arte literario, tanto en las �ltimas obras de singular valor art�stico, seg�n el consenso p�blico, como pueden ser las de Margueritte, Crommelynk, Lawrence y Joyce (?La machona?, ?Carina?, ?El amante de Lady Chatterley? y ?Ulises?), como no pocos cl�sicos y modernos de reconocido valor est�tico, sin contar con los numerosos actuales que llegan hasta la nada ponderables Pitigrilli, Felipe Trigo y Joaqu�n Belda, todos ellos vastamente divulgados, contienen conceptos, frases y palabras como las se�aladas por la acusaci�n existentes en la obra del procesado, es indudable que no pod�an �stas considerarse obscenas o pornogr�ficas bajo un punto de vista penal, pues su autor no resulta en aqu�lla m�s que un enrolado en la ya decadente escuela naturalista que iniciara Zola y siguieron los realistas que tanto renombre alcanzaran en las postrimer�as del siglo pasado, con las descripciones crudas y violentas, de las que el arte literario ha comenzado a reaccionar, lleg�ndose as� por la �nica v�a: la selecci�n cultural de los lectores, a la reacci�n espiritual de nuestro tiempo.

Que nuestros constituyentes, al redactar los art�culos 14 y 32 de nuestra Constituci�n tuvieron muy en cuenta los riesgos de la libertad de palabra y prensa que otorgaban, pero ante los posibles grav�simos resultados que el establecer una censura previa, o una maleable sanci�n ulterior a la emisi�n del pensamiento, hubiera significado para el desarrollo de la cultura y de la evoluci�n ideol�gica, prefirieron la amplitud del derecho concedido a la restricci�n peligrosa del mismo. De ah� que los constituyentes, valorando la larga experiencia de leyes y decretos, unos otorgando libertad y otros restringi�ndola, en materia de imprenta, que se hab�an sucedido desde 1811, no s�lo garantizaron la libertad de palabra y de emisi�n del pensamiento sino, que vedaron al Congreso la sanci�n de leyes prohibitivas al respecto, y tal criterio debe dar la pauta de cautela al magistrado en trance de juzgar sobre el aspecto m�s grave del caso: penar el abuso de la imprenta como delito, en relaci�n con la moral.

Que si como dice Cooley, en su tratado ?Derecho constitucional de los Estados Unidos? (traduc. De Carrie, 1898. P�g. 267), la libertad de la prensa puede definirse que: ?es la de emitir y publicar todo aquello que el ciudadano encuentra conveniente, y de ser protegido contra la censura legal y de ser penado por hacerlo, con tal que la publicaci�n no resulte ofensiva a la moral p�blica?, cabe preguntar, en consecuencia, cu�ndo se comete tal abuso delictuoso atendiendo a la ley y al mismo tiempo que a la orientaci�n contempor�nea en la libertad de expresi�n literaria, por cuanto el c�digo pena lo obsceno, lo pornogr�fico, lo inmoral, pero debiendo entenderse por tal ?ya que la ley no concreta y la aplicaci�n penal es restrictiva, como lo declara la jurisprudencia y la doctrina? s�lo aquello que no ha tenido otro fin ni prop�sito que producir directamente tales efectos, y no es posible, entonces, calificar como delictuosas las expresiones contenidas en una obra nacional ?en cuanto a su autor, por lo menos? ya que son innumerables las cl�sicas y contempor�neas que se reciben del extranjero y se reeditan en el pa�s, y en el cual se venden a precios populares, adoleciendo, sin embargo, de los mismos defectos que en �sta se se�alan como punibles.

Que evidentemente, al aplicar tal sanci�n, en el caso subjudice, ser�a una notoria falta de equidad, contraria al concepto de la igualdad ante la ley, as� como la libertad de prensa, ?pues, tratando de impedir su abuso, se hace imposible su uso?, como dice Sevdel (cita de Bielsa, ?Derecho Administrativo?. P�g. 126, Tomo III).

Que la Excma. C�mara en lo Criminal y Correccional, en el caso de ?La Machona?, V�ctor Margueritte (Gaceta del Foro N� 2139), fijando el criterio que debe servir de pauta para calificar los conceptos y descripciones existentes en una obra literaria extensa dice: ?que s�lo de su conjunto puede deducirse si se trata de una producci�n destinada a herir el pudor p�blico o la expresi�n de ideas o nociones cient�ficas o simples conceptos de arte o de belleza?, as� como que: ?la existencia, dentro de un libro, de episodios licenciosos, aun cuando parezcan excesivos, no puede servir por s� sola para calificar de obscena?, criterio que debe aplicarse en el caso de autos, por cuanto nada hace al mismo la diferencia de valores est�ticos o literarios que pueden existir entre la obra de Margueritte y la del procesado, ya que el tribunal no puede entrar a discriminar sobre esos m�ritos, debiendo limitarse a considerar tan s�lo los fines morales, o inmorales punibles, que se evidencian en su conjunto.

Que, en tales condiciones, atendiendo a la evoluci�n del concepto �tico-literario contempor�neo, las precisas conclusiones de la jurisprudencia, as� como la amplitud de libertad con que nuestros tratadistas y la doctrina interpretan las garant�as de la palabra escrita, que asegura la Constituci�n Nacional, corresponde aplicar el principio: in dubbio pro reo, establecido en el art�culo 13 de C�digo de Procedimientos en lo Criminal y Correccional, y en consecuencia, fallo: Absolviendo de culpa y cargo al Sr. Ra�l Bar�n Biza, por violaci�n del Art. 128 del C�digo Penal. H�gase saber a la Polic�a, y, consentida o ejecutoriada, arch�vese.

�Dr. R. B. Nicholson.
������������������������������������������ �������������������������������������������������������������������������� Juez

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EL DERECHO DE MATAR

A S. S. el Papa P�o XI:

Se�or: Vengo hasta Vos, sin la humildad del creyente, ni la insolencia del ateo. Me acerco a tu trono, con toda la serenidad de un sacerdote de s� mismo.

No soy un extra�o para los de vuestra casa, ni entro a ella amparado en la tarjeta complaciente de un secretario cardenalicio.

Embajador de mis Ideas, vengo a presentaros mis credenciales.

Dos millones de francos que me fueron arrancados por los que all� en Buenos Aires, la ya conquistada ciudad por tus huestes, ofician la santa misa y bendicen en vuestro nombre todos los d�as...

Dos millones que cayeron en sus arcas, que son tambi�n las tuyas y que tuve que entregarlos al conjuro de la memoria de un ser, para m� sagrado...

Como consecuencia de esa donaci�n, con la que se ha construido parte de un colegio de cuyos fecundos rendimientos financieros, tendr�s, Se�or, conocimiento, se me ha acordado el derecho de disponer de dos becas vitalicias...

No las acepto y os las devuelvo, porque mi conciencia me niega autorizaci�n para utilizarlas. Ella no quiere complicarse en el crimen de desviaci�n espiritual que all� se consuma.

Esa donaci�n fue hecha, Se�or, para beneficio de los ni�os pobres, no para especulaci�n de los pocos c�ntimos de sus padres obreros.

Fue, Se�or, confiada solamente en vuestra teor�a, tuvo por sola garant�a la palabra de vuestro enviado y la fe que pretendieron inculcarme mis mayores.

Junto a mi dinero, muchos millones m�s agregaron los m�os...

Ya veis, Se�or, que en esta cruzada no soy caballero sin honra y sin escudo... Si no median las circunstancias apuntadas, que me otorgan tal derecho, no atravesar�a yo, rumbo al Vaticano, la columnata circular de la plaza de San Pedro.

Y as� como todos los que hasta Vos llegan os ofrecen sus presentes, yo tambi�n quiero, sobre la bandeja de mi alma, dedicaros el de mi fe, de mi fe herida, triste, andrajosa, condensada en las l�neas de un libro cuyas palabras fueron dictadas a mi coraz�n por los Dioses, que gu�an la caravana de la Humanidad: lo innoble y lo grotesco...

Libro triste, Se�or, rebelde, escrito par los que gimen y para los que sufren bajo el peso de su cruz, cual modernos nazarenos...

Libro que ha de recordarte Se�or la mentira de vuestros oropeles, la falsedad de vuestra pr�dica, libro que tendr� la cualidad afrodis�aca de recordarte como a los eunucos que no todo es oro y que existe el placer de poseer la vida.

Libro que ha de cantaros el verso penoso de la Verdad; el que vuestros siervos se niegan a modular...

Palabras salvajes que rugen realidades, que copiaron sus bramidos a la tormenta del G�lgota, en la noche sin luna de la gran Injusticia y que si fueran cantadas en tus iglesias romper�an las leng�etas de tus armoniums y estremecer�an los restos de tus santos.

Y para que tus porteros lo dejen pasar, para poder atraer tu atenci�n, para que �l sea una nota relevante del brillo en el sal�n entristecido de tu biblioteca obscura; he revestido de plata su portada. (1)

Os los entrego pensando que, como Se�or de la Iglesia, forzado por el ritual de tus pontificaciones, tal vez har�s llegar hasta m� el saetazo de tu excomuni�n, pero convencido que, como hombre, cuando te asomes a tu propio coraz�n en plena desnudez espiritual, en la hora sin testigos, vis a vis con tu yo �ntimo y te confieses ante el Cristo andrajoso y ensangrentado que llevas dentro de ti mismo... me tender�s tu mano... me pedir�s ayuda.

Ra�l Bar�n Biza.

Par�s, 1930.

(1)
En las ediciones anteriores las tapas eran plateadas.

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A MANERA DE PR�LOGO

Aclaremos...

Lector: No quiero, ni debo enga�arte. No necesito tu aplauso, no temo a tu abrazo, ni me hace falta tu dinero. Estoy m�s all� del oro y de la fama; m�s all� de esa fe que h�cete creer sincera la caricia de tu hembra y la mano de tu amigo.

No tengo trazas de Cristo ni vehemencias de profeta. Si mides mi libro con la vara mediocre del catecismo de tu vida, mi libro, dejar� en tu alma un acre sabor de inmoralidad. Ser� inmoral porque te mostrar� su maravilloso pubis y sus erguidos senos y habr� de hablar desde el fondo obscuro del protoplasma.

Inmoral quiz�s, porque te recordar�, cuando ello sea necesario, que defecas diariamente.

Te har� dudar de tu Dios.

Te ensa�ar� a escupir sobre el c�digo de la Sociedad y de la ley, de esa ley dictada por viejos sical�pticos, seniles, decr�pitos y repletos.

Te har� dudar de ti mismo.

Si no tienes coraje, d�jalo. Hay en �l c�tedra de muerte, tribuna de revoluci�n, escuela de crimen, remansos de odio, crimen y sadismo fruto s�lo de la simiente que los hombres, mis hermanos, arrojaron en mi alma...

No fue escrito para las muchedumbres endebles, ni para los mercaderes disfrazados de rotativos, ni para los maestros en t�cnica, ni para los que visten la toga de la estupidez a modo de ciencia, ni para los polic�acos, ni los invertidos.

Todos los libros encuentran un rinc�n en las bibliotecas. El m�o, no lo encontrar� nunca, porque no lo busca, porque no lo quiere, porque no es veneno que ha de guardarse en ampolletas. Si ese hubiera de ser su destino, no lo habr�a escrito...

Tampoco necesita encuadernarse para adornar ?boudoir?, ni sirve de solaz a semiv�rgenes.

Veaa corretear salvaje en el cerebro de la humanidad, a gritarte en la noche triste de tu cama fr�a o mentida la verdad que conoces y callas, va a retozar en las cavernas de tus pulmones como lo hacen los bacilos de Koch, como lo hacen en tus venas las espiroquetas p�lidas que te brindaron como herencia tus mayores, cuando volcaron generosos en tus vasos sangu�neos el residuo de los suyos.

Est� hecho para los harapos, para los hijos de nadie, para ?los mal nacidos?, para los que tienen por cabecera el tarro de basura, para los que no tienen Dios, ni hembra... Para los vagabundos que sue�an mirando al sol en los suburbios de las ciudades esperando el nuevo amanecer y que m�s tarde disputan, a los perros, los huesos que arrojaron los sirvientes, y que rechazar�an las ?Quiqu�s? y las ?Lul�s?.

Son hojas destinadas a las prostitutas sin cartilla, los presidiarios que no llevan n�mero, los Jueces y quiz�s las colegialas.

No te enga�o, porque si as� lo hiciera, pretender�a enga�arme a m� mismo.

En sus p�ginas, como ante el calidoscopio, desfilar�n esperanzas muertas, jirones de una vida, de un coraz�n y de un cerebro. Un coraz�n y cerebro a semejanza del tuyo, que va a mostrarte sus lacras y sus bellezas, que desplegar� ante tus ojos, el abanico de sus lepras y sus virtudes...

He nacido rebelde, revolucionario, como otros nacen proxenetas o cornudos.

Alma que no busca el alma hermana.

No te pido respeto ni mofa. No me interesa. Estoy por encima de tu admiraci�n o de tu burla.

No espero ni tu aceptaci�n ni tu rechazo. Voy hacia ti sin que me llames, seguro de m� mismo.

���������������������������������������������������� El Autor

CAPITULO I

Entre la recua humana que marcha a galope tendido hacia el matadero, yo tambi�n tengo mi marca. Me llaman Jorge Morganti y estoy en la plenitud de mis treinta y cinco a�os. Desciendo de italianos y espa�oles, vomitados hace un siglo, por el mar en estas playas y que vinieron huyendo quiz�, por temor a la Ley o el Hambre.

Aventureros o vagos, caballeros de industria y mujerzuelas, intestinos de barco, mugrientos residuos de bodegas, arist�cratas castigados por su rey, o por su padre, se volcaron como abono sobre las llanuras de este suelo y las selvas del Brasil. Pu�ado an�nimo, cuyo renunciamiento a la vida de molicie y refinamiento de Europa obedec�a m�s que a la ambici�n de dinero, a olvidar el crimen en unos y la ignorancia en los otros, pero todos con un tenebroso rinc�n cercado a llave en el cerebro.

Con esa mezcla heterog�nea, ambiciosa, miserable, se fueron arando nuestros campos, en una infatigable explotaci�n y robo, en un continuo aniquilar al indio, cuyo solar fue convertido en tierras de asalto, bot�n y saqueo y cuyas hembras, a m�s de tales vieron doblados sus trabajos de bestias. As� se levantaron nuestras ciudades, as� se afianz� nuestra riqueza, as� se form� nuestra aristocracia, esboz�ndose nuestra raza, entre espasmos de ex presidiarios, mordeduras de ex-prostitutas, juramentos de calabreses y gemidos de quena...

El sufrimiento y las ?lues? han debilitado mi memoria y es por eso que a veces invoco mi pasado como un son�mbulo y ella me traiciona al tratar de evocar mis primeros a�os cuando abandon� la casa de mis padres, all� en las sierras de C�rdoba.

Muy vagamente, como entre brumas; como cubiertos por un tul gris�ceo, desgarrado en partes, pasan ante m� esos a�os en triste y doliente caravana que dejaron en mi �nimo una impresi�n de amargura y cortedad que el tiempo no pudo disipar. Lo que no he de olvidar nunca, aunque la locura se empe�ase en borrar a brochazos de inconsciencia la tela donde ha pintado el recuerdo, es el edificio gris, de altos muros y de gruesos barrotes en las ventanas, donde iba a pasar mi ni�ez. �Aquel colegio, que m�s que colegio, era c�rcel o asilo!

Fue all� donde engrillaron mis �mpetus infantiles, fue all� donde se borr� la risa de mis labios, fue all� donde trataron de estampar sobre mi rostro la careta del jesuita, fue all� donde me ense�aron a leer, a rezar, a mentir y a masturbarme... La autoridad bondadosa de mi padre fue reemplazada por la palmeta incansable, odiosa y brutal del celador... Aquellas palabras de cari�o y de ternura que o�a en mi terru�o, entre la suave quietud de las quebradas y la infinita melancol�a del crep�sculo que ven�a hacia m�, dulcemente, quedamente, como un perd�n de madre a mis travesuras del d�a, a esas palabras benditas las reemplazaron blasfemias sagradas...

Evoco aquellas noches de hambre y de fr�o que hac�an encoger aterida a mi pobre alma de ni�o; los desolantes silencios de los obscuros dormitorios que s�lo interrump�an el eco lento de los pasos de una figura negra, que escrutaba entre las tinieblas con qui�n sabe qu� designios, los semidesnudos cuerpecitos blancos... Las cruentas ma�anas en que el agua de los lavabos cristalizada, quemaba nuestros rostros y manos... �y no las olvidar� nunca!

La misa diaria antes del desayuno, mientras la noche se va entregando rendida al amanecer que avanza, al arrodillamiento sobre el duro banco y la cabeza inclinada, vencida por el sue�o sobre el libro de tapas negras y cruz dorada, como un ata�d...

Fue all� cuando empec� a odiar a Dios, a ese Dios, en cuyo nombre me robaban la risa y el sue�o, y se llagaban mis rodillas.

Hab�a tomado la costumbre de escupir siempre que pasaba junto a un crucifijo. Una vez, pretend� hacerlo sobre �l mismo; mi saliva no lleg� no lleg� hasta �l.

Yo era muy peque�o, o el crucifijo estaba muy alto...

Pasaron los a�os lentamente, tan lentamente que aun ahora, me parecen siglos y me estremece recordarlos. A�os terribles, a�os negros y malditos, hermanos de aquellos otros que ruedan all� en las siniestras soledades de Cayena o de Ushuaia.

** ** **

Es reci�n a la terminaci�n de mi bachillerato cuando se descorre ese velo que cubre mi ni�ez.

Har� de eso veinte a�os.

No teniendo quien me amara, hab�a convertido, transformado en objeto de mi amor, todo lo brillante y bello que el mundo sensible me mostrara en los libros, le�dos a escondidas de nuestro implacable celador.

Todo lo que hablara al alma, con la voz querida de una esperanza consoladora, desde el sol dorado y ben�fico que besaba los fr�os muros, hasta la hero�na sentimental de un cuento de hechiceras, pr�ncipes y hadas.

Yo era poeta, pero poeta a mi manera. No hab�a hecho versos porque no sab�a qu� cosa fuera ello, pero hab�a visto formarse ante mis libros en las horas de estudio siluetas vagas de mujeres divinas y las am�, sin conocerlas, con delirio y entusiasmo.

En mi salida anual hab�an pasado por mi lado, roz�ndome, inconscientemente, mujeres hermosas y ardientes, del brazo de amantes afortunados: ligeras, vaporosas, provocativas, mimosamente enamoradas, riendo en locas carcajadas de juventud y de vida, preciosas mujeres de abismales ojos negros las unas, y de un azul robado al Mediterr�neo en un atardecer tranquilo, las otras, y todas ellas insinuantes, prometedoras a trav�s de la granada partida de sus boquitas rojas. Cruzaban ajenas a su propia dicha, sin dignarse arrojar la limosna de una mirada de sus ojos brillantes y dilatados.

Me dijeron que el mundo es de los j�venes y de los fuertes... �Pues m�o ser� el mundo!, pensaba yo entonces.

Y as�, en mis �ltimos d�as de internado, mis labios se contra�an so�ando con el beso ilusorio, futuro, de las siluetas indefinidas de todos aquellos mis ideales fant�sticos, murmurando: �Ah!, �qui�n tuviera una amante de ojos negros y rasgados, de labios rojos y talle esbelto!

** ** **

Vida de quietud, de paz, de muerte, junto al r�o serpentoso, claro, riente, que bajaba de la monta�a haciendo rodar los guijarros, de los m�s diversos matices; agua de nieve y vertiente, transparente, fresca, adolescente.

Era la frontera que nos separaba del pueblo, un pueblo al que s�lo se iba por la correspondencia o para la venta de animales a los matarifes.

Mi padre para esa �poca me hab�a hecho regresar, frustrando las esperanzas de un doctorado y entreg�ndome la direcci�n de la estanzuela.

Las casas, que fueron de mis abuelos, quebraban sus l�neas severas y coloniales, sometidas al gusto y cuidado de mi madre y hermana.

Irma hered� de mi padre ese sello distinguido e imborrable que le dejaron sus viajes por el misterioso Oriente y la inquieta Europa. Esos viajes que emprendiera como un cruzado de quien la bohemia y la elegancia armaron caballero. Viajes que a golpe de h�lice, hambrienta de distancia, despedazaron la fortuna de mi madre y obsequi�ronle con la tos seca y ronca contra�da en las quintaesenciadas noches de placer, all� por los barrios de Montmartre en que el vicio se arrastra como pecadoras contumaces a los pies del Sacre Coeur, las casas de te de Yokohama, y los cafetines de Singapore, cuando ebrio de alcohol, coca�na y opio ca�a al lado de los cuerpos bronceados, de esclavas �rabes, de geishas diminutas, cual chiquillas imp�beres, o rodaba entre las sedas y el calor artificial de las ?gar�onni�res? londinenses...

Del pasado, hered� mi padre ruina y tos, que le hab�an obligado a retraerse en aquellas serran�as, junto a mi madre y a su hija.

Alta su figura, elegante a pesar de lo encorvado, siempre al aire su melena gris, enrulada. Recuerdo que cuando cumpl� los diecisiete, me tom� del brazo, y llev�ndome hasta un viejo banco del parque, luego de habernos sentado, me habl� de sus viajes.

Eterno so�ador, visionario incorregible, peregrino incansable, cruz� mares, dejando en todo puerto el pa�uelo blanco que se agitara en el aire, empapado en l�grimas por el que se alejaba... Detr�s de su figura se cerraba el mundo, como lo hacen las aguas cuando el barco pasa.

Como ante una cinta cinematogr�fica desfil� ante mi vista todo su relato. En mi cerebro palpitan a�n las emociones que me despert�, al escucharle describir la cultura de los pa�ses del Norte, la belleza y el arte de Italia, lo grandioso de la India y lo atrayente, por lo misterioso, para nuestros cerebros occidentales, las costumbres de Oriente.

Cada hombre de esos pueblos significa para �l una enorme cantidad de esfuerzos, de renunciamientos, de aventuras er�ticas y galantes y tambi�n algunas veces, de dudas...

Aventuras que se iniciaron en los pasillos de trasatl�nticos, entre el lujoso maderamen y regios tapices, para terminar sobre el empedrado fr�o, negruzco y mugriento de un dock de puerto, al largar amarras el barco. Aventuras que no dejaban en s�, m�s que el recuerdo fugaz de la hembra libre moment�neamente, segura de su impunidad, lejos de sus hijos o del tutor severo que la pantomima religiosa y civil de los hombres le hab�an dado. Hembras que, tras los oropeles de damas de sociedad y de beneficencia, esposas de grandes pol�ticos e industriales, las que ante la fosforescencia de aguas tropicales, el champagne falsificado del paso de la l�nea, la luna de cart�n, como puesta por la empresa, para tentarla, y el jazz, que al son de su candombe africano obliga a refregar los senos sobre la pechera blanca del uniforme del caballero, hab�an llegado hasta su cabina transpiradas, con olor a celo y con los ojos dilatados por el placer y la falta que iban a cometer. Y las otras, que t�midamente en los atardeceres, mientras que los maridos y padres jugaban en el fumoir las fuertes fichas para recordar que no eran pobres, sin palabras, con el solo falso pudor del gesto, se ayuntaban al macho, dejando en la cabina, hasta la pr�xima vez, la �nica verdad de su existencia.

Aventuras algunas que no pasaban de la fornicaci�n visual, cuando ellas, sabi�ndose minor�a, cruzaban las cubiertas con certeza psicol�gica de que el final de viaje alzaba sus acciones, haciendo que los marinos, pensando en ellas, mirasen golosamente a los grumetes.

Deliciosas aventuras en el espacio breve de las horas que dura una escala. As� fue una vez en Helsingfors cuando se desprendi� de los amigos del barco para vagar por esas amplias y empinadas calles, que sin conocer el idioma encontr� la maestrita que no hablaba el suyo. Del peque�o departamento de ella, sin otro ruido que el de los besos y del el�stico de la cama, oy� las primeras llamadas de las chimeneas blancas y rojas de su barco... Y cuando momentos despu�s el remolcador arrastraba el monstruo, all�, casi imperceptible, entre las gr�as y los fardos rotulados en todos los idiomas, quedaba ella, como un s�mbolo y con la seguridad de que nadie nunca sabr�a que en su vida fue libre unas horas.

O la otra en Trujillo, all� en el Mar Caribe, cuando dej� partir el barco para contemplar aquella chiquilla, hija de india y de irland�s, de piel bronce, ojos verdes y cabellos rubios, as� se perdi� esa vez seis meses del coraz�n de mi madre, seis meses que fueron espl�ndidos y que muchos a�os despu�s aun se recordaban como vividos ayer.

La playa bajo la monta�a, entre las elevadas y orgullosas palmeras que parecen en un movimiento saludar a las viejas carabelas piratas y conquistadoras, que ya no volver�n...

Hasta el d�a que de nuevo cruz� otro barco, en cuya borda una alemana de ojos negros y dilatados jugaba con su horrible pekin�s.

Yo odio a los perros, los odio con la impotencia del rival que obtiene la primicia de las manos juveniles que lo acaricia todo, encarnando una especie de aula del amor.

Odio a los perros, desde que supe por los libros de medicina que m�s de una virgen se hab�a entregado a ellos.

Los odio por la impunidad que ante la ley gozan.

Y tambi�n aquella otra, en la vieja y dormida ciudad del Virrey galante y del fiero Pizarro, cuando esbozado en su capa saltaba a lo Don Juan la verja de toda la tradici�n de aquella familia.

Digno asaltante de honras, no se detuvo ante el cuerpo de �bano de las nativas de Pernambuco, de Dakar ni de Cab Town, ni tampoco ante las diminutas geishas, la noble prostituta de Oriente, o la baja ramera de China, embellecida y endiosada por la s�ptima u octava pipa de opio persa.

Tambi�n Par�s, la ciudad de los trapos y de la luz, lo sorprendi� al amanecer, acariciando el cuerpo s�per sensibilizado por el alcohol y la droga blanca.

No s�lo fue materia: muchas dejaron en su coraz�n una ansia de morir, cuando siguiendo el anank� griego o su ?estaba escrito? musulm�n, se separ� de ellas.

Su vida ten�a tambi�n la tr�gica nota que no deb�a faltar. Sobre su pecho luc�a un bot�n blanco, orificio que dej� la bala la noche aquella que al despertar en su lecho herido, encontr� a su amante muerta.

Y aquella otra carta, que �l no quiso creer y que confirmaron horas despu�s los diarios de la capital espa�ola.

Adorables aventuras que tuvieron por escenario muchos y diferentes puntos de ciudades y pueblos y que ya s�lo quedaban en su memoria desdibujadas, borrosas, con el dejo amargo de las cosas derrumbadas en los abismos del tiempo.

Se agigantaba ante m�, su figura de rom�ntico, quiz�s de incomprendido, figura de hombre que a�n creo ten�a un poco de Musset y algo de Poe...

?La vida, amigo m�o ?me dijo?, es como Moloch: exige sacrificios indecibles, sobrehumanos. Se alimenta de corazones y l�grimas... Dale tu juventud si ella te la reclama y no temas quemar en su altar tus locuras m�s bellas y sublimes cuanto m�s locas... T� has de ser como yo, descontentadizo, violento, insaciable. Mi consejo: �vence a la vida antes de que ella te venza! Sacrifica, antes de ser sacrificado. No esperes que a tus labios asome la sonrisa de los cansados, de los amargados por tantos esfuerzos est�riles, de los que dejando jirones de su piel en las zarzas del camino y gotas de sangre del coraz�n en las luchas por el triunfo, llegan a la meta cuando ya la vida camina hacia el ocaso y la juventud, la divina juventud, se ha trastocado en hilos de plata en las sienes y en su renunciamiento a todo lo artificial y canalla del mundo. Piensa que la juventud, como la vida, es una sola y no conf�es nunca en el advenimiento de una segunda.

La Parca es el final de todo y para todo. No intentes descubrir lo que nunca te ser� dado hacer.

�Qu� Mago, qu� poderoso, adivin� el porvenir?

No amargues tu presente, �nico, palpable, ver�dico, con las sombras de esos fantoches nacidos en el cerebro de un sublime loco y corrompido, mercantilizados luego por esa caravana de vagos y audaces.

La iglesia es una farsa. �No creas! Mentira es tambi�n la sentencia de los s�tiros disfrazados de mujeres: es necesario el dolor, para merecer la felicidad.

Mentira Dios, si Dios castiga para premiar despu�s. �Qu� significar�a para �l, Todopoderoso, negar el fr�o y la tisis a los ni�os, la lepra y el hambre a los viejos?

No te cause temor lo desconocido. Y si alguna vez enfrentas a Dios, tr�tale de igual a igual, de hombre a hombre, de canalla a canalla...!

Y al mencionar a la mujer, dijo:

Duda siempre, y si al hablar sobre la mujer, te obligan a que dudes de tu madre... duda de ellas tambi�n...

No comprend� el alcance de su frase. Mir� con espanto sus ojos y vi en el fondo de sus pupilas reflejado el asombro que se dibujaba en mi rostro.

�l vio la tempestad que sus palabras hab�an desencadenado en mi alma y, recogi�ndome entre sus brazos, me estrech� contra su pecho.

?T� eres joven a�n ?me dijo?. No luchan todav�a en tu cabecita de ni�o las tormentas de la experiencia que sacuden mi cerebro y por eso comprendo tu asombro, la raz�n de tu estremecimiento. Escucha mis palabras, y hazlo con el recogimiento de qui�n oye el eco de una voz que ha de apagarse muy pronto... Si verdad es la muerte, no he de irme del mundo dej�ndote una estela de mentira...

** ** **

Tal vez querr�s cantar al mundo la causa de tu fatiga, el por qu� de tus dolores y tus amarguras... Y tus versos, tus estrofas, tus palabras, habr�n de respirar odio, odio enorme, odio que no se fatigar� en su carrera, odio incansable... Y gritar�s a los hombres que la mujer es un ser maldito... remanso eterno donde la perversidad gira en torno de su mismo centro... Ave F�nix que muere y resurge de sus propias cenizas... fuente inagotable de impurezas... vertiente fecunda en cuyos surtidores cantan la fals�a, la lujuria y el crimen. Dir�s todo esto y tal vez mucho m�s... Y ser� entonces cuando la humanidad, por los labios de sus mujeres culpables y por boca de sus hombres er�ticos, cornudos y cobardes, habr� de enrostrarte la frase imb�cil que viene rodando desde hace siglos hasta hoy... frase que quiz� en este momento tu alma joven, la modula en silencio. Y ellos dicen, y tal vez t� me est�s diciendo: Denigras y maldices a la mujer y al hacerlo est�s denigrando y maldiciendo a tu propia madre...

Por fin podr�s arrojarles a ellos la est�pida mordaza que quieren imponerte a ti, como la impusieron a los dem�s...

?�yeme, hijo m�o ?continu�?, la madre es en nuestra vida, como el dogma en la religi�n... indiscutible... Ella est� por encima de todo...

cuando hables de la mujer, hazlo sin temor, porque para un hijo, la madre es una sublimidad virginal... muy lejana, remotamente lejana, a todo lo que es terrestre, a todo lo que es humanidad, a todo lo que es mujer...

La madre no tiene historia carnal... la madre no tiene sexo... como las divinidades!

Si el destino lo quiere, ma�ana, cuando seas hombre y llegues a tu casa fatigado, har�s reposar tu cabeza sobre los senos maternales, y en torno de su garganta formar�n tus brazos un collar...

Y habr�s de mirarte feliz en el espejo de sus pupilas... y acariciar las arrugas de su rostro... Pero nunca surcar� tu cerebro el pensamiento que tienes junto a ti una mujer... �Como jam�s en la mente de ella aletear� la idea que su cuerpo se abraza a un hombre...!

�Miserable de aquel que piensa que antes de hablar de la mujer, debes acordarte de tu madre...!

Aquella y �sta, no tienen ninguna ligadura entre s�...

La madre, es santidad... la mujer delito...

La madre, es esp�ritu... la mujer es materia...

La madre, es virtud... la mujer es pecado...

Los que a ello te obliguen son los tarados... los epil�pticos morales que en sus accesos escupen por sus bocas la espuma negra de sus miserias...

Son los Quasimodos repugnantes, los mismos hijos de Eva, que en las estrechas, turbias y tenebrosas sinuosidades de su cerebro, donde hierve el atavismo de una degeneraci�n ancestral, llegan a dar a la madre forma de mujer y le brindan un sexo creyendo as� poder sellar los labios que van a descubrirle la miseria de su hembra, que es su propia miseria.

La mujer se ha refugiado en aquel razonamiento y lo usa como escudo queriendo y creyendo cubrirse con �l.

La madre, al dar la vida, se transforma en un dios porque ello s�lo fue cualidad de dioses, y los dioses para los creyentes no tienen sexo.

La madre s�lo tendr� sexo para los tarados, para los leprosos morales o para las hembras que olvidaron o no conocieron el dolor y el placer de dar vida.

Si nos fuera dado escuchar las �ltimas palabras de dos infelices, cuyas cabezas han de rodar en el cadalso al golpe brutal de la cuchilla tr�gica, llegar�a hasta nosotros el eco de una sola suprema y postrer imploraci�n... y si luego recorri�ramos las casas del pueblo, encontrar�amos: una madre, cuyos ojos resecos de tanto llorar est�n vertiendo sangre a manera de l�grimas, brotadas por el hijo que acaban de arrancarle... y otra mujer, la esposa, que arregla su alcoba para ofrecerla al hombre que reemplazar� al que acaba de perder.

Si te obligan a que dudes de tu madre, duda de ella tambi�n... Pero, no olvides hijo m�o, que para hacerlo tendr�s que sumarte injustamente a la caravana de los Quasimodos morales, tendr�s que enrolarte en sus filas negras... entrar�s a discutir el dogma y ser�s excomulgado... dar�s un sexo a tu madre y habr� muerto en ti el hombre, para dar paso a la bestia...

** ** **

D�as despu�s, una tarde gris que se recog�a entre el rop�n de una llovizna, los peones, atra�dos por los cuervos, lo encontraron sobre un pe�asco atravesado el cr�neo por una bala de rev�lver.

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CAPITULO II

Era bonita como un pecado de amor.

No tendr�a m�s de veinticuatro a�os, de cabellos blondos, de grandes y rasgados ojos grises; ojos con destellos de pecado y coca�na; ojos que ten�an un algo de Sat�n y un algo de Dios engarzados en profundas ojeras, pinceladas de insomnio, sobre la piel rosa-oro.

Boca peque�a, de labios pintados, tibios y h�medos, dejaban entrever al sonre�r sus dientes peque�os y perlados... Boca de carm�n, ten�a ese rictus, embustero, delicioso y un poco canalla de todas las bocas nacidas para mentir y besar; labios de mujer, de boca cansada de besar.

Las manos suaves, afiebradas y h�medas, p�lidas y largas, manos de enferma, que ella cuidaba suntuosamente como las bas�licas bizantinas con berilos y caledonias que fulg�an cual si fueran pupilas de gatos endemoniados. El descote atrevido, casi siempre exagerado, dejaba al descubierto el nacimiento de sus senos, �nforas de alabastro tibio, que se adivinaban macizos tras la tenue seda; senos de hembra, senos para besar y morder.

Vest�a entre el polvo y los harapos del pueblo, con telas suntuosas: rojo cardenalicio, morados sombr�os, negros bordados en oro... y sin embargo, su aspecto era el de una de esas hero�nas de novela moderna; un poco rom�ntica, un poco artificial, no poco perversa... que aman el �ter, la nafta, el haschis y las aberraciones de la gran Cleopatra.

Pero lo m�s divino era su cabello. Aquellos rizos que le enmarcaban las sienes en un nimbo de coqueter�a, de bertinismo art�stico, de oro, enmadejado; cabellera encrespada, como olas magn�ficas y luminosas.

�Qu� escena de locura, placer o drama, qu� r�faga de dolor y tristeza, qu� capricho o tragedia obligaron a aquella extranjera a llegar hasta mi pueblo?

Pueblo en desacuerdo con la naturaleza. Pueblo de enfermos, de mujeres p�lidas, de hombres demacrados, que tos�an como ladrando a una luna invisible, o a un rival imaginario.

La naturaleza, por contraste, se mostraba exuberante en derredor, ofreciendo a la vida esencia de florecillas silvestres y matices esmeraldinos de vegetaciones jugosas. Todo en ella cantaba vida, juventud, optimismo sano y fecundante.

Escondido en las frondosidades de los �lamos y los sauces, el pueblo, daba una apariencia de quietud y humildad; remanso de aldea...

En derredor canciones y risas juveniles, pastorelas de amor, bellamente v�rgenes, ingenuamente infantiles...

El r�o bienhechor daba sangre a las plantas, besaba el alfa verdeobscura, de florecillas moradas disputadas por mariposas blancas, amarillas y azules. El sol l�mpido y tibio, pon�a besos de vida en el ramaje de las plantas, en los tallos, en las corolas de las flores y en el fruto que empezaba a madurar...

Los campesinos, esclavos de esa tierra, agotaban en ella su vida, la cuidaban con mimos de novia y ternura de madre, se entregaban en cuerpo y alma dejando en el profundo surco que abr�a el arado junto con las semillas, jirones de peque�as ilusiones, retazos de sus vidas y ensue�os de amores dulce.

Hijos del terru�o, en �l mor�an desconociendo los colores cambiantes de la vida, las irisaciones, m�ltiples en matices de la vor�gine mundana. De tarde en tarde, llegaba a aquel rinc�n, un eco, la tenue brisa de alg�n suceso mundial. Ya era un naufragio, una epidemia o una guerra...

Para aquellos campesinos simples, ego�stas y desconfiados, esas noticias no los aflig�an. Sus rostros hermanos y desconocidos, habitaban otros mundos, eran otros seres...

La llegada de aquella mujer hab�a levantado en el pueblo una polvareda de calumnia, de rencores y de miedos.

�Pobres, envidiosas y tontas mujeres de mi pueblo que vieron en ella la mentada ?cocotte? que llega a las villas a arrebatar ahorros de maridos y quebrar compromisos de novios!

Se alojaba en el hotel, hab�a llegado p�lida y tosiendo y fue como una aparici�n de carne, sedas y perfumes, que trajera con ella r�faga de m�sicas ex�ticas, luces boulevarderas, frivolidades y mentiras mundanas. Era delgada, de una elegante presencia ?muy chic? de opereta vienesa.

Flor divina de pecado, princesa inc�gnita o burguesa refinada, hab�a sacudido al pueblo en un estremecimiento de lujuria y de rencor.

Al principio la miraron con altaner�a; grosera y rid�cula altaner�a de mujeres sucias y en ?chancletas?. M�s tarde, al notar en ella indiferencia ?que era tranquilidad y no desprecio?, sintieron curiosidad, esa malsana curiosidad de pueblo que tiene pestilencia de pantano y que exige hasta los m�s �ntimos secretos de los que moran en ellos.

Extremaron en vano todos los recursos, todas las sonrisas, todos los pretextos:

A un ?�Viene usted de Buenos Aires?

?Tengo un m�dico mal�simo ?respond�a?. Imag�nese usted que me ha dicho: para sanar pronto, hablar poco...

Lleg� el d�a en que se tejieron los m�s absurdos comentarios:

Era una duquesa rusa, parienta del Zar y fugada de la prisi�n de Pedro y Pablo, de Leningrado, a bordo de una barca pesquera; que como pago de su fuga hab�ase ofrecido siete noches seguidas a los siete marineros que la tripulaban...

Otros la cre�an francesa, gran pecadora, querida de pr�ncipes y reyes, que hab�ase alistado como enfermera en la �ltima guerra y contra�do all� su mal. Francia la hab�a condecorado en esos d�as de sangre y fuego. Ella abandon� la patria, asqueada, cuando su gobierno hizo la paz, aquella deshonrosa paz, para la dignidad de los valientes, cuyas madres, mujeres e hijas, hab�an cometido los m�s espantosos infanticidios, con aquellos mismos que mataron su amante, capit�n entonces de un regimiento de artiller�a.

Pero un d�a...

?Culpa es ?alguien dijo?, del comisario que no sabe cumplir con su deber. A lo mejor es una esp�a alemana...

Fue la versi�n que abri�se camino, la versi�n por todos aceptada, la del espionaje.

El gobierno alem�n, cuyas p�rdidas territoriales eran inmensas, fijaba sus miras como futuras presas, en las d�biles, ricas y libres naciones sudamericanas.

Fue el acabose.

?�Queremos saber qui�n es! ?gritaban al comisario en su despacho, las desgre�adas y malolientes arp�as del pueblo.

?A lo mejor el comisario es c�mplice de ella ?agregaba un condenado por la naturaleza a llevar un promontorio eternamente rid�culo sobre las espaldas. El sainete pueblerino tocaba su fin. Los notables; el boticario, cuyas medicinas estaban reforzadas por el fr�o veneno de su alma; el panadero, que amasaba su pan con levadura de calumnia; el carnicero que tajeaba con suprema maestr�a la sucia res de la intriga, esperar�an en el bar del hotel los resultados de las averiguaciones policiales.

Uniformado de gala, espad�n al cinto y capa al brazo, dirigi�se el comisario a los corredores del piso alto donde generalmente a esa hora la extranjera le�a.

Intent� ser amable y s�lo consigui� evidenciar su torpeza:

? ?Deber... obligaci�n de polic�a... violento para �l... la ley inexorable...?

Al principio ella no comprendi�. No es f�cil para un cerebro de mujer culta estereotipar en sus c�dulas el pensamiento de un imb�cil... Lleg� hasta temer... Luego, de pronto, dando rienda suelta a su risa, risa clara e hiriente de mujer ofendida, expres�:

?�Haberlo dicho antes, se�or comisario! Lo que usted desea saber es qui�n soy... Perfectamente. Acomp��eme usted.

Penetraron en la fr�a y blanca habitaci�n del hotel transformado en templo. Toda habitaci�n de mujer joven es templo de amor y lujuria. Flota en el ambiente un algo de cant�ridas que enerva y excita. Olor de hembra en celo...

Art�stico desorden. Podr�a decirse, el orden dentro del desorden. Frascos, libros en franc�s, ingl�s, castellano, fotograf�as con un nombre y una fecha, terracotas de Verona, modernas mu�ecas de terciopelo y seda parisi�n. Un abanico de n�car con varillas rotas; quiz�s recuerdo de alg�n fugaz idilio comenzado y acabado violentamente en la madrugada de un d�a de carnaval... Sobre la cama, una cama peque�ita de hierro blanco kimonos, pijamas, ropa interior de mujer, pedazos de mujer, jirones de hembra...

El comisario se detuvo azorado ante aquel detalle de refinamiento de la civilizaci�n o del vicio: Sedas y encajes. Obras primorosas, magn�ficas de paciencia y de riqueza, obsequio del amante para la amante, envoltura de seda tibia, de piel artificial.

Le atrajo la atenci�n el estuche abierto de un irrigador de viaje, con una colecci�n de c�nulas, gomas y pinzas. Quiz� ?pens�? que ese artefacto raro ser�a una prueba m�s para el sumario y la condena. �Se dec�an tantas cosas de los aparatos radiotelegr�ficos!...

Interrumpi� sus cavilaciones la voz de ella:

?Mi pasaporte, comisario ?dijo?, cerrando un ba�l ropero cubierto de etiquetas de los m�s remotos pa�ses, en las m�s distintas lenguas. Al tomarlo entre sus manos frunci� el ce�o. No hab�a contado con su desconocimiento de idiomas.

Era un cuadernillo de tapas obscuras, con un retrato, impresiones dactilosc�picas, sellos, firmas, estampillas, y m�s firmas y m�s sellos, pero en un idioma endiablado que �l no comprend�a.

No era cuesti�n de mostrar ante ella su ignorancia. Adem�s, �qui�n en el pueblo podr�a descifrarlo? Lo hoje� lentamente, simulando leer: s�lo pudo comprender el nombre: Cleo de Saint-Ibet.

Cuando lo devolvi�, ella no pudo contener la risa.

?S�, est� bien... en regla... usted disculpar�... ?murmur� azorado dejando la habitaci�n.

Iba furioso contra los que le hab�an obligado a tama�o rid�culo. Ya les ense�ar�a al Juez de Paz y al boticario, por haberlo mandado a �l, a la primera autoridad, a satisfacer curiosidades de mujeres.

Una cantidad de preguntas acompa�� su entrada en el Bar, y ante el asombro de los que le esperaban, se desat� en improperios contra todos.

?Qu� se hab�an cre�do �comadrejas! �l era el comisario, y no ten�a por qu� dar explicaciones. Si esa se�ora viv�a en el pueblo, era porque pod�a hacerlo mejor que nadie, porque quer�a y porque le daba la gana!

Y ya desatado, empez� por afirmar sus palabras con ?talerazos? sobre la mesa: De hoy en adelante iban a cesar las murmuraciones, a dejar de molestarlo y distraerlo de sus numerosas obligaciones.

El Juez de Paz, acerc�ndose al boticario murmur� sonriendo, soez, brutal, mostrando sus dientes, no de hiena ni de perro; sino dientes de hombre, negros y putrefactos.

?No le haga caso compa�ero... Calentura... �A lo mejor ya galop� sobre esa yegua!

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CAPITULO III

Desde la muerte de mi padre, acaecida hac�a dos a�os, hab�a conseguido levantar m�s de la mitad de la hipoteca que pesaba sobre nuestra �nica finca ?El Refugio?. Hab�a continuado con la direcci�n de la misma y luchando feroz, brutalmente, para que Don Nicasio, el comisario, no nos arrebatara nuestro �nico bien.

Cierto es que las cosechas hab�an ayudado, �con dos a�os m�s!...

Mis ensue�os de ni�o, mis ambiciones de triunfo en grandes urbes, con las que tanto so��, hasta aquellas mujeres, aquel grito de mis horas de internado se hab�an esfumado, semiborrado ante la alegr�a juvenil de mi hermana y la caricia temblona de las manos de mi madre.

�Vida pura, vida santa, junto a mi monta�a y mi r�o!

Hab�a llegado a formarme el concepto real de la responsabilidad que sobre m� pesaba, respecto a aquellos dos seres indefensos y buenos, luminosos y puros como los amaneceres de mis sierras.

Mi car�cter en apariencia hosco, mi retraimiento con los del pueblo, hab�anme valido el odio de muchos y la antipat�a de la mayor�a. Pocos eran en verdad los que llegaban en calidad de amigos hasta ?El Refugio?.

Mi madre, esp�ritu simple, viv�a s�lo para el recuerdo de sus a�os de esplendor y cari�o. Pocos sin duda fueron, pero debieron ser tan intensos que el dolor producido por las andanzas de mi padre, no empa�aron aparentemente su amor de esposa.

Hab�a vivido su instante y supo resignarse con esa mansedumbre que da la religi�n, cuando se ha experimentado el dolor.

En los atardeceres, despu�s de las faenas, sentados en el corredor de la vieja casa, nos hablaba de �l. Irma y yo la escuch�bamos arrobados. Se agigantaba su figura, su voz ante el recuerdo ten�a sonoridades melodiosas. Voz de madre y de mujer que ha querido? Cuando el Angelus nos tra�a un h�lito de tristeza, nos hablaba de Dios.

Yo me cuidaba de emitir mis opiniones tan contrarias a las de ellas y, cuando Irma, mir�ndome, como para tomar coraje, se animaba a contradecirla a dudar siquiera?l

?La fe salva, hijos m�os, hijos m�os ?dec�a aquella santa matrona?. Para el hombre es un aliciente en la lucha diaria, una coraza de acero en las que rebotan los fracasos, y para nosotras, Irma, un cerco invisible pero poderos�simo, que nos evita el pecado y nos detiene ante un mal paso y cuando es sincera, hasta en un mal pensamiento.

?�Pero t� te animas, madre ?pregunt� una vez Irma?, a decirme d�nde termina el bien y d�nde empieza el mal; puedes decir qu� es bueno y qu� es malo?

?Malo es todo lo que condena nuestra religi�n.

?Madre, la religi�n la crearon los hombres, cuando en sus cavernas quisieron explicarse lo que es el rayo, el brote de las flores o el mismo misterio de la vida. Era debilidad, cobard�a, ignorancia? Pueden haberse equivocado.

?No; porque en el nombre de ese Dios ense�aron amor a los hijos, fidelidad al esposo, resignaci�n y piedad.

?Los salvajes, las bestias mismas, sin conocer al Dios que t� invocas practican los mismos preceptos.

Adem�s, �no fueron los mismos hombres que nos esclavizaron exigi�ndonos la fidelidad? Fidelidad que ellos no retribuyeron nunca.

Salom�n mismo, con sus setecientas concubinas, �podr�a ser el protegido de un Dios justo? Adem�s, �la fidelidad f�sica es en s� una virtud? Virtud tambi�n habr�a sido si a ellos se les hubiera antojado por avaricia, para llenar mejor sus graneros, tenernos sin comer quince d�as al a�o.

Irma se revelaba en sus diecisiete a�os, con una lucidez de cerebro que inquietaba. Los libros y el contacto con mi padre hab�an despertado su esp�ritu sensible, hab�an hecho de ella una indagadora.

?Padre ten�a raz�n ?me dijo Irma un atardecer mirando �vidamente las monta�as?. La vida es breve, la juventud m�s breve a�n; minuto perdido, jam�s recuperado? Nuestra juventud es corta, como un sue�o, fugaz como la espuma de las olas.

Yo, adivinando sus ansias, que eran las m�as, la mir� como si no la comprendiera.

?S� ?continu� ella, aclarando? atravesar estas monta�as, llegar a esas bellas, lujosas y viejas ciudades de Europa y Oriente. Viajar como pap�: Niza, Biarritz, la Selva Negra o las estepas rusas. Vivir como �l, entre cerebros superiores, privilegiados, conocer la vida, intensa, �vidamente aun a costa de vivir menos? �pero vivir!... Sentir la caricia de la vida, poseer todo lo bello que crearon los hombres, inundarse con luces de boulevares de Par�s o Nueva York, sentir la tibieza de las pieles raras y costosas, la suavidad de las sedas?

Y mir�ndome como para pedirme perd�n:

?T� me comprendes ?me dijo?, eres el �nico que puede comprenderme. Tienes a semejanza de pap� su esp�ritu de poeta y de rebelde?

?Alg�n d�a iremos? ?dije yo.

?�Entonces ya seremos viejos! ?contest� fatalista.

Hab�a ca�do la noche, noche clara y tibia de primavera. Yo me acerqu� m�s a ella, pas� mi brazo por su espalda y atray�ndola hacia m� afirm�:

?Ahorraremos, trabajaremos m�s, trabajar� m�s?

?�M�s a�n?

?M�s, por ti? para ti?

?�Hermanito!

?�Hermanita!...

** ** **

A la casa no llegaba sino de tarde en tarde un amigo de la infancia, cuya familia enriquecida en la pol�tica, hab�a abandonado hac�a a�os su pueblo, radic�ndose en C�rdoba.

Era dos a�os mayor que yo, hab�amos sido compa�eros de infancia y de colegio. M�s afortunado, pudo terminar sus estudios de abogado, y luego, con la influencia de su padre hab�a comenzado a ejercer.

Era sencillo, generoso, bueno. Para Irma y para m� hab�a sido siempre otro hermano. Por ello fue una revelaci�n, cuando, entre bromas, me insinu� su posible matrimonio con Irma.

Al comunic�rselo yo, ella riendo locamente dijo:

?�Con Jos� Antonio? �Nunca! Ser�a una venta. Lo quiero lo suficiente para no hacerlo desgraciado. Nos conocemos demasiado �ntimamente para que pueda existir entre nosotros ese deseo del primer momento, pasi�n, llama, que, por m�s corta que sea su duraci�n es suficiente para permitir despu�s soportar la ins�pida vida en com�n.

Adem�s aunque sintiera el deseo por un hombre, no me atrae a�n el matrimonio. Prefiero esperar? Ser�a horrible la vida a su lado. Esa capital de provincia, con sus iglesias, su sociedad, con su olor a ?sacrist�a?, vulgar, hip�crita, los hijos que �l exigir�a aun a costa de mi sufrimiento y la deformaci�n de mi cuerpo, la monoton�a de esos d�as iguales, en donde mi obligaci�n radicar�a en alimentarlo bien y cuidar su ropa. Noches de soledad en que pasado su entusiasmo carnal, las perder�a en el Club, en el caf� o en el prost�bulo? No, hermanito, �t� no puedes exigirme tama�o sacrificio!

Y sin embargo, no era el �nico partido a que pod�a aspirar ella y por el cual se hubieses ara�ado las mejores ?casaderas? de mi pueblo.

Era lo que, en ese inmenso mercado llamado sociedad, se dice ?un buen partido?. Rechazado as� �ste, se descartaba por el momento toda posibilidad de matrimonio de Irma.

?Insiste ?le aconsej� cuando como amigo y hombre, lleg� hasta m� quejoso.

?T� sabes que la har� feliz? Interviene t�?

?S� ?respond�?, la har�s feliz, pero, a tu manera y ella a ti, no. Te quiere solamente como hermano, pero insiste? �Vaya uno a saber los secretos del coraz�n de una mujer!

Despu�s de unos d�as Jos� Antonio parti� para C�rdoba. De all� nos escribi�:

?Acept� el nombramiento de una secretar�a en un ministerio de Buenos Aires, qui�n sabe cu�ndo volver�?.

Para Irma, ni una palabra. Recuerdo que ella le escribi�, burlona: ?Inolvidable hermanito??

** ** **

Otro, que aunque no fuera bien recibido frecuentaba con pretextos la casa, era don Nicasio, comisario, jefe pol�tico, cuatrero, usurero, prestamista y tah�r.

Una tarde, cuando dejaba la casa despu�s de la siesta, para dirigirme a un peque�o obraje que hab�a instalado en el monte, lleg� y puso su caballo a la par del m�o.

?Voy a acompa�arlo un rato, don Jorge?

?Vea que voy lejos, comisario ?respond� de mal humor.

?No importa, as� hablaremos mejor.

Sabiendo mi retraimiento con los del pueblo, empez� a narrarme todas las ?peque�as grandes cosas? de la vida pueblerina.

Ha llegado ?dijo mir�ndome maliciosamente? un bocado como para usted. Debe venir desde lejos, de una ciudad grande que llaman Par�s. �Si viera, don Jorge, las cosas lindas y raras que trae! Todo el pueblo anda ?alzado?. Dicen que est� enferma, pero yo no lo creo. Es linda como una virgencita. De tarde camina a orillas del r�o, frente a la estancia?

�Una extranjera, joven, bella, como las que yo tantas veces hab�a so�ado! Una mujer que traer�a con ella el aroma, no de nuestras flores salvajes, sino el perfume destilado de flores de invernadero, trajes y costumbres ex�ticas. Una mu�eca de tibia seda que tendr�a para nosotros una sonrisa de benevolencia, que llevar�a en su cerebro el recuerdo de lo que yo a�or� conocer y no podr�a jam�s?

�Ser�a realmente bella, como yo las hab�a imaginado, sensibles, nerviosas, llenas de caprichos encantadores, como aquellas que hac�an que generales arrastrasen a la derrota a sus ej�rcitos, traicionases sus patrias, y que reyes renunciaran a sus tronos?

El tono de la voz de don Nicasio cort� de pronto mis reflexiones:

?Es necesario que me escuche, don Jorge ?su mirada era autoritaria, su expresi�n insolente?. Yo lo he visto criar a usted, sabe c�mo su padre, que en paz descanse, me estimaba. Soy a�n joven y he hecho buena carrera y no tengo vicios ?lo sab�a cuatreo y borracho?, y quisiera, comprende? formar hogar?

?Y usted desear�a que yo fuera padrino suyo ?respond� interrumpi�ndole secamente y temiendo adivinar.

?No, algo m�s: cu�ado?

?�Qu� ha dicho?? ?balbuce� amenazante.

?S�. Con Irma ?respondi�.

Nube roja, olor a sangre?

Chocaron nuestros caballos, mientras tanteaba mi cintura en busca del rev�lver dejado en casa.

?�Fuera, perro, fuera!!!

Debi� traslucirse el crimen en mis pupilas. Palideci� intensamente, se desprendi� de m� y espoleando su caballo tom� la direcci�n al pueblo. A los treinta metros, mientras galopaba sin detenerse, me grit�:

?�No ?olvides? que soy autoridad!

?No pude contestarle. Lo vi perderse en el monte, ya sin odio, sin rencor casi, apenado, temeroso por los m�os, asqueado al solo pensamiento que Irma pudiese alg�n d�a entregarse a semejante bruto.

Ya poco nos quedaba por pagarle. Quiz�s una buena cosecha? ese mismo a�o?

����
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?De tarde camina a orillas del r�o, frente a la estancia, me hab�a dicho?.

Por ello hac�a ya d�as, que con mis mejores botas, mi ?rastra? de oro y plata en mi m�s bello caballo, la buscaba en los atardeceres.

El d�a anterior la hab�a divisado en la otra orilla, en traje rojo, sueltos sus cabellos al viento.

Fue un breve momento. Al notarme se hab�a detenido mir�ndome. No tuve coraje de cruzar el r�o. Una timidez explicable, me invad�a, y segu�a camino, al galope, sin osar volver la cabeza. Yo hab�a hablado a Irma de ella, que sonri� comprendi�ndome.

?Ac�rcate, inv�tala, hazte su amigo ?me hab�a dicho? yo tambi�n quisiera verla?

Por ello, lleno de coraje, cuando la divis� entre un claro de los �rboles, en la orilla, lanc� mi caballo al agua. Para nosotros, obligados a hacerlo diariamente era juego de ni�os. No quiz�s para ella que, interesada como la tarde anterior, se detuvo a mirarme.

La marcha es necesariamente lenta dentro del r�o, por su ancho. El r�o Cruz del Eje es f�cil de vadear a pesar de ser ancho, su lecho es arenoso y cubierto de piedras cuyas aristas redondea la acci�n del agua.

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Toda mujer admirada, deseada y desconocida tiene a semejanza de Dios el poder de lo ignorado.

As�, en las cavernas, la humanidad ador� el rayo, hasta que encontr� el ?por qu�? del rayo. As� ador� a Venus hasta que Venus fue pose�da.

Si Dios nos permitiera hablar con �l, en nuestra conciencia dejar�a de ser Dios.

La curiosidad o el deseo satisfecho ha evitado m�s de un crimen.

Fuente sellada es toda mujer a la que nos acercamos por primera vez.

El encanto de la mujer no est� en ella, sino en nuestro cerebro; su belleza es seg�n nuestro deseo.

Los ojos m�s bellos para un chino, no ser�n seguramente los de la europea, ser�n los oblicuos y peque��simos de una mujer de raza.

Esos ojos que nosotros contamos como bellos, para chinos son ?ojos de perro?. Un Goethe, ver�a la misma mujer, completamente distinta que un Schopenhauer. El marino que arriba al puerto, encontrar� ?bella? la mujer que repudiar� horas despu�s.

El arrogante y exigente ?souteneur?, en el presidio encontrar� exquisita a la �ltima, sucia y desgre�ada fregapisos de su burdel, si lo visita.

El joven estudiante y el viejo ?macr�?, estar�n en desacuerdo para juzgar o proceder con la misma hembra, hermosa o fea. Fea o hermosa, la consideraremos seg�n las circunstancias que nos rodeen. Nuestro deseo la har� Diosa o ramera, divina o insignificante. Y ella no ser� ni lo uno, ni lo otro?

S�lo ser� una pobre mezcla de madre y prostituta.

Si reflexionamos que todos nuestros renunciamientos y sacrificios, se reducen �nicamente a poder penetrar su vagina, y que ese deseo no es �nicamente nuestro, exigir�amos una igualdad y responsabilidad m�s justa entre los sexos. La mentada debilidad del uno, no es sino una forma mal intencionada de halagar el est�pido amor propio de los otros. Si nuestra hembra no nos hast�a, es porque no tenemos ninguna otra en perspectiva.

La mujer, desde que abandon� el harem, se ha convertido en la m�s cruel explotadora del hombre.

Los hijos los ?hace? ella y, si consideramos que el derecho es seg�n el capital o esfuerzo que cada socio aporte, y de lo que �nicamente es ella responsable, no podr� por lo tanto la ley esclavizarnos para mantener a ambos.

�Es posible que un hombre pueda perder parte del producto de su trabajo porque la hembra con quien cohabit�, casada o no, h�yase olvidado, por pereza o fr�o de llegar hasta el bidet?

�Hay alguna ley que obligue a la mujer a embarazarse contra su voluntad?

�Por qu� entonces contra la voluntad del hombre le obligan a aceptar los hijos de su hembra?

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Cuando el mundo avance en el feminismo, los hombres de fortuna estar�n exentos de pena. Y las mujeres no har�n sino seguir una ley de herencia. Toda mujer sabe que puede venderse, por lo tanto concibe que todos pueden comprarla.

La prostituta se paga al contado, la honesta en especie. Cambio de moneda y de tiempo. Cuando la mujer no quiere venderse es porque las secreciones de sus ovarios impiden el raciocinio de su cerebro. En toda mujer existe innato un especulador arriesgado.

�No arriesga en un minuto con su novio, al entregarse, toda su vida de ?se�ora??

Ellas han pensado y piensan: ?Ser�, quiz�s, la �nica forma de decidirlo?. Todo su capital, triste y muchas veces mal oliente capital, lo juegan contra la �nica patente de se�ora, contra una seguridad de su est�mago.

En el hombre habla el deseo. La mujer explota ese deseo para satisfacerse y a la vez para llenar su aparato digestivo. Es su �nico rol. Llenarlo de alimentos o de espermatozoides.

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La m�quina ha reemplazado al m�sculo, destruyendo la vieja ley de la diferencia de sexos. La mujer es una vil competidora de salarios. Arrasa con los nobles principios del confort que merece el proletario.

Puede hacerlo porque sabe que su sexo se cotiza entre los hombres. Las huelgas, ese bello principio de defensa social, quedan destruidas cuando interviene la mujer.

Quien dijo: Todo hombre tiene un precio vil, no conoc�a a las mujeres.

La mujer, cuando ha dejado de ser joven, o no es bonita, es generalmente un par�sito. Un ser que se consume sin producir, un obst�culo en la vida de las otras, ya que la impotencia la convierte en moralista, ya que su fin es s�lo impedir que sus hermanas m�s j�venes realicen los actos que a ella le est�n vedados. Y as� podemos ver espectros de mujeres, cuid�ndoles a otras partes de su cuerpo que en nada les pertenece, caricaturas humanas yendo contra la naturaleza de sus otras hermanas, o contra principios que ellas, en su juventud, fueron las primeras en practicar.

Un jurado de mujeres, absolver�a el m�s monstruoso crimen de un Rodolfo Valentino? Juzgar�an con el sexo, no con el cerebro.

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El paisaje embellec�a aun m�s a aquella mujer, si ello era posible.

Me encontraba desarmado ante sus dientes chiquitines y perlados, sus labios jugosos, sus pechos erguidos?

Fue as� como la conoc� esta tarde y c�mo al caminar junto a ella, llevando de la brida mi caballo, impregn� de ella?

Esa noche, abrazado a mi almohada me imagin� que dorm�a junto a ella, que besaba su axila que hab�a visto al arreglarse sus cabellos; cubierta de suave vello casta�o claro?

La axila de aquella mujer, fue para m� esa noche, como un ?fetiche?.

Me imaginaba haber visto algo de su sexo?

Fuimos amigos corto tiempo, s�lo d�as?

Nos encontramos frente a las casas y yo la transportaba a caballo, a orillas de mi estancia.

Cleo vest�a breches y botas. Camin�bamos por los estrechos senderos abiertos por los caballos, escuchando en esos atardeceres de verano la vida que transformaba.

Me dijo que ten�a veinticuatro a�os.

Muy peque�ita recordaba la casa pobre, desmantelada y fr�a de los suburbios de Mosc�: su padre era cochero, su madre? su madre? no recordaba a su madre?

Era la menor de sus hermanos y ten�a a su cargo todos los quehaceres de la casa, y al decirlo, mir�base sus finas y bien cuidadas manos, como buscando una marca de los menesteres de esa �poca.

A los doce a�os su hermano mayor la viol� sobre la cama de su padre. Su padre lo supo y un a�o despu�s la posey� tambi�n?

Tendr�a catorce a�os cuando estall� la revoluci�n. La llevaron juntamente con otras de su edad, a Suiza, en una misi�n de socorros norteamericana. La depositaron en la casa de un alto funcionario p�blico. Alimento a cambio de trabajo. Sirvienta sin sueldo. Caridad burguesa. La se�ora quiso hacerla cat�lica y el se�or la hizo su amante. Cuando se supo la expulsaron de la casa y un sacerdote la tom� en la suya. Sirvienta y amante otra vez.

A los diecisiete a�os un se�or rentista que frecuentaba la casa la instal� en Par�s y un amigo de �l, un magnate egipciano, la llev� a viajar.

As� conoci� el Oriente y el Occidente, Constantinopla y Berl�n, Palestina y Oslo, Sevilla y Londres?

Un d�a, en Biarritz, conoci� un argentino. Abandon� a su amigo y lo sigui� a Buenos Aires. No sufri� una desilusi�n al saber que era cocain�mano. Crey� amarlo y por ello penetr�, guiada por �l, en las noches blancas, donde todo el cuerpo se transforma en un inmenso sexo que cohabita?

Hab�a aprendido a dosificar e intensificar su deseo nunca satisfecho en esas noches. Las m�s absurdas copulaciones, el deseo que no se satisface durante horas y horas, la idealizaci�n de los m�s repugnantes actos, el acercamiento m�s perfecto a la animalidad en donde la hembra como el macho, reviviendo sus instintos pide el uno al otro, ser humillado, esclavizado, martirizado? Noches en que el coraz�n latiendo apresuradamente y su cerebro cruzado por ideas endemoniadas, imploraba el dolor dentro de su placer, como otro placer mayor. Si en esas noches le hubiesen pedido su vida en holocausto a Moloch, ella habr�a avanzado sin titubeos hacia su boca de fuego, orgullosa, como las v�rgenes elegidas.

�Qu� significaba la vida cuando exenta de prejuicios, se mostraba en toda su realidad? �El placer de los circos romanos era mayor que en los populachos, en el gladiador, o en el cristiano que avanzaba convencido que su dolor era un medio para llegar al supremo bienestar?

Bajo la influencia del brillante polvo blanco hab�a llegado a compenetrarse con su propia carne?

Hembra, pobre hembra blanca que hab�a so�ado y cre�do ser pose�da por salvajes gorilas y machos cabr�os?

Dos a�os hab�an bastado para corroer sus pulmones, dejando una ma�ana en sus labios una pincelada de sangre. �Huella de ?rouge? en su primer beso con la muerte?!

�l hab�a vuelto a Europa, ella hasta mis sierras, segura de poder borrar a tiempo la marca dejada.

Un d�a ?era su canci�n? llegar�a para ella el amor? El amor como ahora lo so�aba al mirar al Uritorco, rodeado de brumas y luces. El amor que desconoce la mueca p�lida y tr�gica ante el sortilegio de los naipes, y la raqueta de croupier. El amor que no disfrazan los impotentes con un Rolls Royce o un solitario. El amor que conoce el amanecer, no como una orden de descanso, con la boca pastosa de Champagne y los p�rpados pre�ados de sue�o.

Ella quer�a el amor, tal cual yo lo cantaba; conceb�a el amor tal cual yo lo encarnaba.

Entre el c�sped, cerca de los peque�os hilos de agua yo le hablaba?

?Iremos en blancos y sagrados elefantes con pompa principesca? �delante de ti, Diosa m�a, concertar� una lucha entre un tigre y un toro y con el vencedor luchar� yo para ofrecerte su vida o la m�a!?

Y ella re�a, mostrando sus dientes chiquitines de hembra mimosa: re�a apret�ndose a m�?

A la tarde siguiente los breches se vieron trocados por un delicioso traje sport?

Entonces comprend� que deseaba ser m�a?

Yo hab�a pose�do ya algunas hembras; hembras de lupanar, campesinas, y alguna que otra mujer casada. En mis correr�as de burdel s�lo hab�a tra�do conmigo impregnado en mi cuerpo un olor a perfume barato y semen. Me he preguntado muchas veces por qu� los prost�bulos aunque sean de distintas razas o diferentes pueblos tienen todos un mismo olor. Olor �nico, caracter�stico, imposible de encontrar en otra parte. Esas excursiones hab�anme dejado una repugnancia hacia la hembra y hacia m� mismo, que hac�an que cuando mi naturaleza lo exig�a, buscara apaciguarla en otras fuentes. Fue as� como persegu� y consegu� a algunas de las campesinas que viv�an o rodeaban nuestra estancuela. Mujeres, imp�beres algunas, que en el acto proced�an en id�ntica forma que hab�an observado en los animales. Resistencia, negaci�n, desprecio hacia el acto, simulado siempre en la hembra, como un excitante para el macho. La posesi�n deb�a realizarse por sorpresa o violentamente y acompa�ada siempre, aunque su cuerpo temblase de deseo, de la concebida frase: ?D�jeme? no quiero?? Cre�an ellas en esa forma disculparse de su debilidad ante Dios y ellas mismas trataban en toda forma de no dejar traslucir su placer, parar no demostrar con ello su complicidad.

Ignorantes e hip�critas, no pod�an satisfacer mi cuerpo y mi esp�ritu.

Ello me llev� hacia aventuras m�s complicadas, hacia la conquista menos f�sica y m�s moral. Fue as� como Jos� Antonio, en mis escapadas a la capital de la provincia, me present� a varias familias. Mi flirt empezaba siempre de la misma manera; en el Club, en el paseo del parque, o los domingos a la salida de misa. Eran miradas, disimuladas sonrisas, apretones de mano delante del marido, e invitaciones a excursiones en la sierra, o comidas en su casa.

Al principio cre� lo que mis primeras amantes me dijeron: el marido brutal, inculto, incapaz de comprender la delicadeza de sus esp�ritus, casada equivocada, o por la fuerza, muy ni�a, eran los motivos que la obligaban a buscar un afecto que la vida no les pod�a negar, un sentimiento al que ten�an derecho.

Por m�s que trat� de encontrar la raz�n que justificara tal acto, en mis relaciones con tal o cual marido tuve que terminar por creerlo un hip�crita tan perfecto, que en su trato con los dem�s, era generoso, noble, culto, y amante hasta el delirio de su mujer o que tal mujer lo calumniaba para justificarse a s� misma, encontrando defectos al marido. �Y es tan f�cil a la mujer encontrar defectos a un hombre cuando otro le agrada!

En el fondo el acto era id�ntico, a excepci�n del excitante, en la hembra, ante la idea de una sorpresa.

Recuerdo aquella dama de beneficencia, uno de los m�s ilustres apellidos de la rep�blica, personalidad de la que se enorgullec�a toda la provincia, joven a�n, con esa juventud conventual que concede la vida tranquila en donde poco se conoce el alcohol y los besos.

Estaba a punto de abandonar tal conquista por los inconvenientes que se opon�an a la realizaci�n de mi objeto, por el exceso de trabajo en ?El Refugio?, y por la casi certidumbre de la imposibilidad de encontrarme a solas en una ciudad de provincia donde ella era por todos conocida. Su marido no miraba con buenos ojos mi amistad. Era un intuitivo. A mi �ltima esquela entregada durante nuestro encuentro un domingo en el paseo del parque, recib� d�as despu�s en ?El Refugio? una satisfacci�n al pedido. Ella ir�a al cementerio a visitar la tumba de sus antepasados. Era la �nica ocasi�n en que yo pod�a hablarla a solas. Ella no cre�a cometer ?y as� lo explicaba? ning�n sacrilegio en esa cita, ya que mi amor, era s�lo una ofrenda moral que yo hac�a a su belleza, ya que su paso era dictado por un sentimiento puro, noble; la compasi�n que le inspiraba mi pasi�n y la seguridad de convencerme que deb�a olvidar lo que ella llamaba ?mi locura?.

�C�mo pude ir yo ese d�a? �Esa cita entre cad�veres no era una acusaci�n brutal contra la sociedad? �No era la prueba absoluta de un sadismo que se remontar�a qui�n sabe sino a la �poca de las catacumbas? La se�ora hab�a pretendido enga�ar a los muertos, y en el peor de los casos, ofenderlos ante los vivos.

Hora en que la ciudad dormita. Hora de siesta en que el principal s�ntoma de vida son las moscas. Un calor sofocante que no alcanza a atenuar la sombra de los cipreses. Yo me he detenido ante un suntuoso mausoleo de granito negro.

En mis manos un manojo de flores algo marchitas; yo no recuerdo si las adquir� para hacerme perdonar por los muertos o para hacerme amar por ella.

Detr�s de la puerta de hierro se adivinaba un altar, un crucifijo y unos cirios de bronce o plata. Alguien hab�a pasado esa ma�ana llenando de flores el altar, bajo el cual hab�a un ata�d negro con grandes manijas de plata o plateadas. Estaba cubierto casi todo de flores.

�Qu� fest�n deben darse los gusanos! ?pienso?. Y encuentro que su vida es semejante a la nuestra. Ellos han nacido y no saben c�mo. Desconocen de d�nde vienen y a d�nde van. Se alimentan de lo que para ellos es su mundo, librar�n batallas ante el �ltimo trozo de intestino o m�dula. Se aman sobre esa podredumbre como se ama sobre la corteza de la tierra? Y como los hombres, que no pueden salir de la tierra, ellos no podr�n salir de su ata�d.

La humanidad, no es quiz� sino la podredumbre de la tierra. Estamos en un ata�d rodeado por el infinito. Nuestros r�os, nuestros mares: �no ser�n pus de la tierra? No podemos vivir sin el agua. Los gusanos no pueden tampoco vivir sin las supuraciones de su mundo.

La desventaja del hombre sobre el gusano no est� en vivir, sino en pensar.

** ** **

Al o�r pasos me vuelvo. Es ella, en la calle solitaria del cementerio.

�Por qu� los hombres har�n cementerios? �Qu� temor es que viene de lo ignoto que hace embalsamar o guardar cad�veres? �Qu� diferencia nuestra civilizaci�n a la de hace miles de a�os? Nos burlamos de las tribus, y repetimos solamente lo que ellas nos ense�aron? No ponemos en la boca de los muertos una moneda de plata para pagar la tr�gica barca, pero le colocamos entre las manos sobre el pecho un crucifijo. No le agregamos de tiempo en tiempo v�veres, pero gastamos un importe dici�ndole misas. No les colocamos sus armas de combate, pero junto a ellos incrustamos placas de bronce recordatorias de lo que fueron? de lo que quisieron ser?

�H�roes?

Los h�roes son una consecuencia de la casualidad? una reuni�n de circunstancias fortuitas, muchas veces? una necesidad de los pueblos? una necesidad como la de pelear y defecar. No se concibe un pueblo sin h�roes y cuando no los tienen a su gusto, los crean y los moldean. Yo he visto a mi raza formar uno. Escuch� los aplausos delirantes dedicados a un general que ocupaba despu�s de un desfile grotesco apenas parodia de revoluci�n ?South? Americana, el poder constituido, podrido, carcomido ya, poder que hubiese ca�do solo, porque era fruto agusanado.

He visto llorar a hombres de manos callosas, ante juramentos, delante de la pir�mide de la libertad.

Palabras que se plagiaron, juramentos que no se cumplieron, generales que llegaron a tales por el cansancio de los a�os y la marcha inexorable de los relojes.

Yo los he visto en pose hel�nica. Yo he escuchado esos aplausos y he sentido deseo de escupirles.

Escupir a los que aplaud�an y al aplaudido.

�H�roes de carnaval, h�roes de cart�n!

Bien merecido para ese pueblo que los idolatraba.

Yo he visto constituirse en pleno siglo XX tribunales de inquisici�n, deportaciones en masa a parajes dantescos, libertades a cambio de complacencias femeninas ?en especie?.

Bien merecido para mi pueblo. Pueblo gigante, sin test�culos.

El general que lleva sus tropas a la victoria tampoco es h�roe; es un asesino patentado, un profesional del crimen, un gallo de ri�a con la desventaja de estar resguardado en su comando, de los obuses y ataques? Es el cerebro ?dicen? alguien debe mandarlos? �No, no, nadie debe mandar a los hombres que se maten entre ellos! Hero�smo de los otros, de los hombres y n�meros, de los soldados sin nombre, que ellos acaparan y roban? H�roes si la casualidad o el n�mero hizo que el enemigo quedara sin alimentos?

Santas que en el fondo s�lo son fetichistas, sadistas, pornogr�ficas cerebrales? Que en su idolatr�a, en sus privaciones, en su castigo, tienen como causa un desarreglo sexual, una supersensibilidad que no encuentran en el dolor sino un placer?

H�roes, estatuas, placas?; mentira? �todo mentira!...

Mentira tambi�n el aire de tristeza, el temor, la compasi�n que demuestra ella al acercarse a m�.

Con una llave ha abierto la puerta de hierro y una bocanada de aire fresco y h�medo nos invita a entrar.

El mausoleo se compone adem�s del espacio ocupado por el altar, de una escalera que desciende a los nichos de hierro. Abajo es amplio y fresco. Cuento hasta siete ata�des de diferentes colores y tama�os. Ella est� temblorosa, p�lida y bella.

?Bajemos ?dice? �qu� ser�a de m� si alguien pasase!...

?S�, s�, bajemos? ?Y la tomo del talle para que no resbale en la peque�a escalera de hierro.

Un traje ligero, tan ligero que se dir�a forma parte de su piel; siento bajo �l, el el�stico que sujeta su pantal�n, un peque�o pliegue de su piel de la cadera.

Ella quiere hablar, buscar la explicaci�n de lo que vamos a realizar, excusarse como todas? pero yo la he tomado fuertemente, he apoyado mis labios sobre ella y la he recostado, sin m�s palabras sobre un ata�d?

Inconscientemente, por su forma, se cabalga sobre �l. La posesi�n es completa, los pies buscan un apoyo para ayudar al pene y lo encuentran en las manijas?

Somos en nuestra lucha por el placer, como un s�mbolo: El triunfo de la vida sobre la muerte, del instinto sobre Dios?

�Somos, como una enorme carcajada ante los preceptos sociales y divinos!

** ** **

Esa, mi �ltima y ya lejana aventura, me hab�an retra�do completamente de la mujer. �Qu� podr�n importarme los muertos? No eran ellos los que me hab�an alejado de la mujer? Era la misma mujer?

�Es que la mujer no tiene fuerza para rebelarse, y gritar al mundo su derecho sexual, el m�s poderoso, el m�s justo, el m�s legal de los derechos?

A nadie se le ocurrir�a criticar que se alimentase cuando se tiene apetito. Privarse de un deseo y una necesidad de la vida.

�Por qu� calumniar, prohibir, ese otro deseo y necesidad que es el coito?

El coito es la base, el centro de la humanidad, el punto misterioso?

El est�mago, con relaci�n a �l, no es sino un �rgano secundario, una rueda m�s en la m�quina humana, cuya base primordial es la de perpetuarse?

No podemos atacarlo sin atacar el principio de la vida? Combatirlo es grotesco, prohibirlo criminal?

Se lo ha combatido, condenado? �pero qui�nes dictaron las primeras leyes, sino los poderosos, por su ego�smo, los impotentes por su despecho?...

La humanidad escucha la voz de Cristo. Cristo era anormal o era el hijo de un Dios. Los hombres vanamente combaten la esclavitud, las mujeres la guerra, el gobierno busca el bienestar de sus obreros, los defiende o simula defenderlos con nuevas concesiones? Pero se ha olvidado lo primordial y la humanidad sigue siendo un enorme presidio, donde todos se masturban.

La mujer ha llegado a preferirlo al coito? Lo que hace temer al hombre el presidio, no es la falta de libertad: �es la falta de hembra!...

Me dir�is vosotros: ?Dentro del matrimonio el coito no es condenado.

Pero ?os responder� yo?, en cambio, hay pueblos en que por cada hombre existen siete mujeres?

Al defender el derecho del coito no defiendo sino el derecho de la mujer. Yo analizo, no legislo.

Hay que evitar las clor�ticas, las hist�ricas, las tuberculosas, evitarles el hospital, evitarles la idiotez.

Todo el mundo gira en torno del sexo contrario. Es el ?leit-motiv??

?Pero, �y tu hija? ?me gritar�is.

?Yo no tengo hija.

La humanidad est� equivocada y lo peor es que sabe que est� equivocada. Usted, se�ora, que me lee, confi�selo:

?�Cu�ntas noches de tortura, en su cama solitaria de soltera! �Cu�ntas ideas endemoniadas, cu�ntos coitos fant�sticos! �Cu�ntas veces ha abierto usted sus piernas vanamente!...

Pero al d�a siguiente, con sus nervios rotos, sombreadas tr�gicamente sus ojeras, se sentir� fuerte ante su Cristo? �Basta ya!

No busque usted para rechazar un hombre, la palabra idiota y sin sentido ?yo soy una mujer honesta? ?diga mejor: ?no es usted mi tipo?, o ?no tengo deseos de cohabitar?.

Su honestidad no existir� cuando le planten a su frente un macho que haga vibrar su sexo, cuando la ocasi�n se lo permita, o cuando le den la seguridad de que tal acto no ha de saberse.

** ** **

?He sido tuya como nunca fui ni ser� de otro hombre. Toma mi cuerpo, haz de �l lo que quieras. No temas profanarlo? todo ser� placer. Piensa en ti, s�lo en ti? ?me dijo la tarde aquella al recostarse en el c�sped, a orillas del r�o.

La base del amor, es la simpat�a de la epidermis, el contacto de un polo negativo con otro positivo. El crimen m�s grande que la iglesia ha podido cometer y la humanidad soporta, es la uni�n de dos seres, para toda la vida ?su �nica vida? desconociendo si una epidermis no rechaza a la otra.

Nosotros los hombres podemos irnos ?no lo permite la iglesia, pero lo acepta t�citamente? podemos irnos y revolcarnos con cualquier prostituta o mujer honesta. Pero vosotras no. Os lo proh�be vuestra tradici�n, os lo proh�be m�s que nada vuestro propio sexo?

Y as� pasar�is toda vuestra vida ?vuestra �nica vida? aceptando la uni�n de un cuerpo que os repugna, noche tras noche.

Para vosotras no habr� liberaci�n: os ha condenado la iglesia y los hombres?

A cambio de vuestro pobre t�tulo de se�ora, os han robado el derecho de vivir y si quer�is rebelaros no os queda otro camino, que las sombras de la noche, y la simulaci�n espantosa, que agota y crispa los nervios durante el d�a.

** ** **

Cleo se me hab�a entregado con toda la impudicia de una diosa griega, la posesi�n mutua, el espasmo arm�nico, la crispaci�n de las manos a un mismo tiempo.

Hab�amos quedado agotados, deslumbrados ante la revelaci�n. El m�nimo movimiento de un cuerpo hac�a vibrar, sacudir enteramente al otro. La sensaci�n llegaba de los m�sculos al cerebro, volv�a a la epidermis, recorr�a hasta las fibras m�s lejanas e �ntimas de nuestro cuerpo, convert�alo en un �nico conjunto de nervios.

Hab�amos encontrado el amor?

Amor moral, complementado por el amor carnal. La chispa se hab�a producido y ya nadie podr�a impedir que nos consumi�ramos en ella.

Fuego bendito, llamarada que se renovaba continuamente.

En la hora de la siesta, la hora l�brica, yo depositaba mi poncho de vicu�a, sobre el pasto amarillento, a orillas del r�o, cerca de un arroyuelo, no lejos del puesto Ju�rez.

La brizna de las ramas de los �rboles y las notas de las peque�as ca�das de agua, junto con el zumbido de los insectos, los cole�teros de mil colores, el silbido lejano de una perdiz que buscaba compa�era, junto al ruido de nuestros quejidos y besos, era un himno sotto voce al amor y del amar.

Las c�pulas m�s extra�as, m�s variadas en que el cuerpo de la mujer era pose�do en todas y todas formas:

No temas profanarlo ?me hab�a dicho? y murmuraba, cuando yo me deten�a azorado ante la crispaci�n de su dolor: ?No importa, si no sufro? Yo tambi�n quiero? ?Y as� rendidos, desnudos, pensando s�lo en nosotros, ve�amos deslizarse el sol en el firmamento, alargarse la sombra de los �rboles. Despu�s corr�amos hasta el arroyo y purificados por �l, march�bamos hasta su desembocadura en el r�o.

�Cu�ntas veces semivestido ya, ca�amos de nuevo por tierra, y nuestros vientres se buscaban al mismo tiempo que nuestras bocas! Su sexo era una boca de labios rosados, sin vello como las diosas, como las estatuas de Fidias, depilado, como las antiguas cortesanas, que se dir�an iban a morder todo mi cuerpo, absorberme en �l; �bendita boca tibia y h�meda!

Sus piernas ten�an flexibilidades de brazos al acoplarse a mi cuerpo, eran todo m�sculo, toda vida, para despu�s abandonarse gimiendo lentamente, tras el placer del esfuerzo, al convertirse toda en coraz�n, coraz�n que parec�a golpear en su pecho queriendo, asustado, salir de �l.

�l no puede mentirle ?me dec�a susurrando, escondiendo su cabecita junto a mi pecho, mimosa en una simulaci�n deliciosa de pudor. Pudor detallado, rebuscado, venenoso?

Yo no necesitaba apoyar mi mano sobre su coraz�n, me lo dec�a su mirada, brillosa, c�lida, su piel, el timbre de su voz, su propio sexo. Toda ella era deseo, pecado, amor.

Darse en una mujer no es sino muchas veces una estratagema para poseer. Todo mi ser depend�a de su ser. Derrota bendita y honrosa.

** ** **

Como una droga, como pipa tras pipa de opio, fui perdiendo, rest�ndole importancia a la idea, que se me hab�a creado del deber. La estanzuela qued� en manos de nuestros peones. Mi madre trataba de dirigirla, de reemplazarme, en la creencia de un entusiasmo pasajero. ?Pronto se ir� ?dec�an pensando en Cleo. Nunca una queja, jam�s un reproche. Mansedumbre de madre, de esposa enga�ada? Llegaba hasta Dios. Como hab�a implorado hac�a a�os la vuelta de mi padre, hoy plena de fe, imploraba el regreso de su hijo. �Madre m�a!

Yo estaba ebrio de erotismo por aquella, mi mu�eca de carne.

Habl� el pueblo. Como hablan los pueblos, an�nimamente: la carta plena de insultos sin fecha ni firma. Las miradas rencorosas de los hombres que su impotencia los convert�a en paladines de no s� qu� mentadas morales, el vac�o en torno de ella, la palabra hiriente pero indefinida a su paso; el boicot por el comercio, hasta neg�rsele la venta. Mientras fue presa libre la aceptaron, la defendieron, arrostraron la discusi�n familiar de sobremesa. Padre e hijos se un�an en la defensa, estimulados por la esperanza, como ahora se un�an en el ataque excitados por el despecho. Habl� un diario, pasqu�n de cuatro p�ginas, fracasados de la pluma y de la vida, chantajistas con permiso literario. Habl�, siguiendo la escuela de los grandes rotativos; de aquellos que s�lo defienden honras ante el tintineo de las monedas de oro, como bailan los monos junto al �rgano pordiosero. De aquellos, sus maestros, que s�lo defienden obras p�blicas, cuando se les ha repartido acciones de la misma.

Bandidos de Rolls-Royce y Se�oras alquiladas, socios de los ?jockeys? y de los ?yachts?, de los clubes de armas y de escribas, socios del jefe de polic�a ladr�n y del tah�r pequero.

Se�ores todopoderosos, para aquellos que sienten la necesidad de saberse honestos ante la conciencia de los indiferentes.

Representantes del cuarto poder, que hacen temblar ministerios y que gobiernan tartufamente junto a los vendepatrias de estas nuestras pobres factor�as europeas.

Se�ores que empezaron a con el peque�o chantage al almacenero de comestibles dudosos, que cobraron comisiones a los ?quinieleros? y que se asociaron m�s tarde al comisario.

Insinu� la necesidad de depurar el pueblo, velar por la tradici�n honesta, evitar el espect�culo vergonzoso de las uniones libres?

Pero ni un nombre, ni una indicaci�n que me permitiera ir hacia ellos.

Ante nuestra indiferencia avanzaron: ?�Fuera del pueblo!? ?dec�a el �ltimo suelto refiri�ndose a un cuento en un pa�s imaginario.

Esa misma tarde en la calle principal, cruc� mi rebenque sobre el rostro del que hab�a escrito tal cosa.

Su contestaci�n fue un disparo de rev�lver. Nos trabamos en lucha. Desarmado, vaci� las c�psulas que quedaban, y arroj� su arma sobre un excremento de caballo?

La comida servida esa noche en el hotel, expresamente mala, era imposible de ingerir. Call�bamos, era el �nico hotel que exist�a en el pueblo, y ya ni ella ni yo quer�amos ni pod�amos separarnos.

Al llegar al cine, el propietario nos cerr� el paso.

?Usted disculpe, don Jorge, pero no puedo admitirlos. Las familias me han advertido que si ustedes vienen, ellas abandonar�n la sala. Sobre mis ideas est� mi comercio.

Cerca don Nicasio, provocativo en su sonrisa.

Cleo me contuvo.

Muchos hab�an salido a ver nuestro rechazo; llevado por ella, a trav�s de la calle polvorienta y mal alumbrado, escuch�bamos las risas.

Risas que ten�an sonido de victoria. �Fuera? fuera!... ?dec�an ellas.

�Pobre pueblo!

Deb�a partir.

Al d�a siguiente, perdido ya el miedo, le pidieron la habitaci�n.

?Le pagar� a usted el doble ?d�jole Cleo a la due�a del hotel.

?Imposible, se�ora, necesitamos hacer reparaciones en ella y no tenemos otra que ofrecerle.

Mi mu�eca lloraba, silenciosa, humanamente.

?�No quiero irme!... �no quiero!... �Qu� les hemos hecho?...

?Te acompa�ar� hasta C�rdoba, mu�eca ?murmur� en mi impotencia.

?�Mientes!? te mientes a ti mismo? No me quitar�s? No puedes dejarme. Yo no podr�a vivir sin ti?

Al acompa�arla, excusaba mi pasi�n en un sentimiento caballeresco. Alguna soluci�n encontrar�amos. Dentro de pocos d�as estar�a de regreso.

Mi madre dorm�a.

?No la despiertes ?le dije a Irma, cuando llegu� hasta ?El Refugio? para arreglar un peque�o equipaje?. Mi viaje es corto, ma�ana o pasado, a m�s tardar, estar� de regreso.

Ment�a.

Yo no quer�a ver a mi madre. Su presencia, una caricia suya, una mirada de sus ojos tristes, que sab�a que le�an en mi alma, hubiesen hecho que abandonase la idea de acompa�ar unos d�as a Cleo. �Nuestros �ltimos d�as!

Ment�a.

?T� no vendr�s m�s ?me dijo Irma junto al coche?. Deja que nuestra madre te diga adi�s?

?�Tontita! c�mo imaginas que puedo abandonarlas?

Ment�a?

** ** **

CAP�TULO IV

R�o de Janeiro.

Su bah�a se hunde como un enorme mordisco que diera el mar con la fuerza impetuosa de sus oleajes, en los senos exuberantes, fecundos, de la tierra brasile�a?

Maravilla estupenda ante la cual enmudecen los labios y las almas rinden el silencioso homenaje de la emoci�n.

Hab�amos llegado en un alba verde-oro. Verde el mar y las monta�as, oro el sol y las playas. Dij�rase que la naturaleza, como una encantadora gitana danzarina, hubiese extendido ante nuestros ojos el bendito manto de sus bellezas mostr�ndonos desde el tono sangriento de nubes que el sol desflora, hasta el reflejo p�lido de estrellas lejanas?

Cleo, estrech�ndose junto a m�, me dijo:

?�Ahora, solamente ahora, reconozco el valor de mi vida! Cuando se ha impresionado en la retina lo que ahora estamos viendo, no me asustar�a ya la eternidad de una ceguera? Los ojos han cumplido su misi�n?

La ola humana comenz� a agitarse sobre cubierta, mientras el monstruo iba a descender junto al muelle entre la aguda algazara de las sirenas que lanzaban sus estridencias de bienvenida en tanto que los remolcadores arrastraban el barco como a un pez gigante, ya abatido por la muerte.

Maremagnum de in�tiles cumplimientos, propinas que se dan sin inter�s y que se reciben sin gratitud: tarjetas que circulan empujadas por el entusiasmo del momento llevando en su pecho eucar�stico el tatuaje obscuro de un nombre y la marca revelante de alg�n t�tulo y que ser�n muy pronto rotas con cansancio; promesas de invitaciones que no se cumplir�n porque tienen la vida fugaz de una mentira y a las que dan ef�mera apariencia de verdad el d�bil ropaje del convencionalismo; estudiadas y genufl�xicas posturas; falsos apretones de mano y ? en fin, toda esa comedia de los rostros que s�lo sirve para esconder el drama que hay en los pechos?

Y por �ltimo visaciones de pasaportes, presentaciones de papeles que hablan por los hombres, porque tienen m�s autoridad que ellos, porque sin �stos aquellos no son nada?

Entramos en la colmena blanca de las abejas negras? Hombres de �bano con alma de bet�n, que luchan por la eliminaci�n del calor ancestral, por borrar el pigmento que viene desde la alquimia de infinitas generaciones y que, anhelantes de realizar el milagro triunfal de la ansiada coloraci�n, ofrecen camino abierto a la trashumante inmigraci�n art�fice de rostros blancos y ojos azules.

Llegar�n tal vez a borrar todo lo que les recuerde su origen de esclavos y de reyes-esclavos, de negreros y portugueses rom�nticos. Derrotar�n al ?gl�bulo negro?, pero no habr�n de eliminarlo porque �ste se ha abroquelado en el cerebro, dejar� de ser materia para ser esp�ritu, cuerpo astral, que habr� de brindar a la humanidad una nueva especie: la del ?blanco negro?.

Cruzamos la ciudad fastuosa cuyo sue�o vigilan pesados ?dreadnougths? que, anclados en la bah�a, parecen a�orar la bala de ca��n que los hunda? El rascacielos y el dancing han reemplazado a la caba�a africana cuyo recuerdo se diluye en el candombe de las machichas y contemplamos a lo lejos la silueta negra del Pan de Az�car, colgado en el espacio como el tenebroso s�mbolo de una raza?

Por fin llegamos a la meta ansiada por nuestra fatiga: el reposo en una cama de hotel.

Camas de hoteles? �Su presencia, cu�nta tragedia encierran! Pertenecen a una casta inferior entre el gremio de las camas? Son comparadas como las prostitutas a las mujeres honestas. Todo el que paga puede hacer uso de ellas, y ellas saben, como las rameras, ofrecer su carne cansada, sus pechos fofos, su vientre sin curva y sin calor.

As� como la mujer de la vida cumple con su deber de amoldarse al que la alquila, as� tambi�n ellas tienen que deformar sus hendiduras para adaptarse al cuerpo que reciben; y su existencia, en el comienzo y en el fin, es id�ntico al de las meretrices y los caballos: ambos se inician entre el lujo del lupanar privado o del Stud en boga, para luego terminar gimiendo en el �ngulo triste de una sala de hospital; de caballo lleno de costurones y estopa en las arenas de la plaza, que s�lo sirve luego para fortalecer las m�dulas de las hienas y los buitres que esperan tras las rejas de los zool�gicos, qui�n sabe qu� so�ada liberaci�n. Las camas saben tambi�n que as� como el primer d�a las destinaron a la mejor habitaci�n del hotel, m�s tarde, cuando el cansancio las oprima, ser� su destino el �ltimo rinc�n donde s�lo se alberga ?el pasajero sin documentos y sin ba�o?, el hombre gris cuya vida no tiene pasado ni futuro y que apenas alcanza a ser un punto in�til en el tablero del presente, el hu�sped dudoso, el sin valijas, el hambriento con sue�o, el perdido, el que las pagar� la primera noche para, si puede, entramparlas la segunda?

La prostituta con o sin patente y la cama del hotel escuchan silenciosas, inconscientes, hastiadas, gemidos, rebeliones, promesas de redenci�n, juramentos de amor y proyectos del crimen? Ambas oyeron el canto y el sollozo de la vida, el lamento de la miseria y el espanto del placer, el estupor y la simulaci�n.

�Destino triste el de las pobres camitas de hotel! Condenadas a no tener due�o y a o�r siempre la misma queja de todas las bocas, la recordaci�n continua que de su otra hermana ?la honesta? hace el que a su paso se refugia sobre sus muelles, el suplicio eterno de saberse inferior a la ?otra? que forma parte de un hogar y que recibe diariamente la bendici�n de los eternamente enamorados que en ella duermen, mientras sobre el t�lamo com�n de sus s�banas rotas, ella sabe que s�lo caer� el escupitajo asqueante de un borracho, la miseria de un vencido o el pus de lacras incurables.

Cama de hotel, yo creo que t� tienes un alma y por eso pienso que cuando te quiebras en un crujido? �te suicidas!

** ** **

Dispuestos a gozar de la vida con todo el derecho que les asiste a aquellos que llevan un volc�n de juventud en el pecho y llamaradas de sol en las pupilas, nos lanzamos enloquecidos en un violento torbellino de fausto y de grandeza.

Embriaguez de teatro? borrachera de dancing? bullicio nacarado sobre el tapete verde? �xtasis de cine? risas de champagne? cascadas de besos? �toda una naturaleza �ntegra con sus tres reinos de Dicha, de Pasi�n y de Org�a, la volcamos en la copa de nuestro amor y bebimos con la desesperante sed de dos desiertos de arena caldeadas!

Pero, todo declina en la vida? hasta la vida misma.

Hab�amos recorrido nuestra jornada m�s veloces que el sol, porque fuimos de la aurora al crep�sculo sin pasar por el mediod�a.

Las luces de nuestra alegr�a fueron muy pronto barridas por las sombras de la tristeza.

No hab�amos tenido noci�n del descenso, por eso el choque fue m�s brutal.

�Felices de aquellos que en lugar de desplomarse? ruedan! Tienen, por lo menos, el consuelo de saber que el golpe final no habr� de serles tan fuerte porque encallecieron el coraz�n con lo guijarros del camino!

Benditas sean las miserias por etapas? Ellas dan piadosas resignaci�n a las almas que van cayendo hacia el �ltimo tramo, como el sacerdote que marcha a la par del condenado y le da �nimo para llegar al pat�bulo?

�Desgraciados de aquellos que, inferiores al Nazareno, no tienen un Cirineo en su avance hacia el calvario!

Empezamos a rezar la oraci�n de nuestras tristezas, sobre el altar que la desolaci�n hab�a levantado en el �ltimo rinc�n de una covacha?

Invierno.

Hab�an pasado los �ltimos tres d�as, durante los cuales pudimos vivir gracias a unos billetes de la casualidad, que presintiendo nuestro destino, hab�ame hecho olvidar en un gab�n, el que quiz� tambi�n por mandato de esa misma casualidad no s�lo hab�a escapado al embargo del hotel, sino tambi�n a nuestra intenci�n de vender todo cuanto quedaba. Gastado el dinero, dentro de la m�s jud�a de las distribuciones, vendimos el gab�n.

Yo trataba de ocultar a Cleo la proximidad de una miseria total.

?No te aflijas querida ?dec�ale ensayando una sonrisa que quemaba mis labios, porque era mentira? todav�a queda algo; a�n podremos ir tirando?

�S�! ?tirando?? esa era la frase diaria que ella interpretaba como la explicaci�n de que habr�amos de soportar aun m�s y a la que yo d�bale otro significado, el que dolorosamente ten�a en realidad: ir�amos tirando? hasta el fin, si es que ten�a fin nuestro martirio ?ir�amos tirando de la cuerda de la indigencia a la que hab�amos atado el carro de nuestra existencia? Ir�amos tirando? �convertidos en bateleros de un Volga maldito de nuestra propia desgracia!...

Todas las ma�anas sal�a in�tilmente en busca de trabajo. Los patrones, como cuervos llenos, me miraban de arriba abajo y parec�an dividirme en dos pedazos con la cuchilla de sus pupilas.

�Nada? siempre nada!

Un d�a part� con dos monedas que hab�a reservado para enga�ar al hambre mientras vagaba como un son�mbulo por las calles que se extend�an interminables a manera de ata�des abiertos.

Prefer�a guardar el dinero para comprar cualquier cosa al caer la noche. As� por lo menos un poco m�s tarde podr�a dormir, porque el sue�o, una vez entretenido el est�mago con un mendrugo, vencer�a f�cilmente la fatiga.

�Miserables peregrinaciones en tierra extra�a! Soledad espantosa que la impotencia y la desesperanza hacen m�s cruel a�n!

Al buitre de la f�brica parec�a no interesarle, como relleno de su vientre, mis brazos y mi cerebro.

Cuando las primeras sombras ensayaban sus zarpazos en los muros grises de la ciudad, divis� las peque�as luces de un bodeg�n que ya conoc�a por lo sucio y donde vend�an abultados sandwiches de dos monedas.

Como la fiera al anuncio de la presa, revolvi�se casi mi lengua reseca entre los dientes, tragu� saliva amarga, saliva de hambriento y apur� el paso? �Por fin iba a comer!

?? �Perd�n, no la vi!... �Le hice da�o? ?pregunt� a alguien con quien acababa de tropezar.

?No, porque felizmente, me detuve a tiempo? �Caramba, con el apuro que lleva!

?Ciertamente ?respond�? tengo prisa?

?Alg�n apuro? enfermedad? m�dico?

?Una enfermedad? un m�dico? ?me repet�a para mis adentros sonriendo dolorosamente? �Bien sab�a yo cu�l era mi enfermedad y donde estaba el sucio m�dico que hab�a de atenderla!

?Oiga? vea usted? c�mpreme este ramito de violetas?

Sent� una voz en mi cerebro que parec�a venir desde los m�s hondo de m� mismo? y all�, donde s�lo alcanzan a ver los ojos de un enamorado, yo vi el cuerpo blanco de mi virgen tendido sobre harapos? de una virgen a la que siempre dedicaba la oraci�n de mis amores? de una virgen que era el motivo de mi vida? la raz�n de mi permanencia en el mundo? el vaso sagrado donde guardaba mi existencia? el c�liz bendito donde mi coraz�n se embriagaba con el vino dulce de sus besos? de una virgen que me ofrec�a el collar de sus brazos? de una virgen que desplaz� a Dios de mi conciencia, para reinar en m�? �Cleo!

?S�? Deme las violetas?

?T�ngalas, son suyas, nada m�s que cinco?

?�Cinco? ?dije tomando el ramo?. Yo? aqu� s�lo tengo? �dos!

La mujer me mir� en los ojos? Algo extra�o vio en ellos? y recibiendo el dinero me dej� el ramo?

Benditos ojos los m�os que llamaron a mi alma en su auxilio y la hicieron asomar implorante en el fondo de sus pupilas?

Hambre y cansancio desaparecieron. Todo fue borrado por el brochazo de encanto que sobre el lienzo de mi alma hab�a estampado el diminuto ramo de violetas. La tragedia de miseria, el abismo de pobreza en que se hund�a todo mi ser hab�an desaparecido. El hombre sin coraje y sin ilusiones que hasta hac�a unos instantes avanzaba impulsado por el grito salvaje de un est�mago vac�o, no exist�a m�s? Yo era otro, una especie de alegre y rom�ntico colegial, un so�ador en plena primavera de la vida. �C�mo cambia el coraz�n cuando es el amor el que le acaricia!

Fui hasta mi casa, mejor dicho, ascend� hasta mi covacha que estaba muy alta como todas las buhardillas, como todas las miserias, como est�n por encima de los turbiones las hojarascas.

Es necesario bajar mucho para vivir alto.

Cleo temblaba de fr�o sobre su lecho deslanado y hab�a en su rostro de �ngel triste la tierna, emocionante y definitiva resoluci�n de una paloma desafiando la tempestad?

Todo mi ser versaba grata dicha y en mi alma estaban abiertas todas las fuentes del amor.

?�Qu� bueno eres... c�mo te quiero! ?me dijo Cleo mientras me tend�a el premio de sus brazos.

La media noche bostez� sus doce campanadas, celosa del ritmo de nuestros corazones.

El ma�ana con su comparsa de tristeza estaba tal vez golpeando nuestra puerta, pero ello no nos importaba? a esa hora viv�amos en un pleno y dulce estallido de besos y ten�amos en esos momentos la breve y perfumada existencia de las violetas cortadas?

El d�bil pantallazo de un t�sico sol de invierno nos volvi� a la vida.

?No tenemos nada para hoy, Cleo. Qu�date en la cama que yo saldr� a buscar?

?Con este tiempo? sin abrigo, en ayunas? ?y sus manos acariciaban mi rostro y la sent� sollozar sobre mis hombros.

?Qu�date tranquila ?le dije?, preciosa due�a m�a? Duerma la reina, que el esclavo velar� su sue�o? �Las mu�ecas no lloran, encantadora virgencita m�a?!

�Y part� con el coraz�n partido!

Lloviznaba en la calle y el fango de esa lluvia me salpicaba el alma? Avanzaba como un presidiario y me deten�a como un mendigo.

Lleg� el mediod�a, lleg� el anochecer y a�n continuaba en mi b�squeda.

Yo era la �nica figura ex�tica entre la far�ndula que a esa hora se vuelca detr�s del mendrugo bien ganado.

Pasaban los hombres a mi lado sin mirarme. Yo era la Desgracia. Las parejas felices ni me rozaban. Yo era el Contagio?

Sin trabajo, sin alimento, sin esperanzas, arrastr� mi cuerpo por la ciudad hasta que el crep�sculo dej� escapar el murci�lago de sus sombras.

El regreso a casa se impon�a, pero no deb�a hacerlo con las manos vac�as? y pens�: estas manos que no puedo utilizarlas para trabajar servir�n por lo menos para hacer algo que por m� no lo hubiera hecho nunca porque me habr�a faltado coraje, pero todo es aceptable por ella.

?S� ?me dije enrojeciendo?, aunque ello involucre un supremo renunciamiento, estas mi manos que nadie las quiere para el trabajo, servir�n, porque Cleo lo necesita, para extenderse y ? �pedir una limosna?!

Junto a la escala de m�rmol que daba acceso a un lujoso c�rculo en cuyos libros figuraba mi nombre como socio ?transe�nte?, ocup� mi sitial de mendigo.

Hac�a cinco minutos que hab�a ingresado a la turbia y doliente caravana de los que se disputan el sitio en las plazas, en los portales y en los atrios, cuando una elegante figura de hombre abandon� la casa marchando en direcci�n a m�.

Sent� la moral que se desplomaba en mis adentros, mientras �l se aceraba. Junt� mis manos con los dedos crispados como un agonizante? y lo era, porque mi orgullo estaba muriendo para dar vida en sus entra�as al pordiosero?

?�Se�or! ?le dije? hay hambre y fr�o en mi casa? deme usted algo?

El hombre sigui� su camino sin responder. Yo adelant� el paso y apoyando suave y temblorosamente mi mano sobre su brazo repet� mi s�plica, llorando como un vencido?

?�Fuera de aqu�!? �Atreverse a tocarme!

El hombre me mir� un momento y reconoc� en �l a uno de mis antiguos amigos de las �pocas que yo frecuentaba el c�rculo.

Una inmensa alegr�a subi� a mi rostro pues comprend� que ante m� ten�a a alguien que bien pod�a ayudarme, a una tabla salvadora en mi naufragio, una mano capaz de conducirme por el buen camino?

?Sergio ?le dije?, el destino le ha puesto en mi senda? Estoy pobre? muy pobre, m�s a�n, la miseria me convierte en pordiosero? Amp�reme? prot�jame, no permita que caiga? se lo ruego, lo imploro afianzado en la amistad que nos ha unido? no me deje rodar al abismo? �s�lvame!

Mientras dec�a estas palabras yo not� en sus ojos un brillo extra�o, un destello raro y me pareci� comprender que sus pupilas gozaban del espect�culo que mi aspecto andrajoso ofrec�a.

Hab�a en su mirada al contemplarme, una especie de sadismo?

?S�. Lo repito, ay�deme? ti�ndame su mano? s�lveme ?agregu� en el paroxismo miserable de mi desesperaci�n.

?Me pides ayuda y salvaci�n en nombre de una amistad? De una amistad que ya no existe, porque ella tuvo la vida que t� le brindaste cuando todo respiraba alegr�a en torno tuyo. Esa amistad ha muerto? muri� al morir en ti el hombre satisfecho? Busca la amistad y ayuda en tus compa�eros de desgracia, en tus hermanos los fracasados, en esos que duermen debajo los puentes y que piden limosna en los atrios y en las plazas? No en m� que ya no marcho por tu camino, que ya no soy tu compa�ero?

?�Es posible, Sergio, que usted hable as�? que me niegue un mendrugo cuando su mesa est� repleta? que me niegue usted que tanto tiene?

?Y bien ?respondi�me col�rico? dices que yo soy rico? Es cierto, mi fortuna es inmensa, pero el hecho de que yo posea dinero no me obliga a llenar la boca de los hambrientos, ni a vestir a los desnudos? �Acaso la raz�n de tener impone la obligaci�n de dar? Implora ayuda al clero, a los ensotanados? a lo que piden para dar? y ver�s c�mo ellos tambi�n te la niegan.

Nadie da nada por nada en la vida.

El macho que por darse placer hace un engendro en el vientre de la hembra y le da forma y existencia, lo hace pensando que �se ser� el b�culo donde habr� de afianzarse su vejez.

El d�a que yo no tenga un centavo, ese d�a yo caer�. T� has ca�do, has rodado y no has tenido siquiera la valent�a de imponerte en tu ca�da; entonces tu deber como in�til �tomo humano, es el de estrellarte: �estr�llate y muere!

?No se lo pido �nicamente por m�? Si fuese solo en el mundo, yo me eliminar�a; la vida no me interesa; pero es que no vivo para m�, usted lo sabe, mi existencia tiene la raz�n de ser otra existencia, usted la conoce a ella. No le pido para m�? �Se lo implorar� de rodillas si es necesario, d�me algo para ayudar a Cleo que agoniza enferma en una buhardilla!? �se lo pagar� con trabajo!

?�C�mo se ve que tienes condici�n de mendicante y qu� bien has aprendido de memoria la leyenda eterna de los mendigos, la vieja canci�n de esos que en los portales, no piden para ellos, porque su vida no les importa? y s�lo piden para el ni�o que llevan en los brazos. Pero, �qui�n es el que come con las monedas que caen en sus manos? con el dinero que los imb�ciles le entregan en el nombre de ese pobre ser inconsciente, de esa criatura alquilada o la mayor parte de las veces engendrada solamente para servir de motivo lastimero?

El verbo dar, no existe en la gram�tica de la vida y s�lo lo inventaron y lo conjugan los que como t� necesitan.

?Por favor? no se ensa�e conmigo? contemple mi situaci�n? �piense en una pobre mujer que me espera hambrienta?!

?Est�s pobre ?me dice despectivamente? est�s convertido en un miserable y tienes una mujer que acepta quedarse a tu lado, sufrir hambre, sabiendo que eres incapaz de explotarla, de lucrar con su belleza, de utilizar esa especie de fondo de reserva que la naturaleza ha depositado en ella para el caso de bancarrota en la vida; ese ser no merece llamarse hembra.

Y t� prefieres mendigar para que los dos coman y luego con el est�mago satisfecho dar rienda suelta a las pasiones oficiando el rito de la carne sobre un altar que ha levantado la limosna. �T� no mereces ser macho?! S�, como lo est�s oyendo? T� eres un producto indigno de los de tu raza, de tus mayores, de los que vivieron en las cavernas, de los que para defender su vida y la de su hembra llamaban en su auxilio a la muerte y la mataban? �t� eres un espermatozoide in�til en la vagina de la humanidad!

�Fuera de mi camino, asqueroso?!

Y su mano rubric� en mi hombro el primer empuj�n de mi vida de hombre?

Horrible y fulminante reacci�n. �Venas que se hinchan como si fuesen a estallar mientras el coraz�n apresura sus latidos como si a golpes de di�stoles quisiera devolver la ofensa, y rechinan los dientes buscando a quien morder? y el cerebro donde ha repercutido el eco del bofet�n, pierde su control y enloquecido ordena que el cuerpo salte y que las manos aprieten?!

** ** **

?Y mis dedos modelaron en la carne de su garganta una estatua de justicia. Luego, pasada la borrachera de la ira mir� sin pena su cuerpo muerto. El crimen me hab�a armado caballero? Registr� sus ropas, me apoder� de su cartera? �El hambre me daba ?toison? de bandido!

Entre las sombras, abandon� el lugar de la tragedia. Penetr� en un bodeg�n, ped� una copa de ajenjo y entre trago y trago comenc� mi autodisecci�n espiritual y me convert� en juez de m� mismo:

Ya formo parte integrante de la humanidad. Me asiste el mismo derecho a la vida que a los dem�s. Antes de ser criminal, llegu� hasta ser mendigo porque la sociedad no quiso que yo fuese un hombre de bien. Ese hombre que acabo de estrangular encarna para m� la sociedad. No solamente me neg� el pan que la adversidad me hac�a solicitar con el humillante adem�n de un pordiosero, sino que estamp� en mi cuerpo el sello de su fuerza. Bofet�n cobarde porque fue dado con el convencimiento de que caer�a sobre un d�bil, sobre un indefenso. Ese hombre cuya vida acabo yo de arrancar pertenec�a a la clase de los potentados. Era el propietario de alguna de las f�bricas donde fui tantas veces a ofrecer mis energ�as a cambio de un mendrugo de pan y de donde me arrojaron con el fardo de mis miserias y mis dolores sin escuchar mis lamentos, sin o�r mis s�plicas, �sin fijarse siquiera en el libro abierto de mi rostro p�lido por las vigilias y donde el hambre hab�a escrito la m�s penosa, la m�s triste de sus prosas!

Antes de ser mendigo, yo fui un hombre de bien.

�Yo he querido vivir de mi propio esfuerzo, yo he querido brindar a la sociedad el grano de mis energ�as para que ella levante su monumento de progreso!

Yo no he sido nunca un lastre, un peso muerto en la balanza de la humanidad. Cuando tuve fortuna todos compartieron de ella: los encumbrados, los que hacen vida de z�nganos y que siempre marchan a la cabeza de las multitudes laboriosas, recibieron dinero de mis manos para salvarse de situaciones dif�ciles; ellos llamaban situaciones dif�ciles al levantamiento de un pagar� que sirvi� de alfombra para que sobre �l pasase el lujoso autom�vil de primera marca? Yo he dado todo a la sociedad sin que ella me diese nada.

Desde el fr�o y calculador hombre de negocios del proceder pol�tico, hasta la generosa y dilapidadora de dineros ajenos, ll�mese presidenta de sociedades de beneficencia o lo que sea, supieron sacar provecho de mi dinero. �l ha corrido como sangre fecunda por las venas de f�bricas, talleres y asilos, llevando a todas partes vida y bienestar? Todos los colores humanos de la gama social han recibido el refuerzo de mi propio calor.

He cumplido con los preceptos de todas las religiones antiguas y modernas. he hecho el bien.

He sido bueno, porque he visto siempre en cada hombre un hermano y le prest� mi ayuda. En cambio ahora, cuando la fatalidad flagela mis espaldas, cuando mi cuerpo debilitado por las vigilias busca tal vez instintivamente un pedazo de sepulcro para reposar, ellos que todo lo tienen, ellos que tienen lo m�o, me lo niegan y hasta me abofetean.

Y si me hacen la promesa de un metro ochenta en la fosa com�n no es caridad sino temor que mi carne rebelde hecha gusanos, le infeste su aire.

�Qu� culpa tengo yo entonces de que ellos hayan hecho renacer en m� al hombre primitivo, al de las cavernas, al que para comer y dar de comer a su hembra, mataba, porque solamente o�a la voz de su religi�n que era la voz de la naturaleza?

Los tiempos pasan en comparsa de siglos, todas las formas se cambian, se renuevan, se mejoran, se estilizan, en un continuo af�n de superarse a s� mismas, la humanidad en su instinto avanza en una incesante evoluci�n de formas? es decir: cree avanzar porque su engranaje marcha, porque su ruedas giran vertiginosamente, pero est� patinando y patinar� siempre sobre el mismo fondo negro donde se debate el alma b�rbara de sus ancestrales?!!

El hombre satisfecho es un hombre bueno. Un ni�o con juguetes es un ni�o alegre y sobre el pez�n de la madre todos somos felices. Quit�mosle a cada uno lo suyo, y la satisfacci�n, la alegr�a y la felicidad desaparecer�n para dar paso al ser cuya vida significa luchar a brazo partido, por un pedazo de alimento, pecho a pecho, sangre a sangre con sus propios hermanos y hasta sus propios padres, si es que �stos antes por hambre no lo devoraron a �l?

Esa es la dura verdad, la que nadie quiere creer y sin embargo todos la comprenden?

Yo no hago mi defensa. Que la haga quien sepa que ha delinquido. Yo no me defiendo, yo me justifico. Yo se�alo un hecho; yo formulo un juicio. En estos razonamientos no hago sino agitar el �rbol de la verdad para que caiga el fruto de por s�, por ley de gravitaci�n.

Yo acepto que giman y se arrastren los que nunca dieron nada, los in�tiles, los marchitos, los resecos, los que no tienen ni siquiera la fuerza de cuajar en un injerto, los que su vida no es otra cosa que un mal escrito poema trunco, los que sabi�ndose residuos siguen viviendo y como no tienen ni aun la m�sera potencia de resistir contra la corriente, se abrazan a la reja del alba�al que los traga. Que caigan ellos que nunca fueron nada, ellos que ocupan in�til e injustamente el lugar que le corresponde a otro en el espacio; que se derrumben como levadura est�ril, que se borren como puntos tr�gicos, como puntos d�biles, como puntos muertos?

Pero que no caiga yo que soy un germen de vida, una nota de fuerza en el pentagrama del m�sculo, una polea m�s en el mecanismo humano, un motor que se ofrece, que quiere y debe llenar su ciclo funcionando? �que no caiga yo que soy una antorcha encendida en la noche de los in�tiles!

Y sin embargo me empujan para que ruede, me estrangulan, quieren hundirme? y yo me defiendo y me defender� mientras haya una trepidaci�n en mi aorta, un soplo en mis pulmones, un aleteo de vida en el �ltimo y m�s d�bil de mis vasos sangu�neos. Mi vida que para m� vale mucho, porque es lo �nico m�o, tiene para ellos menos precio que una limosna? Pues bien: yo no la entrego, yo la disputo? Esta vida que lleva engarzada la existencia de un diamante que con su brillo le da luz, diamante alma, diamante-mujer, esta vida para sostenerla, para defenderla, bien merece el puntal de un crimen.

Y yo se lo he dado, mejor dicho, fue la lucha la que me oblig� a d�rselo.

Lucha, lucha eterna, lucha que viene desde m�s all� de nuestro primer vagido en la cuna, lucha que nos hace llegar al mundo gritando, desafiando, como rabioso alarido, desde las puertas del vientre de nuestra madre?

La vida b�rbara comienza donde la misi�n muda de la matriz termina?

El b�blico e in�til Abel, que ofrece a Dios, sus cantos y sus rezos mientras su vientre repleto est� digiriendo la carne de sus ovejas, ha de encontrar siempre al Ca�n hambriento? La vida toda es una cadena que tiene por eslabones los Abel y los Ca�n?

Los primeros viven de lo que despojan a los segundos, hasta que �stos acosados por el hambre, casi vencidos ya, reaccionan, se incorporan, hacen un nudo de fuerza en sus m�sculos y ampar�ndose en el sagrado, en el indiscutible derecho de la vida: �matan y despojan a su vez! El protoplasma de hoy, est� incubado en el protoplasma de ayer. �El pasado manda!

Barbarie y civilizaci�n: principio y fin de la existencia humana. Hambre y satisfacci�n. El hombre primitivo era b�rbaro porque ten�a hambre y andaba desnudo: el hombre moderno es civilizado, porque tiene el est�mago lleno y se abriga.

? �Y cuando esto le falta, vuelve a ser b�rbaro!

Siempre ha de o�rse en la tenebrosa noche de las edades el grito salvaje que viene desde el comienzo del primer ser y que a veces parece apagarse como ahogado, para luego en plena pretendida civilizaci�n, resonar una vez m�s como un ?remember? a los que olvidan?

Es un alarido que oyeron las cavernas, que ha o�do la edad media, que o�mos nosotros y que oir�n los hombres de ma�ana y siempre, mientras haya dos seres que copulen, un vientre que se pre�e y un ni�o que nazca?

Juez de m� mismo, yo me absolv�. Abandon� mi mesa y sal� tranquilo, satisfecho? Civilizado?

** ** **

CAP�TULO V

Tranquila la conciencia, con la serenidad del hombre que sabe que no ha delinquido, emprend� el camino hacia mi casa, de donde saliera por la ma�ana dispuesto a mendigar y a la que regresaba, llevando para m� en esos momentos una fortuna en los bolsillos.

En el trayecto buscaba la forma c�mo explicar�a a Cleo la procedencia del dinero.

Pens� ocultarle lo que hab�a hecho, pero, me dije, s�lo se oculta una culpa, un delito, un pecado; yo no soy culpable, ni delincuente, ni pecador y basado en el razonamiento que hac�a pocos instantes hab�ame hecho, amparado en la sentencia absolutoria que el Yo �ntimo dict� sobre el proceso en que el hambre y la miseria me hab�an envuelto, sub� la fatigante escalera cuyos �ltimos pelda�os mor�an junto a mi buhardilla.

Cleo permanec�a a�n sobre el lecho.

Con los brazos abiertos, la cabeza inclinada, y sus ojos, ya sin l�grimas de tanto llorar, d�banle un aspecto de virgen dormida sobre la cruz de Cristo. Virgen rendida y p�lida despu�s de una noche de tentaciones.

?Due�a m�a ?le dije, y me sent� suavemente al borde de su cama, acariciando su frentecita p�lida, besando la sombra de sus ojeras.

Ella entreabri� sus ojos.

?Vienes cansado, pobre ni�o m�o, acu�state... ?me dice mientras sus manos se entrelazan con las m�as.

?S�, mi reina, tienes raz�n, debo reposar un poco... �He trabajado tanto!...

?�C�mo? �Has encontrado algo, por fin? ?me pregunta ella semi-incorpor�ndose en el lecho y cruzando su brazo en torno de mi cuello, mientras asentaba sobre mi garganta las tibias palomas nacaradas de sus senos.

Yo miraba reflejarse mi rostro en el fondo de sus pupilas y tuve la dulce emoci�n de sentir que viv�a dentro de ella...

?Reina m�a... due�a m�a... diosa m�a... madre m�a... novia m�a... ��yeme...!

?T� eres la idea que ha cuajado firme en mi cerebro; mi cabeza es como el cofre bendito donde mi alma ha guardado el relicario de tu imagen. Mi vida es una esclava postrada junto al haraposo trono de la tuya...?

?El n�mero de los esclavos no hace los reyes. Uno les basta.

?T� encarnas la fe, el ?por qu�? de mi vida... Tu sexo y tus labios, representan para m� m�s que toda religi�n y m�s que los para�sos prometidos por Mahomas o Cristos. El contacto de tu piel, vicio bendito, es mil veces m�s excitante que el haschisch u opio. Cuando observo tu cuerpo rosa y tibio delicado y fino, dormido junto al m�o, so�ando quiz�s con besos de otros hombres, y sonr�es, mis manos se crispan para estrangularte.

?Amor que dar�a todo a cambio de no compartirlo jam�s con otro hombre.?

?Mis ojos s�lo viven para adorarte y el d�a en que ellos no te vean, caer�n, para no alzarse nunca m�s mis p�rpados... Es por ti solamente que mi coraz�n late y que mi sangre circula... Por ti vivo... por ti lucho... por ti esta tarde...?

?�Qu� has hecho por m�? ?implor� ella.

?He trabajado mucho... El sacrificio hecho en honor de mi diosa, ha sido fruct�fero. Ella me ha enviado sus dones. Puedes estar tranquila. Ya sabes que a ti me debo y por ti lo har�a todo... No me preguntes... las reinas no saben nunca c�mo se ha conseguido la flor del abismo que se les conf�a...

?Ellas deben ignorar el sacrificio de sus vasallos... �Ignorarlo siempre... reina m�a...!?

Cleo adivin� el por qu� de mi hermetismo, el por qu� de mi silencio, la raz�n de mi sacrificio. En su cerebro de mujer se imaginaba parte de lo que yo hab�a hecho y apret�ndome entre sus brazos, como si su tierno y amante coraz�n presintiese que alg�n brazo uniformado podr�a arrancarme de ellos, bes� con fuerza mi boca...

Y murmur� quedamente a mis o�dos.

?�Par�s!

?No, no... Buenos Aires.

Mientras el sol ensayaba sus primeras luces, abandonamos la t�trica buhardilla y descendimos por �ltima vez la sucia y f�nebre escalera.

Horas m�s tarde la luz invad�a la ciudad, el caser�o despertaba y despert�bamos nosotros de la tenebrosa pesadilla...

Parec�a que la aurora que llegaba con el nuevo d�a, ten�a algo de nuestra vida y estaba llegando para nosotros.

Fuimos a una casa de compra-venta y all� quedaron, sobre el mostrador, testigo mudo de sabe Dios cu�ntas tragedias, el deshilachado vestido de Cleo y el viejo y ra�do traje m�o... �Tal vez habr� servido el de ella, para cubrir el cuerpo de una pobre mujer que comienza a rodar por la pendiente de la desgracia y el m�o para alg�n hombre que se hunde en el abismo de la limosna...!

Por fin dej�bamos de ser protagonistas de la pel�cula horrible que tuvo por escenario una buhardilla...!

Terminado el trayecto que importa la b�squeda de pasajes, visaciones chocantes de pasaportes y dem�s hilos que encierra la madeja que ha de desenvolverse en un viaje, nos instalamos en el barco.

Mir�bamos esa ciudad cuya, para nosotros fat�dica, divisa racial es la mole obscura que se recorta en el infinito como trozo de la negra carne de los hombres que la habitan, el pan de az�car...

All� quedaba con ellos el invierno de nuestra miseria, nuestras ropas sucias y deshechas.

La nave enfil� proa al sud, rumbo a la ciudad inmensa por donde evac�a la Am�rica del Sud sus productos: �Buenos Aires!

Pase�bamos por cubierta, olvidando el pasado y con los ojos fijos en el porvenir. Nuevos caminos abr�ansenos por delante, ten�amos nuevas rutas a seguir... Celebramos con un beso quemante, como abrasado en rayos pedidos al sol, el primer momento feliz despu�s de tanta desgracia... La vuelta a la primavera de la vida...

Esa especie de a�o nuevo del calendario del destino.

A la hora del almuerzo ocupamos nuestros respectivos lugares.

Volv�a de nuevo a cruzarse en nuestro camino la mesa bien servida...

Habl�bamos de nuestros proyectos, cuando sent� que alguien daba una palmada en mis espaldas. No obstante mi serenidad, hubo un sacud�n dentro de m�, y volviendo la cabeza busqu� a quien as� me llamaba; vi un rostro conocido y tuve una exclamaci�n de alegr�a:

?�T�, Juan Antonio por aqu�? ?dije, levant�ndome para abrazar al amigo de la infancia que el azar colocaba de nuevo junto a m�.

?S�, te he reconocido inmediatamente y vine a darte un abrazo. Tanto tiempo sin noticias tuyas. He preguntado a todos respecto a tu vida y nadie supo responderme, ni a�n tu pobre madre la �ltima vez que pude verla...

?�La �ltima vez que pudiste verla?... �Acaso mi madre...?

?S� amigo m�o... Es doloroso que el destino me elija como mensajero de tan triste nueva. Ella muri� y muri� m�s de pena, que de cansancio de vivir...

?Si en lugar de traerte el eco de una desgracia, me hubiera propuesto enterarte de una nueva venturosa, no te hubiese encontrado nunca: la �nica br�jula para dar con el paradero de los hombres, la tiene ella, �la Fatalidad! Ya lo est�n viendo... he llegado hasta ti con tan amargo presente en las manos...?

?�Madre m�a!... Menos mal que Irma estar�a a su lado. Porque Irma estuvo a su lado, �verdad?

?Irma... ?me responde?, s�, Irma estuvo all�, en el pueblo...

No insist� m�s; en el dejo de su voz y la casi invisible contracci�n de sus labios, cre� vislumbrar algo, yo no s� qu�, algo que mi alma presinti�, permitiendo que s�lo llegara a mi cerebro una onda de temor y evit� la pregunta por miedo a la respuesta...

�Ya lo sabr�a m�s adelante!

?En fin, res�gnate ?me dice? es el signo de todos. La infalible y eterna cicuta que acaba con la vida.

?La muerte, no es nunca una pena cuando llega con los a�os de agotamiento f�sico o moral. La humanidad la ha denigrado como un castigo, cuando ella no es sino un hecho sin importancia para la generalidad, cuando es individual. �Qu� puede importarle a la colectividad que t� o yo desaparezcamos? Esa eliminaci�n es necesaria, imprescindible para dar paso a los nuevos, los que llegan. Mi lugar est� ocupado de inmediato, es deseado, yo significo un obst�culo, como ellos lo significar�n a su vez, para los que est�n por llegar... Todo ser que posee algo, que le ha tocado una buena presa en el reparto, es necesariamente envidiado por los otros, por los que lo rodean, por los de su propia carne, del hombre que ha producido lo que deb�a, la mujer que se ha perpetuado, y ha dado vida por ello no puede ya dar placer.?

?Los comunistas no quieren llegar por su esfuerzo al lado de los elegidos, de los triunfadores, quieren ocupar su puesto por la violencia, lo que los otros consiguieron con trabajo o robo.?

?Y es justo: �C�mo remediar actualmente la incapacidad intelectual, la diferencia de capacidad comercial, el desnivel f�sico, sino por la violencia??

?La supremac�a moral, encuentra siempre frente a ella la supremac�a f�sica. Y la lucha ser� eterna, m�sculo contra cerebro.?

?La muerte individual significa para la colectividad general un beneficio. Le pertenece un tanto por ciento, aunque para llegar a reunir lo que uno cree suyo, ha debido renunciar a principios, alejarse del c�digo, luchar como una fiera en la disputa del oro; el Estado es el primero que se abalanza sobre el cad�ver en el reparto.?

?�Qu� le importa, darle una parte, al hijo o a la madre? �ste o �sta a su vez morir� y as� entre mordiscos y zarpazos tiene la seguridad de su completa posesi�n?.

?El leguleyo, el abogado, el amigo, la esposa y los hijos todos sin excepci�n, creen que este hombre ha vivido mucho, que ya no produce y su vejez es un estorbo en los planes de ellos, plenos de virilidad. Y es entonces cuando la muerte se desea y necesita. Viejo, sin deseos ni esperanzas, el an�lisis verdadero de los que criaste, de los que imagines tus hijos, eres un obst�culo en su camino avasallador para que aparten luego, te arrebaten lo que es tuyo, ya que la vida que distes, les da a su vez ese derecho.?

?En la caravana de la vida, cuando no puede segu�rsela en su r�pido avance y cae, debe hacerse el presente como en las caravanas del desierto; un c�ntaro con agua y una raci�n de pan. Es triste, doloroso, pero necesario e imprescindible.?

?Has tenido tu parte en el fest�n de la vida.?

?�A qu� empe�arte en poseer la vida, si en tu impotencia haces grotesca esa uni�n??

?La muerte no es un castigo, es una liberaci�n en estos casos. La muerte no es una pena, aunque los c�digos as� lo proclaman.?

?Los hombres reci�n fueron superiores a las bestias cuando inventaron o descubrieron el suicidio, esa puerta que dej� la naturaleza a su preferido, para poderse liberar en cualquier momento del yugo de sus cong�neres.?

?El suicidio nos coloca m�s all� del castigo de los hombres y de la venganza de la justicia. M�s all� a�n, de la misma ira de los dioses.?

?Estos, como un presente, dicen habernos ofrecido la vida y, como un castigo, pretenden pod�rnosla arrebatar.?

?Dejan de ser fuerte, cuando podemos zafarnos as� de su venganza.?

?�Qu� presente nos han hecho? �El dolor de existir??

?Nosotros podemos ofrecerles la alegr�a de morir.?

?El suicida, est� m�s all� del castigo de la justicia y de la ira de los dioses.?

?Los transforma en iguales, m�s a�n, en superiores en su impotencia de castigarnos.?

?Aquel viejo que avanza arrastrando su miseria hacia el banco de la plaza, que abandonaron los ni�os a la llegada de la noche, in�til y reseco, sin otro afecto que sus propios recuerdos, �qu� otra ruta le queda, para separarse de la ro�a en que los hombres y la vida lo transformaron??

?El obrero p�lido, fam�lico, que al llegar al puerto, esperando que en lontananza descubra el barco que pondr� a a su tr�gica prosa, �qu� otra ruta a seguir, sino �sta de las aguas suc�simas del puerto??

?La adolescente, la virgen que despierta a la vida junto al efebo que no puede poseerla, junto al macho que no puede desgarrar su himen, no puede mordisquear sus senos. �Qu� otro gesto m�s bello, como escupitajo a nuestras leyes y morales, que despu�s de haberse entregado, despu�s de haber gozado el minuto, haber vivido su instante, no darles el placer de su desprecio e insultos y penetrar en la noche eterna, en el inmenso silencio...??

?La muerte no es sino un pasaje de la vida ya que la costra de la tierra es un laboratorio, que todo fermenta que todo se renueva y utiliza, nada se pierde. No temas enfrentarte a ella.?

Callamos un momento, arrodilladas las almas ante la memoria de la muerta.

?Aqu� estoy a tu lado, soy tu amigo, m�s a�n, tu hermano...

Habl� �l y me relat� su vida. Yo no pod�a contarle la m�a. Vida que encierra un secreto, tiene el mutismo de un cofre cerrado.

?Viajo siempre ?le dije por decirle algo?. Ya sabes que soy un hambriento de distancias, un sediento de horizontes, parecer�a que no soy un ser que huye de su hombre y que no ha de detenerse nunca... nunca...

?Pero ya comienzo a sentir la necesidad de ejercer de nuevo mis actividades. Quisiera devolver a mi caja lo que locamente llevo sacado de ella. Por eso voy rumbo a Buenos Aires, creo que all� encontrar� campo f�rtil...?

?Y bien ?me dijo? �ste es el momento. All� en Buenos Aires act�o en pol�tica, soy un personaje influyente. Los hombres que gobiernan el pa�s est�n tan ligados a mi existencia que nada hacen sin escuchar mi opini�n. En una palabra: me he abierto camino de una manera sorprendente y desde ya, aseg�rote que mi mayor satisfacci�n ser� constituir para ti un verdadero y s�lido punto de apoyo, que necesito y mi propio inter�s busca, tan verdadero, tan real, tan s�lido y fuerte como el cari�o y la amistad que nos une desde la infancia.

?�Juan Antonio! Siempre bueno, siempre amigo, siempre hermano... �Gracias...!

Dos d�as despu�s, amarrado el vapor, pisamos tierra, tierra nuestra y la canci�n del trabajo saturado de risas llegaba a nuestros o�dos como una ?maldita bendici�n?...

** ** **

CAP�TULO VI

La ciudad en eterna construcci�n, la futura rival de la del hemisferio Norte, agita nerviosa su mano de gitana, el echarpe de sus riquezas, coloreado con los tonos de las razas que pueblan la tierra.

En cada rostro hay un deseo y en cada pecho una ambici�n.

Viven sus hombres de hoy bajo la misma presi�n angustiosa de los que murieron ayer y sus corazones laten con id�ntico ritmo. La mayor parte, nacieron en ella, pero sus caras trasuntan la ansiedad del inmigrante, el prurito de lucro que brillaba en la faz de los abuelos a�os ha, cuando se lanzaron por las calles de Buenos Aires, en miserable caravana de andrajosos, mineros hambrientos de oro y de olvido.

Sociedad cosmopolita en la que unos cuantos, dopados por el dinero que acumularon sus mayores en ardua lucha con la miseria, vis a vis con el centavo y el indio, han llegado a formarse un �rbol geneal�gico y establecer una aristocracia... principio de toda aristocracia americana. Aristocracia especial, aristocracia de aluvi�n, amasada con la turbia levadura de los deshechos de tercera y cuyas ra�ces tienen por punto de arranque establos y normandos, figones de Sierra Morena u obscuras ?botigler�as sicilianas?...

Urbe que tiene la caracter�stica de vivir como las aldeas africanas, al comp�s del eco de la vieja y corrompida Europa. Imitando malamente sus gestos y aprovechando sus saldos; sat�lite jupiteriano con pretensiones de astro.

Urbe poblada con los excrementos de la decr�pita civilizaci�n latina. Urbe que tiene pretensiones de cabeza y que s�lo es vagina para los imperialismos extranjeros.

Urbe de desheredados, cubierta por obras falsificadas de estatuas de mal gusto, que muestra imp�dica, y adora los becerros de oro de sus h�roes impuestos por la necesidad. �C�mo considerarnos grandes, c�mo no tener historia, c�mo hacer plazas para nuestros ni�os, si no tenemos h�roes?

Las plazas sin estatuas de h�roes no tienen personalidad.

Rodar�n los a�os por la empinada pendiente de los siglos, y la expresi�n de los rostros ser� siempre la misma, porque el primer engendro, nacido por obra mec�nica de la cohabitaci�n, fue hecho con el est�mago vac�o y el cerebro puesto en las ganancias del ma�ana.

Urbe que pudo haber sido noble estandarte de la humanidad doliente, redenci�n de la vieja raza y crisol de las aspiraciones, y que malamente desvi� el heredero directo del emigrante, que vino en las primeras entregas que el mar nos hizo, en las primeras remesas humanas que a nuestras playas volcaron las olas, que lleg� escondido, sin billete, sin equipaje.

Es el mercader que, disfrazado junto al trabajador, entona en las f�bricas, ense�a en las calles, sostiene en las c�maras, su canci�n de farsante.

Mezcla de profeta y meretriz, con sonoridades de sirena, entona la canci�n que brinda aventuras y pre�a esperanzas.

Canci�n que el dolorido pueblo sigue y seguir� siempre; canci�n tras cuyo sonido se lucha por la patria y se venden sus hombres, se pactan las guerras y se conceden sus riquezas.

Canci�n que muestra caminos abiertos imposibles de recorrer, pero que para el pueblo ser�n siempre caminos abiertos. Monta�a dorada en cuyo pin�culo se encierra el tesoro, monta�a inaccesible, pero monta�a de riquezas al fin...

Y as� los pueblos sedientos, que buscan y buscar�n al ?hombre? sobre el desierto miserable de sus vidas, aplacan la sed de justicia en las aguas mentidas de su espejismo.

As� mantendr�, mientras el pueblo no reaccione, con sus discursos, con sus proyectos, con sus constituciones, en la noria al obrero imprescindible que produzca el importe del traje que ha de cubrir a sus malas hembras.

Dinero de pueblo, esperanzas de pueblo, sacrificios de pueblo, se ver�n, mientras �l exista, defraudados.

Y aqu�, como en todas las ciudades, su figura se proyecta desde el amplio boulevard, hasta el rinc�n an�nimo de una callejuela trunca de un barrio infeliz.

Por �l, naciones hermanas gimen bajo el yugo imperialista, vendidas como cansadas prostitutas; por �l, nuestro pa�s, al que alguien escondiendo su despecho llam� la ?canasta de pan?, escucha el grito desgarrador de sus hijos hambrientos, y por �l, nuestro pa�s ofrece a los ojos del mundo el espect�culo triste de nuestro mercado, en el que m�s f�cilmente se coloca esa m�quina de placer que a diario nos vuelca el puerto: la trata de blancas.

Esa industria francesa m�s fruct�fera que los perfumes y los trapos.

Es el producto que todos los pueblos, que todas las ciudades, que todos los ambientes conocen, y que tiene, como ciertos animales extra�os, la rara propiedad de fecundarse a s� mismo.

�Ah!, el d�a que el pueblo haga de partera de justicia y que los abra para que as� nazca la verdad, entre el ropaje de intereses personales que los cubre.

El d�a que se arranque la careta al hombre que naci� sin esqueleto, porque puede amoldarse a cualquier recipiente y que para llegar a la c�spide de sus ambiciones mercenarias, arrastr�ndose, perdi� las piernas: el doctorado en pol�tica.��

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CAP�TULO VII

Segu�an las nubes del tiempo volcando sobre el mundo la llovizna de sus d�as...

Seguro de m� mismo, con el coraz�n blindado por el desenga�o y anhelando borrar de un solo brochazo, para siempre, el c�mulo gris de tristezas y penas, de miserias y de injusticias que pre�aron el infinito del cielo de mi vida, fui a ver a Jos� Antonio.

?Tendr�s ?me dijo? por mi intermedio, espl�ndidas combinaciones de Bolsa; puedes, podemos ganar mucho dinero con las informaciones que yo te suministre.

?Sirvi�ndote, me sirvo a m� mismo; no pienses que cumplo el rito est�pido de hacer el bien por el bien mismo. No. Sirvi�ndote no hago otra cosa que beneficiarme, defendi�ndote me defiendo. Para protegerme me convierto en protector; t� har�s lo mismo a tu tiempo...?

Jos� Antonio ya no era el provinciano t�mido; audaz e inteligente, comprend�a que en su ciclo pol�tico le era necesario el hombre que �l cre�a ingenuo a su lado; yo har�a, por mi parte, buena copia para m�...

Llegu� a intervenir en todo, estar al corriente de todo y a no espantarme de cualquier combinaci�n; una buena comisi�n que engrosase los bolsillos, no ten�a importancia, que costase al pueblo miles de esfuerzos y sacrificios...

Me enrol� en la fila de los presidiarios sin n�mero, de los delincuentes sin uniforme carcelario.

Nada pod�a enrojecerme y espantarme. El jesuitismo de los hombres hab�a encallecido mi alma, y ella no sent�a ya las cuchilladas de la verg�enza.

Saturado del ambiente, hac�a tiempo que yo no era el hombre en cuyo pecho germinaba la semilla de los bueno sentimientos, el ser que ve�a un hermano en otro ser, el coraz�n indiferente a su propio dolor, pero de rodillas y gimiendo, como un Cristo ensangrentado, ante el dolor ajeno...

Volv�a a batirse en mi cerebro el aletazo ancestral que sacudiera hasta la �ltima de mis fibras la noche aquella en que el despotismo de los dem�s hizo armarme caballero del crimen, cuando el hambre me diera ?toison? de bandido.

Y fue as�, como, abrazado al cuerpo trunco del hombre sin piernas, empec� a perder las m�as; comenc� el ascenso de la senda escondida que conduce a la cumbre y que s�lo sabe de la garganta negra de los abismos y la cerraz�n de las encrucijadas donde atacan por la espalda, la mentira y la traici�n... Era necesario ahuyentar las tinieblas del ayer con el brillo de oro del presente...

Una vez poderoso o muerto, ya se encargar�a el mundo de cubrirme con honra y gloria...

Honras y glorias que la envidia bate incansable en el crisol de la hipocres�a, pero tan prestigiosa y puras como las que aureolan otras cabezas.

Cerca ya del pin�culo so�ado, sent� que algo imped�a mi avance, que hab�a un obst�culo en mi camino y comprend� que elimin�ndolo, el triunfo ser�a m�o... y era que al que me hab�a abrazado a sus piernas, ahora se abrazaba a las m�as, me imped�a la marcha.

Y con la vista fija en el pasado, desde donde mis antepasados contemplar�an orgullosos de m� una clara prolongaci�n de sus pasiones, un eco innegable y fiel del grito brutal y b�rbaro de sus razones que ten�an la solidez salvaje de la era de piedra, lanc� al abismo de la nada, el cuerpo trunco, gracias al cual realic� el ascenso... y cay� con �l aquel que me tendiera su mano, aqu�l que me ayudara a subir, el amigo de la infancia... �Jos� Antonio!... Mi traici�n se llamaba ?inteligente maniobra pol�tica?. La raz�n de vivir es la m�s fuerte de todas las razones...

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Han pasado d�as, meses, a�os, entre la intriga, la adulaci�n y la mentir. Hab�a llegado a reemplazar a Jos� Antonio, a ser m�s poderoso que Jos� Antonio...

Y hubo por fin un d�a, rayos de sol en la ventana de mi alma... Luz de dicha, dicha humana, burguesa y mediocre, com�n y normal, que el faro del azar me brindaba y llamaradas de amor con que los labios encendidos de Cleo daban calor a mi vida.

Las horas pasaban, desliz�ndose con desgano, en la casa de Gobierno, en los dinners del Plaza Hotel, en las noches del Col�n.

Cleo triunfaba, el odio que pod�a despertar sus alhajas, aun en los que se dec�an mis m�s �ntimos amigos, sus pieles, armi�os martas, su belleza espl�ndida, perfecta feminidad, no era sino un entretenimiento para m�, un �xito m�s en mi vida, un final magn�fico de la misma.

Llegaron los an�nimos, los insultos por tel�fono, las amenazas. Mi felicidad, mi poder�o y su belleza, her�a, lastimaba, eran brasas candentes. Todas las hist�ricas, todas las mujeres de pechos ajados y que esperaron vanamente las manos que los estrujasen, todas las que ostentaban tres apellidos y que s�lo quiz� le correspondiera el de su madre, hab�an desencadenado su impotencia tras la murmuraci�n.

Yo sab�a c�mo pod�a hacerlos callar; yo conoc�a el alma aristocr�tica de mi pueblo. Y as� fue c�mo los sent� en mi mesa, los recib� en mi palco, los llev� en mi coche.

Un d�a tuve la humorada de darles una fiesta que les recordara sus antepasados; quise arrancarles el antifaz de caballero, junto a los trajes de ?soir�e? de sus damas. Y, para que tuviera m�s car�cter, para no desentonar con sus esp�ritus, hice decorar mis salones simulando un barco, viejo barco velero, medio pirata, medio negrero, una taberna, en donde la d�bil luz de los candiles, junto al gram�fono de corneta de lata y disco rayado, hiciera surgir en su cerebro el pasado lejano que simulaban haber olvidado.

Estibas de bolsas para sentarse, barriles para comer, alimentos burdos que sus est�magos no recordar�an ya, m�sica del Mediterr�neo o Liverpool.

Les exig� que llegasen rotos, hambrientos, con aspecto sucio, que sus mujeres se presentasen caracterizadas de pordioseras y prostitutas.

Yo cre�a en la voz de la sangre, en el llamado del ayer, y as� mezcl� la ?se�ora bien? junto a la ?se�ora mal?; a la ni�a de tres apellidos junto a la que s�lo pod�a lucir un apodo o sobrenombre; al cirujano en boga con el pintor dudoso; el ?don juan? de los salones, con el ?don juan? de los prost�bulos; el due�o de la rotativa con el escriba del pasqu�n, la artista c�lebre, el pol�tico de �xito y el tah�r de comit�.

Y as� pude permitirme el lujo de verlos transformados, a los habitu�s del Col�n, de la confitera de lujo, de los salones de la casa de gobierno, en perfectos actores de las que fueron veneradas figuras que hab�an ellos ennoblecidos en las viejas casas ?geneal�gicas?, a cambio de unos cuantos pesos, producto de la usura, en pergaminos, en los que solo pod�an creer los que, como ellos, los hab�an adquirido.

Hab�an tenido el todopoderoso gesto de hacer resurgir en ellos el esp�ritu de sus ancestrales; todo el origen de la formaci�n de nuestra pobre y mentida aristocracia...

Gritaron los pasquines ante la burla que adivinaron, hambrientos, en busca del hueso que pudiera tirarles, en forma de cheque; los rotativos de izquierda y derecha, tuvieron gestos de viejas meretrices y de conventilleras enojadas...

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CAP�TULO VIII

Yo era individualista, comunista a mi manera, considerado en el fondo del encanallamiento de los hombres, �stos no merec�an el sacrificio que gustoso hubiese hecho por ellos, pero acariciaba esa idea en mi cerebro, con la misma tibieza que acaricia el presidiario el d�a de su liberaci�n. Como se acaricia la llegada de la hembra imagin�ndola tal cual uno sabe que no es; pensaba que la minor�a de privilegiados, de la que formaba parte, estaba obligada a ceder sus inmensos beneficios, a aquella mayor�a desheredada, explotada, vejada, miserable, andrajosa... Cuando expon�a mis ideas, los burgueses, los mismos que se dec�an proletarios, aquellos que se cre�an comunistas por tener el est�mago vac�o, arrojaron la frase tonta, la sonrisa incr�dula del �por qu� no comenzaba repartiendo yo?... En mi individualismo no hab�a reparto, porque ello hubiese sido dar la posesi�n a otros de lo que en ese momento era m�o, hubiese sido cambiar las personas y no las formas... Era la soluci�n que me propon�an los imb�ciles que me rodeaban; ellos cre�an que el mundo iba a solucionarse cuando cada uno de ellos tuviera su granero repleto, sin importarle que el m�o quedase vac�o.

Yo quer�a que mi comunismo descendiese de las clases intelectuales, de los hombres de letras, de las arcas enriquecidas de los que hubiesen mal heredado, de los ah�tos, de los repletos; no comprend�a el comunismo que subiese con el fango de las callejuelas del suburbio, del analfabeto, del obrero muy respetable de manos callosas pero ignorante y sin rebeld�a.

Mi individualismo era a base de conciencias, de conciencias nobles, dispuesto yo el primero en sacrificarme, dispuesto a invitar a los que como yo ten�an para dar, para ceder lo que no era necesario para nuestra existencia, pero s� imprescindible para ellos. Yo sab�a que en cualquier r�gimen deb�an surgir los superiores.

Una tarde, tarde gris que se hund�a con pena en los senos helados de una noche sin luna, me lleg� una carta. Era la invitaci�n de un amigo. Fiesta de ?gar�onni�res?... Banquetes a base de carne cansada... Borracheras de besos mentidos... Desvanecido champagne que nos brinda la copa rota de mujercitas vencidas. Org�as que provocan los delincuentes de frac para tramar sus asaltos y que tienen los mismos rituales que las de los turbios malevos de gorra y pa�uelo...

Fui...

Yo era un asociado a ellos.

M�sica y alegr�a en el ambiente, miseria y dolor en las almas. Risas en los labios y gemidos en los pechos... Medianoche en el reloj y medianoche en las conciencias...

Uno de esos directores de casas cerealistas o frigor�ficos, uno de esos asociados que convirtieron mi pa�s en una fazenda negrera, en combinaci�n con nosotros los dirigentes del pueblo, masticaba sus hipos, me habl� al o�do.

?Es usted un hombre de suerte.

?De suerte... no me explico... ?respond� esquivando el ensayo de un abrazo.

?S� de suerte... ?repiti�? Seremos aqu� cuatro machos y cuatro hembras.

Mir� su aspecto y sonre�. Era un despojo humano con pretensiones de hombre.

?Y bien ?le dije? si es as�, nadie est� de m�s.

?Es cierto ?respondi�? nadie sobra, pero eso no quita ni impide que sea usted un hombre feliz, afortunado... Hemos hecho un sorteo y a usted le ha tocado la mujer m�s linda de esta noche... Vendr� a la una, a la hora de la cena... Se la sentaremos a su lado en la mesa. Ya ver� c�mo tengo yo raz�n, cuando le digo que es usted un hombre afortunado...

Y tambaleando sobre sus piernas combadas se apart� de m� haciendo jugar entre sus dedos la gruesa cadena de oro, que parec�a forjada en alg�n presidio.

Y pens�: �qu� jir�n de carne derrotado, envuelta en seda, cubierta de joyas, relumbr�n est�pido de �pocas hist�ricas, qu� retazo de prost�bulo sin patente, me habr� reparado este sorteo repugnante realizado en la t�mbola de la ?gar�onni�re??

A la una de la ma�ana ocupamos nuestro sitio en torno de la mesa.

Faltaba la mujer que me hab�a tocado en suerte.

�ntimamente me sent� contento. Prefer�a estar solo, en esa extra�a soledad espiritual en que nos hundimos algunos momentos de la vida, cuando hastiados del mon�tono rugir del torrente, buscamos en el fondo de nosotros mismos, ese rinc�n indefinido donde se refugia el alma, mientras dejamos que el cuerpo siga desarrollando su comedia materialista. Esos instantes especiales, ese cuarto de hora tan necesario al esp�ritu, que hace, por un original desdoblamiento, que estemos presentes y ausentes a la vez.

Vagaba mi alma por el planeta muerto del pasado y ante ella cruzaban como una visi�n los hechos, las cosas y los hombres... Todo lo recorr� en un instante. Desde mis horas infantiles, con mis caprichos, hasta los �ltimos d�as de fiebre y delito en que acorralado tuve que abrirme camino para defender el �tomo de espacio que Cleo y yo ocup�bamos en la espantosa inmensidad del mar sin playas del infinito.

Mas no tard� mucho en volver en m� mismo. El hombrecillo que me llamara hombre feliz, golpe�ndose en la espalda, me dijo:

?La reina de la fiesta, cuyas sonrisas ser�n para usted esta noche... Aqu� la ten�is, os la presento...

La mir�, y un oleaje de sangre sacudi� mi coraz�n. Rodaron en las cavernas de mi pecho turbiones de sollozos encontrados, impotentes para romper la compuerta que el car�cter hab�a cerrado en mi garganta.

?�Irma! �Hermanita m�a! ?gimi� encogido mi coraz�n. Y mis labios de hombre de mundo, de caballero, modularon sonriendo:

?�Se�ora, es usted muy bella! ?y estamp� un beso en sus manos.

Beso que fue para los dem�s, vulgar choque de piel de prostituta y aventurero y que ten�a la asqueante paternidad del ambiente.

Beso que un�a nuestras almas transidas de pena, bajo el mismo palio de un id�ntico, sagrado y bendito recuerdo; el de aquella que desde el infinito segu�a nuestra ruta por el mundo y cuyas plegarias en el consorcio de las almas puras eran para nosotros... �Madre santa!...

Horas m�s tarde, a solas en mi casa, mientras Cleo dorm�a, Irma reposaba en mis hombros su cabecita fatigada.

?Perd�name ?dijo mientras se agitaba sobre un volc�n de llanto?. �Si imaginaras siquiera c�mo sufr� desde que nos abandonaste!

?�Hermanita m�a!... Dije tratando de defenderme al defenderla.

Alz� sus ojos hasta m�, mir�ndome sin comprenderme, hab�a en sus pupilas la misma extra�eza que brillara en las m�as la tarde aquella en que sobre un banco del jard�n me hablara mi padre por �ltima vez...

?Eres pecadora inocente ?agregu� estrech�ndola contra el pecho?, y lo eres porque no pecaste por tu culpa, sino porque los dem�s as� lo quisieron y al contrario de aquellos que llevan en su pecado la penitencia, t� llevas en el tuyo el perd�n...

No te pregunto tu historia, porque s� que es la historia m�a y mi conciencia al juzgarme est� juzgando la tuya tambi�n y las absuelve a las dos. Duerme tranquila que no hay ninguna mancha negra en la blanca piel de armi�o que envuelve tus buenos a�os. Nuestros buenos a�os de ?El Refugio?.

?He sufrido mucho, hermano, tanto, tanto, que la humanidad parece una aglomeraci�n de bestias malditas que se debaten en un infierno purgando delitos incalificables. Obligada a vivir entre fieras, si quer�a subsistir, he tenido que convertirme en fiera. (�Quiz� tambi�n a ellos a su vez, como a m�, los obligaron a morder!)... Me han despertado todos los apetitos y me han obligado a todos los ayunos. Me han convencido que el pudor en nosotras las mujeres no es sino una consecuencia de la educaci�n...Me enga�aron... Me mintieron... El pudor no puede calcularse...., ya que yo puedo desnudarme sin pudor... Ese sentimiento que demostramos seg�n la moda pero que gira m�s que nada alrededor del sexo, tiene para ellos, algunas veces, ya sea, la cara, el seno, el dorso...

Me mintieron cuando dijeron que el amor era un idealismo... Me mintieron cuando dijeron que la honradez era un virtud.... Que s�lo los buenos triunfan, que todo delito encuentra su castigo... Mentira...porque t� hubieses sido castigado... He conocido tan de cerca de los hombres, los he sentido tan esclavos de sus pasiones, tan obsesionados por el placer y la ambici�n, que mi perd�n fue hacia ti, hace ya tiempo. Perd�n que no es quiz�s sino desprecio; nos sacrificaste, pero no fue para ti est�ril, pareces feliz, tienes todo el aspecto de un triunfador, y eso bien vale nuestro sacrificio, pero para ello tiene que haber muerto en ti el remordimiento y los principios que te inculcaron. Quiz�s ellos fueron falsos, o principios de superseres, de semidioses...

Cuando tu te fuiste, don Nicasio...

?�Canalla! �No quiero saber...! ?interrump� yo.

?�Ah, no! �Debes escucharme! ?contin�o, excit�ndose Irma.

?Debes saber todo para juzgarme y juzgarte... �Esta confesi�n es necesaria, imprescindible aunque no quieras!... Don Nicasio nos exigi� poco despu�s el pago; �d�nde �bamos a recurrir, a qui�n? Lo amparaba la ley, era la ley...

?Jos� Antonio ?dije yo.

Sus ojos me miraron ir�nicamente.

?No pod�a pedir amparo de quien tanto me hab�a burlado. El orgullo que me inculcaron me sirvi� hasta para eso. Se nos amenaz� con echarnos. Mam� estaba enferma. Si hubieses visto esa furia humill�ndome, tratando de derribar el pedestal que mi vida en el pueblo me hab�a creado; t� que en el fondo eres bueno, le hubieras saltado al cuello estrangul�ndolo tal vez. Delante de ti no hubiera osado, pero sola, indefensa, se transform� en un perro hambriento de emociones y l�grimas, digo mal, en una hiena con figura de hombre. Me exigi� que fuera a C�rdoba, con el pretexto de arreglar nuestra hipoteca. Era una orden. Pod�a cancelarla con mi cuerpo... �Nunca sent� tanto mi virginidad!... Fui; otra tambi�n habr�a ido. Mam� necesitaba asistencia, hab�a que traerla a Buenos Aires. T� estabas lejos, tan lejos, que ignor�bamos d�nde.

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CAP�TULO IX

Cleo era una supersensitiva, delicada mu�eca rubia que a mi lado era o cre�a ser feliz. Olvidado su pasado, hab�ase convertido en una burguesa, tranquila, un poco triste, que en su vida solitaria, sin amigas ni otra distracci�n que mies palabras o los pocos paseos que me permit�an mis ocupaciones, deb�a l�gicamente sentirse atra�da inmediatamente por Irma.

A �sta, la vida hab�ale reforzado si era posible su car�cter, transform�ndola en una mujer de acci�n. Sus gestos autoritarios o bruscos para todos los que la rodeaban, se convirtieron en suaves atenciones, que ten�an algo de protecci�n para Cleo.

Intimaron r�pidamente, sensibilidades contrarias, se atrajeron sin que ellas lo supieran definir en un principio, hacia una amistad profunda en que cada una trataba de ser m�s agradable a la otra.

El oro de los cabellos de Cleo, contrastaban en forma agradable con el negro de los de Irma, de facciones en�rgica, piel morena, alta y de ademanes demasiado masculinos, con el talle peque�o, los ojos azules y dorados de mi Cleo, toda feminidad demasiado fr�gil y amanerada.

?Perm�teme, querida... ?dec�a Irma retir�ndose dos pasos para contemplar mejor a Cleo, despu�s que �sta hab�a terminado su toilette?. �Qu� hermosa eres! ?agregaba.

Llegaba a nuestra alcoba junto con el desayuno y diarios de la ma�ana. Mientras tomaba mi ba�o, Irma me reemplazaba en el lecho, y as� al partir quedaban ambas ri�ndose y discutiendo de c�mo emplear�an el d�a. Una vez cuando le�a mi diario y ellas se vest�an para una cabalgata en Palermo, Irma mir�ndola d�jole: Yo comprendo que Jorge te ame... si yo fuese hombre tambi�n hubiese querido tenerte por amante.

Se miraron como si trataran de comprenderse. Cleo observ� que yo me hab�a detenido en mi lectura y girando hacia ella mostrando imp�dicamente su cuerpo magn�ficamente proporcionado, cuerpo de adolescente se dir�a, que hac�a m�s sensual a�n una camisa y pantal�n de encajes que apenas cubr�an su pubis y senos, murmur�: �Qu� tonta eres!

Un perfecto sentimiento de amistad hab�ase desarrollado en ellas, era una fuerza que empujaba a una hacia la otra. Yo pod�a llamarme feliz, feliz en el m�s amplio sentido de la palabra, como amante, como hermano. Mi posici�n, un casi futuro ministerio me proporcionaba una satisfacci�n f�sica y moral, una seguridad perfecta sobre la vida, era el premio, era el pago con que la misma vida hab�a cancelado todos mis esfuerzos y sacrificios. La vida era bella. Yo hab�a vivido equivocadamente. La vida era una herida que hab�a que tomarla por la fuerza, as� como la hab�a conquistado yo, a golpe de pu�al, a golpe de canalla. Mis esfuerzos no fueron sino una consecuencia l�gica de lo que exigi� la vida para entregarse a m�. As� como aquel que llega salteando la amistad malagradeciendo una hospitalidad para conseguir la hembra que ha despertado su sensualismo, as� hab�a llegado a adquirir esa tranquilidad. Toda mi �nica preocupaci�n era la vanidad de llegar a ocupar uno de los altos puestos pol�ticos de mi pa�s; era rico, era joven, era amado. Noche tras noche, sobre la amplia cama de nuestro suntuoso dormitorio, con todos los refinamientos de un oriental, que hab�a hecho decorar para darle marco adecuado a ese cuerpo que aun conservaba perfectas sus l�neas, ofici�bamos el rito sagrado del amor. Sagrado dos veces por satisfacer mi sensualismo y ser est�ril, por darnos la sensaci�n del espasmo interminable y evitarnos el dolor de perpetuarnos de que el cuerpo de mi hembra no se deformara, para evitarle el dolor, por negarse a dar vida a un ser que no podr�amos asegurar rotundamente su felicidad. Yo estaba menos que nunca cansado de Cleo. Su cuerpo ten�a vibraciones en el comienzo del oto�o de su vida que no habr�a podido superar ninguna virgen, ninguna hetaira.

Cleo e Irma en un principio juntas, yo las ve�a partir en el potente auto, dirigido por Irma con seguridad masculina, desde nuestra casa de la Avenida Alvear; las ve�a llegar desde el mirador de la misma, cansado el motor y ellas de correr. Un d�a eran modistas, otro paseos a la campi�a, otros en el que orgulloso las acompa�aba, era el estreno de una obra, la conferencia en boga, la reuni�n ?aristocr�tica? que las recib�a, acalladas las murmuraciones sobre mi pasado y el de ellas, por el puesto influyente que ocupaba. Nos rodearon los imb�ciles tratando de conquistar los favores de ellas y los arist�cratas arruinados por una invitaci�n oficial a un ?supper? en nuestra casa. Yo era feliz, est�pidamente feliz. Hab�a llegado a no ambicionar m�s. Alguna vez hab�a pensado en un casamiento con Irma, pero cuantas veces lo hab�a insinuado, Cleo hab�a saltado oponi�ndose a ese proyecto.

?�Qu� necesidad tiene Irma de ello? �No es feliz a nuestro lado?

Irma callaba.

?�Responde! ?insist�a Cleo dirigi�ndose a ella.

Esta se levantaba y acerc�ndose la besaba.

?�Y me lo preguntas? ?murmuraba bes�ndola.

Yo era feliz, perfecta e idiotamente feliz. Hab�a conseguido despertar en ambas una amistad, un cari�o se dir�a fuera de lo normal, de lo com�n; en sus gestos hab�a ternura de madre y atenci�n de amante.

Empezaron a salir menos. Las encontraba al atardecer a mi regreso, tendidas en cama leyendo o discutiendo siempre buenamente, neg�ndose en muchas ocasiones a acompa�arme cuando insist�a en la necesidad de que se distrajeran un poco. Alegaban que las obras de teatro eran malas, que los paseos a Palermo les molestaban por las miradas insolentes de mis amigos. En lo �nico que demostraban un inter�s exagerado era el deseo de adquirir magn�ficos ?desabill�s?, ropa interior...

Proyectaban para el invierno pr�ximo un viaje a una estancia que acababa de adquirir, pero de antemano me hab�an pedido que yo no fuese a ella, condici�n que hab�a aceptado l�gicamente por mis ocupaciones en la Capital.

Yo era feliz... est�pidamente feliz...

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Esta tarde en mi despacho record� una fecha, una fecha que los a�os anteriores no olvidaba y que las obligaciones p�blicas y pol�ticas hab�anme hecho ese a�o pasar desapercibida, fecha aquella en que Cleo, all� en ?El Refugio?, por primera vez se entreg� a m�. Por ello abandon� mis oficinas aquella tarde de verano porte�o, sofocante y h�medo. Me dirig� a mi joyero y con una magn�fica perla, perla que como los a�os anteriores ir�a a engrosar el collar que adornaba el cuello de Cleo en las grandes ocasiones, me dirig� a casa.

Nunca hab�a llegado a la hora de la siesta. Un almuerzo fugaz, servido en mis oficinas, m evitaba el largo trayecto en esa hora calurosa del mediod�a hasta la casa lejana de la Avenida Alvear; por ello imagin� que la sorpresa ser�a mayor y que me har�a perdonar la frialdad que desde hac�a tiempo ven�a notando en Cleo, frialdad que yo achacaba, sin animarme a intentar una comprobaci�n m�dica, en alg�n malestar f�sico o como consecuencia de esa vida enclaustrada que pasaba junto a Irma.

Sub� las escaleras sin encontrarme con la servidumbre. Pas� de mi escritorio al ?boudoir?, donde reinaba el refinamiento de aquella esplendorosa y tr�gica corte del Rey Sol, separado del dormitorio por amplia puerta corrediza de espejo... Sent� voces dentro del mismo, reconoc� la de Cleo, me detuve tratando de escuchar.

Vileza humana, atavismo que nos hace detener ante el ruido de la hojarasca seca adivinando el peligro, Cleo, hablaba, gem�a... Gemidos que paralizaron mi coraz�n, palabras entrecortadas, timbre de vos que me recordaba los momentos m�s felices de mi vida �ntima con ella, gemidos que yo conoc�a por haberlos escuchado muchas veces con su cuerpo bajo el m�o. Inconscientemente tante� mi rev�lver. Yo era valiente, lo hab�a demostrado toda mi vida, pero esa vez un temblor en la mano que empu�aba el rev�lver me confirmaba el miedo que me hab�a producido esa puerta al dejar ver mi rostro p�lido; pegu� el o�do a la misma escuchando mientras me miraba en el espejo que ten�a junto a mi rostro, c�mo se coloreaba, se fruc�a el ce�o y c�mo una bestia empezaba a mostrar mis dientes, dilat�banse mis narices en un deseo de sangre...

�Era posible? �Perra!

Corr� de golpe la puerta. Al fondo del lecho, Cleo desnuda, la cabeza echada hacia atr�s, con sus pechos erguidos y excitados como cuando yo la pose�a, abierta sus piernas y entre ellas otro cuerpo desnudo, morocho, �gil...

** ** **


La noche se ha hecho en pleno mediod�a...

Estoy ciego, ciego espiritualmente. Busco en derredor m�o, a tientas, el muro o detalle que me gu�e, el camino perdido.

Un barco que regresa. En lontananza, la luz que nos gui�a, blanca una vez, roja otra. Nos preparamos a desembarcar, nuestro mejor traje. Ante la perspectiva del abrazo paterno o la caricia de la hembra que se desprende de su amante, hemos olvidado todas las borrascas pasadas, todos los odios personales...

�Estamos tan cerca!

Tenemos nuestra paga en el bolsillo, suenan argentinamente las monedas de plata, adivinamos en la obscuridad profunda de la noche los rostros que escudri�an por nosotros el horizonte...

Detr�s de un gui�o, la luz tarda en volver, tarda... �Nuestro barco va a estrellarse contra los acantilados? Corremos a tim�n y, �para qu�?

Toda ruta es igual. Nuestra alma no ha sido perfeccionada como los aparatos de complicado mecanismo de los hombres.

Lo mismo da. �Norte? �Sud?

La noche se ha hecho en pleno mediod�a.

?�Dios m�o!

?No... a�n soy fuerte.

Mentira... Soy s�lo una piltrafa humana, en un desierto blanco, sin horizontes, infinitamente solo. Un pobre ser humano, un pobre hombre al que le muestran de pronto que el dios que adoraba, la imagen ante la que siempre se prostern�, a la que ofrend� lo m�s bueno que le ense�aron, que en su nombre mat�, rob�, no es sino un mu�eco relleno de crin, de intestinos mugrientos, de escupitajos, un inmenso sexo hambriento.

He sentido ganas de gritar, de morder, ante los rostros estupefactos de Cleo e Irma. He vuelto a cerrar la puerta y he llegado hasta mi escritorio. Junto al retrato de Cleo he dejado mi rev�lver.

�Matar?...

Los animales en celo matan. Ellos lo hacen por un motivo, una raz�n de defender su sexo. Yo s�lo debo defenderme de m� mismo.

�Perra!...�Perra!...

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El derecho de matar...

�C�lmate! ?me he dicho a m� mismo? analicemos, recordemos...

En mi escritorio la libreta de direcciones; la tomo.

�No est�n ah� veinte, cincuenta direcciones de mujeres con quienes he cohabitado en los a�os que vivo con Cleo?

Pido whisky. Mi mucamo lo sirve temblando. Algo debe haber visto en mi rostro.

?�Est� mal el se�or?

?�Qu� te importa imb�cil?

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El mundo est� mal hecho. Algo anda mal, una peque��sima rueda quiz�s que no marcha al un�sono de las otras. Tenemos un exceso de producci�n y millones de seres pasan hambre en China, en Rusia, en Oriente y Occidente.

Arrojamos nuestro producto al mar, dejamos que se pudra.

Algo debe andar mal, una rueda peque��sima quiz�s...

Miles vivimos del trabajo de millones, los menos explotan a los m�s, y �stos, los m�s fuertes, los que roturan la tierra, los que mueven las m�quinas, los que fabrican el l�tigo, pasan hambre y fr�o, aunque su esfuerzo le d� con creces con qu� llenarse, y con qu� cubrirse.

No desconocen su fuerza, no desconocen sus derechos, y a�n respetan los nuestros; �de qu� pasta de m�rtires est�n hechos?

Saben que la raz�n es de ellos: y la mendigan, saben que esa min�scula caravana de la que formo parte, de pol�ticos, especuladores, militares, sacerdotes, todos nosotros los descendientes directos de aquellos asaltantes de camino, huir�amos, con s�lo ver avanzar unidos de las manos los unos de los otros. Huir�amos aterrorizados con s�lo mostrarnos las marcas que dejaron el l�tigo en sus cuerpos, los mutilados de la f�brica, los hambrientos, los inv�lidos de la guerra, los ni�os p�lidos, demacrados, enfermos y malditos; saben que podr�an arrojarnos desde el m�s bello y orgulloso rascacielos, para ense�ar a re�r a sus hijos tristes.

Algo debe andar mal, una rueda peque��sima quiz�...

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�Ah!, el d�a en que los hombres organicen la fiesta del pueblo, que apilen todos nuestros credos religiosos y pol�ticos, todas las virtudes de nuestras mujeres, todas las honestidades de nuestras hijas, y junten los uniformes de charreteras doradas de los generales y de los porteros de teatro; los diplomas de gobernadores y los nombramientos de barrenderos; las sociedades de beneficencia y los prost�bulos, y lo purifiquen por medio del fuego y de la sangre.

�Ah!, cuando los ni�os que no tuvieron leche ni pan suficiente para desarrollarse fuerte y sanos contemplen el espect�culo, cuando las mujeres con los vientres llenos de espermatozoides levanten la cabeza sin temor entre la muchedumbre, cuando las manos callosas apilen en la fiesta las mitras religiosas y las empu�aduras de las espadas.

�Ah!, cuando los hombres se den cuenta que fueron llevados a las guerras para defender el petr�leo o el esta�o disfrazados de soldados de la libertad. A uno de ellos le han entregado un retazo de g�nero atado a un palo y como a los caballos de circo, para excitarlos, entre las notas de una banda, ?�defi�ndela!? le han dicho, y ese hombre no encontr� mejor final que dejarse acribillar a balazos envuelto en ella. Un h�roe m�s para los libros de escuela.

�Ah!, el d�a de la fiesta, el d�a que el hombre se eleve tan alto que destruya los grandes monumentos con que los menos enga�an a los m�s, el d�a que enlacemos las estatuas de nuestros pr�ceres y fundamos su bronce junto con el de los ca�ones, para hacer la m�quina que reemplace en su esfuerzo al hombre.

�Ah!, el d�a que el hambriento no tenga que inclinarse ante Dios ni hombre, el d�a que podamos desprendernos del deseo de matar a la hembra, que nos traiciona...

Prejuicio ancestral, prejuicio de impotente, prejuicio que llega hasta hoy desde la caverna o del har�n, prejuicio que estoy obligado a respetar ya que el mismo juez me condenar�a si la matara, me rechazar�a de su mesa y me negar�a su saludo, si no lo hiciera.

Algo anda mal...

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Todo acto f�sico en la vida tiene raz�n de ser; dos mujeres se han ayuntado, mi ley de macho me obliga a matarlas, se han entregado una a la otra. Mi rev�lver como un Dios mal�fico me est� excitando a ellos. Matar siempre. Dar el zarpazo de fiera y fugar entre la selva. La caza del hombre no puede detenerme. Mi rev�lver parece re�rse de mi cobard�a. El ruido de la calle llega hasta m� como de costumbre. La ciudad sigue indiferente su vida.

Han echado sobre mi esp�ritu sus ideas, sus leyes, sus costumbres, sus prejuicios, y se ha formado una costra que es dif�cil desprenderme. Los hombres s�lo tenemos el derecho de matar al que nos niega lo que mal le corresponde en la vida. Todo se supedita a los jueces y a los fiscales. Nuestra educaci�n, nuestras palabras, nuestros amores, nuestros deseos, todo es fiscalizaci�n en contra de nuestros instintos. Todo va contra la verdad de la vida. Aprendemos desde ni�o a reprimir nuestros �mpetus infantiles, m�s tarde nuestros deseos de colaboraci�n en la vida, nos relegan al puesto que ellos quieren, marcan a la mujer que abre sus piernas porque sus ovarios as� se lo exigen, encadenan la mano del hombre que nos hurta del granero repleto un pedazo de pan, hacen que estudiemos cosmograf�a, y luego nos obligan a que creamos en Dios, �en qu� planeta o nebulosa podr�amos localizar su corte celestial?

�Salom�n con sus setecientas concubinas podr�a ser el favorito de Jehov�?

Ellas se han juntado en el lecho, hastiada Cleo quiz� de mi carne, y ese hast�o no es sino una consecuencia natural de su piel, que por ser suya debe tener el derecho de disponerla. Sin embargo yo ?debo? matarla.

�Por qu� las mujeres no pueden unirse, legalmente?

�Con qu� derecho los hombres dosificamos sus pasiones o calificamos sus actos ya que en nada nos perjudica? S�, nos perjudica, nos roba para nuestro placer de bestia esos pechos y nalgas que, por la ley fuerte debe pertenecernos, y es as� como hemos llegado a inventar el repudio al amor m�s perfecto que cre� la naturaleza, en �l, que no se deforman los vientres, no se caricaturizan las mujeres, en �l que no hay dolor de desgarramiento, ni manchas de semen.

En el amor nada debe ser grotesco, nada debe ser brutal.

Pechos de picos rojos que se persiguen, muslos bien torneados que se entrelazan, dientes peque�os y perlados que buscan labios pintados que morder, manos que sin crispaciones masculinas descienden por la espalda lentamente...

Sin embargo yo ?debo? matarlas.

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Los privilegiados estafaron siempre a las mayor�as, las estafaron cuando en un principio le dieron Dios, leyes, las estafaron cuando le dieron libertad a sus esclavos.

El esclavo significa un capital invertido en la adquisici�n, una suma que deb�a cuidarse a la par de un caballo o una oveja, un ser que produc�a en proporci�n a lo que por �l se hab�a pagado y que un exceso de trabajo, una mala alimentaci�n tra�a enfermedades, en cuyo caso, el cuidado y la paralizaci�n de su trabajo era en perjuicio del capital invertido.

Cuando los nobles y los burgueses hicieron de ellos libertos, ganaron el capital que antes invert�an.

El obrero actual no es sino un pobre esclavo disfrazado de hombre libre, su alquiler se paga con lo justo para que mantenga su fuerzas y cubra sus carnes; muerto uno, cien lo reemplazan.

Decimos que pagamos su trabajo, y mentimos, porque la suma que abonamos es siempre menor al producto de su esfuerzo.

La fuerza f�sica o natural no es un patrimonio del individuo, pertenece a la agrupaci�n, es un producto de la agrupaci�n.

Los privilegiados deben compensar con su esfuerzo o inteligencia a los que la naturaleza los priv� de dichos dones; los d�biles e incapaces son un producto de la comunidad y tienen el derecho, como parte de la misma, a su ayuda; no se debe ni puede enfrentar a ambos.

�No os hab�is rebelado el d�a de vuestra liberaci�n, vuestras manos callosas no estrangularon a los que firmaron tal iron�a?...

�No merec�is entonces ser libres!

La humanidad debe ser triste mientras subsista el estado actual de las cosas, los hombres no tenemos el derecho de re�r, nuestra alegr�a hiere, lastima, se convierte en mordisco; mientras haya hombres que golpeen con sus manos en las puertas de las f�bricas, soldados que marchen dopados a las guerras, hombres prendidos a las rejas de las c�rceles, mujeres que solicitan trabajo ofreciendo hasta su ano; no tenemos derecho de re�r.

Construyamos la gran obra. Destruyamos los prejuicios morales y est�pidos que nos vienen de m�s all� del medioevo, destruyamos nuestras leyes y nuestros dioses si para nuestro bienestar fuera necesario.

?Usted nunca podr� librarse de su sangre burguesa ?me dijeron un d�a los comunistas? y aunque fuera apto para dirigirnos no lo aceptar�amos.

Yo que no hab�a podido desprenderme de mi burgues�a adquirida en pocos a�os de colegio, �podr�an ellos desprenderse de su esclavitud de miles de a�os?

Es m�s f�cil deslizarse que subir.

Mi escritorio se ha sumido en sombras, junto a la botella de whisky reluce el niquelado de mi rev�lver, se detienen lujosos autos en las porter�as vecinas a mi casa. Los chauffeurs genuflexos ayudan a bajar a sus amantes disfrazadas de Se�oras.

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�Dad de comer al hambriento! ?dijo Jes�s, porque �l mismo era un hambriento. �De beber al sediento! ?despu�s de vagar por el desierto de Judea. �El que tenga dos t�nicas que me d� una! ?�l no tuvo nunca m�s que una.

�Dad al C�sar lo que es del C�sar y a Dios lo que es de Dios!

El se dec�a representante de Dios.

Diecinueve siglos de oscurantismo, de machacar la conciencia de los que nacen, de los que acaban de nacer y de los que van a nacer, diecinueve eslabones de cadena que han detenido a la humanidad en su marcha.

El comunismo trat� de destruirlo y eso lo salva.

Cuando en las �pocas prehist�ricas los hombres quisieron encontrar en sus cavernas la explicaci�n del rayo, el poder de las fieras y el mismo misterio de la vida, no encontraron nada, nada m�s f�cil que crear divinidades, primero en los astros, el fuego, el cocodrilo o la serpiente, despu�s fueron m�s valientes, lo crearon a semejanza del mismo. Ahora se animan a destruirlo, ahora lo enfrentan, se mofan de �l, como nos mofamos ante los escarabajos sagrados de Egipto en los museos de Londres y Par�s. Los hombres necesitamos librarnos de todos esos monstruos, de esas tinieblas que cubrieron el cerebro del hombre prehist�rico. Hay que destruir mucho, quiz�s todo, para empezar a reconstruir, hay que dar el salto violento. No descenderemos m�s, no podemos descender m�s. La piedad de las religiones no ha sido sino una farsa como lo es la libertad de los comunistas, como ha sido siempre la libertad de las burgues�as. Los obreros, los proletarios, los �nicos seres que por mayor�a tienen el derecho de dictar sus leyes, han adquirido peque�as concesiones, la jornada de ocho horas, despu�s de haber ca�do en las calles de Londres cientos de ellos. Reci�n el Parlamento cuando escuch� el temblor de su edificio por causa de la marcha de los obreros, cedi�, como han cedido siempre los burgueses, no por esp�ritu de justicia: �por miedo!

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�Sentencian los tribunales nobles o burgueses en contra de la casta que representan? Los jueces al defenderlos no hacen sino defenderse ellos mismos. Los congresos no han hecho sino leyes para opresi�n de los pueblos; el pol�tico es el enemigo: el hermano Judas.

Hay que entrar en ese burdel de representantes del pueblo, hay que tener coraje macho, por los hijos que se mueren de hambre y los padres que gimen arrojados por inservibles ya, de la agrupaci�n que los explot�.

�Tierra libre!, sin mojones, sin tutela, sin impuestos, sin fronteras, tierra para el que quiera trabajarla y nutrirse, tierra libre como el aire que respiramos imprescindible, para subsistir. Si a mis antepasados se les hubiera ocurrido tambi�n apropiarse de ciertos kil�metros de aire, yo recurrir�a a los jueces por medio de la fuerza p�blica, hacerme pagar por el que atravesara mis l�mites, el impuesto que como propietario me corresponder�a. �No damos en arrendamiento las tierras que no nos pertenecen, sino por el derecho de haber presentado una partida de defunci�n y otra de nacimiento?

�Proletarios del mundo; un�os!, dijo Len�n, y as� lo hicieron ante la palabra del anticristo todos los millones de esclavos que ara�aban anualmente la tierra, tuvieron la esperanza del derecho a su esfuerzo.

�Exterminad los propietarios, repartid sus tierras...! Sin embargo la idea fue destruida. Trotsky exiliado, perseguido: Ellos los Stalin, los Chicherin y todos los burgueses del comunismo, pactaron con el capitalismo para subsistir.

La historia se repite, Egipto, Judea, La Bastilla, Mosc�.

Sin embargo la humanidad avanza, avanza siempre, a�n contra el enemigo del hombre que es la rotativa, la taberna, el comit� y el circo.

Suena el timbre de la casa, alguien entra, indiferente quiz�s en la rutina de su trabajo, nadie adivina la tragedia...

La puerta de mi escritorio se abre y me comunican el nombre de una de mis amantes.

?��chala, bandido!

No, yo no debo matarla.

Alcohol color or�n, champagne, cerveza, whisky, todas las tonalidades de los orines...

Alcohol que se reparte por nuestro cuerpo, que nos excita para idiotizarnos despu�s, eficaz arma en la conquista de Am�rica.

Frente a m�, un globo terr�queo iluminado muestra algunos diminutos puntos, son ciudades lejanas, ciudades inmensas con millones de habitantes, hormigueros humanos.

De uno de esos puntos que se confunden con la suciedad de moscas, yo formo dos o cuatro millon�simas partes.

El d�a que quise surgir entre ellos, tenderles mi mano, colaborar, me llenaron el cerebro de temores al m�s all�, me cubrieron con la copa ro�osa de sus mortales falsas, llegaron invocando como un ?C�samo �brete? la amistad y el amor. Se vengaron queriendo despertar en m� el miedo a la muerte, y la muerte no es sino un insignificante esfuerzo, la presi�n de un gatillo...

Amores homosexuales, religiones, banderas, sociedades de beneficencia: �mentira!...

La �nica verdad est� en la botella de whisky, en este rev�lver niquelado, en esas dos hembras que esperan su castigo.

�Cambiar el mundo! Estrujarlo, romperlo, para que junto a aquellos que sue�an con un nuevo amanecer, reconstruirlo, no bajo las leyes del hombre, sino bajo las leyes de la naturaleza. Yo quisiera destruir este mundo, m�s a�n, todo este universo, que s�lo existe para m�, porque yo existo!

Soy m�s fuerte que Dios, voy a destruir, destruy�ndome, a esta agrupaci�n de espermatozoides desarrollados...

Mi sola tristeza est� en que no tendr� ya imb�ciles que me ataquen...

Ra�l Bar�n Biza

* ?La primera edici�n de El derecho de matar lleva por fecha el a�o de 1933 y la tirada era de 5.000 ejemplares. De una segunda edici�n se tiraron� 25.000 ejemplares. Y de una tercera edici�n, de 1935, el tiraje fue de 50.000 libros. En todas las ediciones se mantuvieron las ilustraciones (que elinterpretador no reproduce), aunque una de ellas, de las m�s blasfemas, no fue incluida en la segunda edici�n. Del libro existe una edici�n pirata, o bien clandestina, y quiz�s m�s de una.� En 1949 Ediciones Biyou lo reedit�, con o sin permiso. En este caso tiene sobrecubierta con ilustraciones naif ?una pareja bes�ndose?� y el color de la tapa es blanco y rojo. Dif�cil saber� si la edici�n pirata fue obra de corsarios profesionales de la letra de molde o si fue alentada por el propio autor. De la novela de Bar�n Biza se realiz� una adaptaci�n teatral a cargo de Marcos Bronenberg, Mario Bellini y Ricardo Ruiz, que fue publicada por la revista Argentores en su n�mero 95 del 12 de marzo de 1936, en cuarenta p�ginas?. Bar�n Biza, el inmoralista, Christian Ferrer, p�g. 248, Editorial Sudamericana, 2007.

Direcci�n y dise�o: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: In�s de Mendon�a, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Leotta, Juan Pablo Liefeld
secci�n artes visuales: Florencia Pastorella
Control de calidad: Sebasti�n Hernaiz

Im�genes de ilustraci�n:

Margen inferior: Michal Macku, Obra (detalle).