el interpretador ensayos/artículos

 

Nicolás Rosa

Lecturas impropias

por Nicolás Rosa

 

 

      

 

 

 

 

 

 

Nada nos impide decir que el lector ideal de Enrique V de Heinrich Mann es el Rey mismo, que el lector ideal de los Salmos de David es Jehová o aun que el de la Divina Comedia debe tener la experiencia personal del Infierno.

Didier Coste.

 

 

 

Leer y escribir son operaciones altamente complejas que por su banalidad informática y su inserción cotidiana en el registro de la vida pública y privada ocultan su propio misterio. Recordemos que Saussure nos decía que el hombre pudo no haber hablado o hablado de otra manera más allá de las determinaciones fisiológicas de su aparato fonador-articulatorio. Podríamos hacer uso de la analogía y decir que el hombre pudo no haber escrito nunca y por ende no haber leído. Este enunciado, en realidad, es un sofisma histórico pues presupone como  supuesto lógico, pero no diacrónico, que la lengua es anterior a la escritura y que la operación de lectura es subsidiaria de lo escrito. Intentemos pensar de otra manera: el hombre es un ser gráfico, sólo opera con grafos o inscripciones. La lectura sería por lo tanto anterior a la escritura si pensamos en la lectura de los signos del mundo y del orbe, una cosmología de lectura y un espeleología de lectura: el hombre siempre leyó los signos y rastros del mundo. Lectores han sido los profetas bíblicos, los arúspices romanos, los alquimistas medievales y los astrónomos renacentistas. Leer ha sido siempre una tarea pansemiótica de la que no quedan excluidos los ágrafos: la civilización no es tanto una cuestión de escritura, sino una cuestión de lectura. Si Blanchot proponía en Le Livre à venir la muerte del último escritor, es porque presuponía que un escritor muerto resucita en el lector del futuro.

 

En la cultura moderna e hipermoderna la lectura aplicada de los textos –la explicación textual— ha sido reemplazada por la exploración textual que se sostiene en la travesía sobre el espacio real e imaginario del texto. Los grandes textos, eso que en la terminología de Lyotard se llaman los grandes relatos, imponen una lectura desmultiplicada, no sólo en los diversos niveles del texto por su espesa urdimbre textual e ideológica sino en la amplitud de sus referencias al mundo contextual que los rodea: son lo que podríamos llamar lecturas como: se leen los textos como filosofía, como historia, como psicoanálisis sin ningún sentido aplicativo ni explicativo, lecturas que intentan ser omnicomprensivas, no porque pretendan evaluar la totalidad de las referencias textuales, sino porque a través del texto intentan explicar el mundo y sus significados, sus significantes y sus sentidos, como una caja giratoria luminosa donde cada ojo que se centra –y por ende el texto es centrífugo— en el texto produjera una mirada distinta, a veces miope, a veces oblicua, a veces microscópica o a veces macroscópica, produciendo sentidos que se agregan a los otros sentidos producto de otras lecturas: la multiplicación azarosa de múltiples lecturas sincrónicas o diacrónicas, eso que la doxa define como lectura de la intertextualidad, que en nuestro caso, sería producto de una interlectura. Son los textos de Freud leídos por Lacan, los de Marx leídos por Althusser, los de Frazer leídos por Lévi-Strauss, y no son muchos los ejemplos. Filosofar el texto de Freud y por ende clinicar los textos de Lacan, caer en el pecado, digo en la herejía, de leer a Marx  y a Freud a partir de Wittgenstein, no a partir de Austen, sino a partir de sus reformadores. La lectura reformada tiene el impacto de toda reforma, genera nuevas versiones del canon, nuevas herejías y nuevas formas de lectura, es regeneradora pero al mismo tiempo intenta restablecer el texto original –eso que en la lectura textualista se llama establecer el texto—, lo instauran como nuevo apelando a lo anterior no leído y olvidado en el texto mismo, los valores velados en otras lecturas, pero al restablecerlo lo establecen como fundamento, como causa originaria de una línea sucesoria: las lecturas de Menéndez y Pelayo de La  Celestina o las de María Rosa Lida, estableciendo una línea genealógica. Si bien es cierto que la genealogía no se confunde con la cronología, las lecturas genealógicas implican la búsqueda del texto-fuente, del texto fundador, a menos que la dehiscencia de la raíz, la proliferación del tronco en ramas, funde una genealogía descentrada, rizomática, espléndida en la iridiscencia de sus fibrillas y en la porosidad de sus rizomas, una verdadera lectura botánica. Una lectura genealógica implica siempre una complicidad con lo arborescente, con la ramificación tratando de usurpar el privilegio de la causa una y primera. Las lecturas exploratorias, aquéllas que yo amo, son verdaderas excursiones en el campo sin frontera de la letra, no leen el discurso sino el decurso, no siguen la corriente del río sino que se solazan en sus meandros, en sus rugosidades, sus desplazamientos, la deltificación de sus enunciados, el régimen gradiente, retrogradiente y transgrediente de sus pliegues y cortes, el régimen costero de sus accidentes y deslices, que organizan y desorganizan el régimen disciplinario de una lectura atenta, un verdadero atentado contra el diccionario y la estereotipia de las lecturas tradicionales. No recoger el texto sino producir en él una fuga de sentido, una deriva de significantes. Quizá, y no me atrevo a afirmarlo, sería la única lectura del texto poético. Recordemos que el término deriva en su equivalente inglés es drive, empuje, impulso... pulsión de lectura.

 

Reconocer, registrar, inquirir, averiguar un texto, la exploración sería una etapa inicial de un acercamiento al texto para luego investigar su forma de construcción, su génesis, sus relaciones con los textos anteriores, con los padres y madres textuales y bajar a partir de los predecesores para imaginar la descendencia, sea ésta filicida o no. Si la fratría textual, hermanos en la consanguinidad y en la alianza, nos permite presuponer los ancestros textuales pero también los epígonos, el trabajo –la lectura como trabajo de manipulación transformadora— conllevaría un reconocimiento, la inscripción en un registro civil de los textos –generalmente se los llama bibliotecas o archivos— y simultáneamente una inquisición en la genealogía para certificar no tanto sus orígenes sino descender proféticamente en las herencias textuales. La lectura como investigación es una quasi-novela policial en donde el rastro de escritura es leído como una traza, marca o huella de un trabajo ilegítimo de borradura. Los autores tienden a borrar los rastros, los lectores intentan reconstruirlos.

 

Una fenomenología de la lectura implicaría el reconocimiento de un acto que llamamos accionalmente leer, hecho que nos lleva a pensar en la organización semántica de la palabra acto. Desde la perspectiva etimológica resulta ser un fundamento de la acción al mismo tiempo que precisa un sujeto del acto implicado en esa acción. El sujeto debe ser activo y humano. Los animales no leen, quizá sea la marca profundamente diferencial entre la animalidad y la humanidad, pero en los diversos grados de animalidad hay sujetos que simulan la lectura. Los inidos nambicwaras, en el recuerdo de Lévi-Strauss en Tristes trópicos, simulaban la lectura de sus papeles en voz alta: la lectura puede ser simulada, la escritura no. Desde el punto de vista filosófico, el acto está dotado en su pura esencialidad por la potencia: potencia y acto son dos variantes de un mismo orden pero se suceden temporalmente: la potencia es anterior al acto en el tiempo lógico pero no en la temporalidad del inconsciente de la narración fantástica. Prolongar el acto en acción es una presentificación en la duración incoativa y finalizativa del presente continuo. La posibilidad de actividad es lo que autoriza a pensar en una lectura activa, aquélla que permite activar las posibilidades del texto. ¿Pero cuál es la actividad y cuál es el sujeto que la ejerce? ¿Cuáles son las transformaciones que se traman en el texto como reflejo de la lectura? ¿Un texto leído sigue siendo el mismo texto? Un texto desleído –y nos hacemos cargo de esta categoría que pareciera provenir de la sutil inteligencia de Harold Bloom pero que ya habíamos presentado en nuestros propios textos—, un texto desleído nos permitiría sostener que en la confrontación entre el sujeto de la lectura y el sujeto del texto se establece un polemos básico en donde el sentimiento, la emoción, la sensibilidad en oposición al intelecto, la pluralidad un tanto incestuosa de los afectos humanos, sufre un proceso de corrosión singular ahogado en su propia banalidad: el lector aburrido deja el libro, lo cambia por otro, modifica el orden previsto por las estrategias narrativas, por los énfasis discursivos, por la distaxia de la historia o por las modificaciones constantes de la intriga generando otros libros, otros textos o apelando a una lucha simulada entre la entropía del texto y la neg-entropía de la lectura, deja caer el libro y bosteza. El aburrimiento pasa a ser una categoría estética. La deslectura no sólo implica un mecanismo sensorial sino una actividad pasional... desleer lo que dice el texto es negarlo a partir no de una doble negación, sino a partir de una negación de la negación que funda la deslectura sobre la presuposición lógica que se lee lo que se lee pero simultáneamente la manera de leer, su propia construcción, pero para los lectores avezados, que son lectores aviesos, la mala intención del texto es lo que asegura la conminación a leer. Frente a toda conminación es posible suponer que hay dos actitudes, el rechazo o la denegación. El rechazo que tiene forma de forclusión es repudiar la memoria del texto; la denegación es entender a medias lo que se lee por propia voluntad de negación. La deslectura es un trabajo forzado para eludir el encantamiento del texto y denegar el propio goce de la lectura para sólo dejarse atrapar por la incógnita de sus acertijos. Tanto las lecturas científicas –aquellas que se construyen a partir de la “ciencia del texto” (Van Djik) y las lecturas que se apoyan en un “saber” inconsciente del acto de leer, se oponen a las lecturas hermenéuticas, no solamente haciendo una nueva interpretación (Ricoeur) sino oponiéndoles lecturas sintomales. Una verdadera lectura desatenta implica una desapropiación de la memoria de lectura y una disolución del recuerdo textual y una nueva configuración del olvido de los textos. Ya no importa quién lo escribió (¡no recuerdo el nombre del autor!), ni qué dice la intriga (¡ah! ¿cómo se llamaba la protagonista de Ana Karenina?) apelando sin saberlo a la elocución torsiva del chiste freudiano donde se dirimen las formas novelescas –y con toda seguridad la novela de misterio— el anonimato, el seudónimo y la heteronomía que vincula al texto con el Nombre del Autor, sino también donde se olvida el final del texto que se acaba de leer, donde la lectura aburrida está certificada por la voluntad imperiosa del lector: su propia displicencia.

 

Frente a las lecturas hermenéuticas, aquéllas que reivindican un sentido profundo del texto –hecho que permitiría suponer que la lectura sería tarea de excavación— podríamos pensar en lecturas plausibles. Este tipo de lecturas apelan a una forma de las lógicas conjeturales asentadas en la aspiración de promover un concordato: la lectura de un sentido relevante y jerárquicamente ordenado con la pretensión de acordar con el grupo de lectores: el archilector de Riffatterre, un “personaje” producto de una invención estadística, un verdadero ser fantasmático edificado por la crestomatía, o si no el lector competente y sus nivels de accesibilidad de J. Culler, o el lector informado de Fish: esta impostación cuantitativa y estadística de la competencia de lectura y de su accesibilidad puede ser contrastada con la lectura que realizan los analfabetos –pobres de letras— de los ámbitos donde moran. El deslumbramiento ante la ciudad letrada produce en los pobres una combustión sígnica extraordinaria; para  poder manejarse y transitar por las calles, los territorios, el mapa de las ciudad, sus centros y periferias organizados alrededor de los misterios del saber codificado en las empresas significantes que distribuyen el saber ciudadano, con los transistores de los lenguajes cotidianos, los circuitos de la circulación social, los elementos de la jerarquización urbana, apelan a una astucia de lectura. La lectura astuta, lugar de intermediación entre los ecos siniestros y la vocinglería de sus habitantes: la voz aguda de la ciudad es reconocida en los letreros –aunque no se los lea—, en las señales, en las voces autorizadas y en las voces ilegales que enmarcan la urbanidad de los habitantes. Ya no el rumor de la ciudad medieval, ni la hiperfonía del mercado persa, sino la voz estentórea y polifónica de la estereofonía ciudadana. Los pobres para sobrevivir generan un tipo de lectura posibilística; la llamamos lectura diestra. La destreza de lectura permite una combinatoria de selección: si esto no es esto debe ser lo otro, que por momentos supera en su propia eficacia a la lectura de los habitantes de la ciudad letrada: los comerciantes, los industriales, los intelectuales, los profesionales. La destreza es un mecanismo de sobrevivencia y propio de la aventura migratoria de las ciudades modernas.

 

En el siglo VI, San Agustín se sorprendía  de que su maestro San Ambrosio leyese en voz baja. Un largo camino que va de la altisonancia de la lectura en alta voz y la voz silenciada en el murmullo inquieto de una voz cada vez más velada, pasando por el sermón y por la retórica cristiana. Esta subversión semiótica, así la llamamos, nos permite elaborar ciertos interrogantes: ¿desapareció la lectura en voz alta?, ¿cuál fue la transformación sufrida?, y en otras instancias: ¿a dónde fue a parar la voz perdida? A los primeros interrogantes, Roger Chartier nos responde que las lecturas compartidas que surgieren los textos de de Don Quijote y de El Lazarillo de Tormes nos permiten suponer que la lectura en voz alta no sólo se producía por los problemas de analfabetismo –recordemos las lecturas comunitarias del  Martín Fierro— sino que las lecturas confesionales provienen de la sonoridad de los claustros medievales y posteriormente de los monasterios del siglo XIII y XIV. La Contrarreforma al modificar y exigir un cambio en la liturgia recomendó siempre la lectura de la Biblia en alta voz y todavía hoy se practican las lecturas congregacionales en los colegios convictorios. En otros registros, la lucha derridiana entre foné y grámata, entre fono-logocentrismo y escritura, no parece zanjada. ¿O es que la voz anónima, la voz histórica, la voz perdida para los procesos de secularización de la cultura no aparece todavía en la confesión y en los ritos religiosos, en el canto y en el psicoanálisis como garante de la verdad del discurso? ¿O es que la voz antigua ha quedado, en la hipótesis lacaniana, incrustada en la letra? La letra es el soporte sibilino que se escucha en las grafías. Pero ¿cómo escuchar en los garabatos, en la orfebrería del estilo borgiano, o en la chismografía de la revista de sociedad? Voz enterrada en voz despierta, inscripta en la letra y desde allí, si tenemos oídos finos, podemos auscultarla. Susan Sontag nos decía en su Against Interpretation, oponiéndose a toda interpretación hermenéutica que acaba siempre en una intervención paranoica, el plus infinito de sentido, un “erotismo del arte”; entiendo que quería decir no sólo un goce de lectura sino un placer de escritura.

 

Entre el goce de lectura y el placer de escritura se deslizan las siguientes apreciaciones de Barthes elaborando una retórica de la lectura como camino sinuoso en el texto, el descubrimiento de nuevos senderos, simultáneamente el camino del error del lector perdido, la desventura del lector azorado en la expectativa, en la espera del sentido. Si la hermenéutica está desterrada de estas apreciaciones, siempre asomará como un peligro inminente: la inminencia del texto sólo es posible formularla a partir de una experiencia de lectura.

 

Cada interpretación establece una relación con el “origen” del texto que presupone un original como sustancia que semaforiza y conduce el sentido de la lectura. La concepción hermenéutica dice que el original está intacto y libre de toda sospecha en sus propios contenidos y articulaciones, una verdadera metafísica del íntegro. Para enfrentar este tipo de lectura podemos postular una lectura de las ruinas textuales operando sobre la desaparición, fragmentación y parcelamiento para luego intentar reconstruirlos, lo que Freud llamaba constucción-reconstrucción dando pie para una nueva lectura arqueológica donde el Sujeto-lector contribuía a la reconstrucción de los restos. La lectura hermenéutica presupone un sentido en la estructura de superficie y otro más oculto y por ende más profundo: el secreto es la garantía de la verdad. La tarea del excavador es transcribir la palabra primera y la función exegética de esa palabra, su proto-origen alimentando el mito de legitimidad que lo funda.

 

Althusser en sus análisis de Marx elaboró una teoría de la lectura con fundamentos del materialismo histórico y en su particular lectura de Lacan. Estableció tres formas de lectura: la lectura literal, la lectura hermenéutica y la lectura sintomal. La lectura literal –que no debe confundirse con la lectura a la letra, para decirlo con un galicismo— puede pensarse como producción si entendemos que es subsidiaria de una operación moral “creativa” y edificante. La moral del texto es un mecanismo defensivo para renegar la eticidad de la lectura. Si la lectura literal se presupone inocente, es decir, despojada de ideología, es porque entiende que el texto es el producto de una operación maliciosa, peligrosa y por momentos infernal, como puede ser la lectura de los textos de Sade o de Lautréamont: son textos que contaminan. La lectura literal presupone que existe una relación de similitud entre el sistema de producción de la escritura y de producción del sentido y entre el proceso de escritura-lectura, ignorando el asintotismo que los reúne al separarlos. Más allá de las intenciones del sujeto-autor, el texto dice en su decir sus propios sistemas de determinaciones y la lógica de su ciframiento y por lo tanto da la clave para su desciframiento. Hay una forma dominante que se armará en la operación de lectura: conceptos, nociones, categorías, pero que no agotan el arsenal de lectura. Así, como cada texto tiene sus propios sistemas de articulación con respecto a la Convención y al Canon, cada lectura ordena su propia sintaxis. lA lectura sintomal es lectura improductiva en su propio hacer pero altamente productiva en su sistema de ciframiento. Si la lectura sintomal debe exhibir sus propios mecanismos y los supuestos que la guían, criterio de filiación epistemológico, no se agota en ellos. ¿Cómo son los textos cifrados y cuáles son las operaciones de transformación, aquello que Freud llamaba traumarbeit (trabajo del sueño) en la condensación y el desplazamiento –en Lacan siguiendo una retórica moderna: metáfora y metonimia—, los instrumentos de la figurabilidad propios de las producciones del inconciente que revelarían la posibilidad de entrecruzamiento quiasmático entre discurso y figura? A la letra, diría Lacan. Pero la letra no coincide con el texto de la lectura literaria, por ejemplo, que transita –transito riesgoso— entre la letra que dice y desdice lo que dice. La versión de la letra freudiana es radicalmente el chiste. La relación asintótica entre significante y significado y la relación torsiva entre enunciado y enunciación que se formula en el witz (¿Por qué me dices que vas a Cracovia para que yo piense que vas a Lemberg, cuando en realidad vas a Cracovia?); en las torsiones de la banda de Moebius se pierde la semiótica, una semiótica perdida, errabunda, y que desarma la certidumbre del camino recto y por ende del orden recto: una semiótica honrada. Si aplicamos a la lectura sintomal la lógica del aserto de certidumbre anticipada, podemos ver cómo en el enroscado de la Retórica se vislumbra una lógica temporal de la certeza que se apoya en el movimiento de la relación de la verdad de uno que alimenta la mentira del otro, y la verdad del otro que nutre nuestra propia respuesta mentirosa. La doxa lo dice: “para mí es verdad”. ¿Qué oponer a la fuerza ilocucionaria del otro sino mi propia fuerza perlocucionaria si entendemos que la verdad sólo puede ser dicha a medias? Una lectura sintomal debe presuponer que nunca se lee lo que está escrito sino la transformación del texto en discurso, un pasaje entre el gesto de escritura al acto de lectura.

 

La lectura literal tiene su propia historia que se confunde con la historia del texto: se lee siguiendo una temporalidad propia de las historias genéticas, el desarrollo forma parte de una serie anticipativa o prospectiva, se leen las obras de juventud como fuente de las obras de la madurez, o se leen las obras de la juventud desde la perspectiva de las obras maduras. Esta inflexión ontogenética y biologicista que simula la diacronía en su propia sincronía permuta el devenir por un simulacro de temporalidad; es una lectura cronológica que debe ser confrontada con una lectura genealógica.

 

Hay dos formas de la lectura sintomal que podríamos denominar lectura como intervención y lectura como interversión. La lectura como intervención presupone una acción puntual del sujeto-lector en el texto que lee. Esta práctica de lectura en la terminología althusseriana implicaría una focalización puntual en el texto para permitir la extracción de una fórmula, de un microsistema de ideas, de una serie limitada de conceptos para luego, posteriormente, formular una extensión en el campo barrido por la lectura que intenta cubrir la extensión del cuerpo textual; una lectura espacial que hace congruir matemáticamente dos figuras, dos formas de la extrapolación generando un campo de isomorfismo entre el espacio del texto y es espacio generado por la lectura, intentando corregir las lecturas del paralelismo entre producto y producido, entre el Sujeto de escritura y el Sujeto de lectura. La lecutra como intervención, más allá de su propuesta que consideramos válida, podría producir un verdadero sistema de alteraciones o de confusiones. La apelación al isomorfismo, de base estructuralista, negaría la fórmula propia de la intervención, su carácter acontecimiental, su propia pérdida de temporalidad.

 

Digámoslo claramente, la otra variante de la lectura sintomal, lo que llamamos lectura como inter-versión consiste en la posibilidad de establecer una relación, un vínculo, entre las versiones de un texto y las versiones de lectura de ese mismo texto, no en el sentido en que lo entiende la lectura filológica ni más sutilmente la crítica textualista, sino en la inmixión y la mezcla que subyace en los textos. Leer la interversión es leer simultáneamente la inter-versión, el disloque de los fragmentos y su propia recomposición en una colección de retazos, el entrecruzamiento de lógicas dispares, la construcción de un mixto de lecturas, una verdadera lectura disparatada. Si la lectura sintomal presupone que el texto es la materia prima que se elabora en el trabajo de lectura, entonces la lectura es ajena a la consideración de sus efectos como buena o mala lectura, no es ni exegética ni simbólica, ni representativa ni presentativa, ni estética ni artística, ni una tekné rhetoriqué ni una forma de desciframiento, es sólo un producido de la relación del trabajo de la práctica de escritura y la práctica de lectura sólo computable por las lecturas anteriores y posteriores: una lectura debe producir otra lectura. La historificación de las lecturas es la posibilidad de un trabajo que se justifica por la red “científica” de sus engranajes y produce no tanto un sentido social –de eso se encarga la ideología— sino un sentido que se verá legitimado por la historia de las lecturas, descreyendo del objeto empírico que siempre nos atrae por la patencia de su cosidad, incluso del objeto generado por la eficacia de lectura sino por la práctica concreta de la operación de leer como práctica teórica.

 

A partir de allí surgen varios interrogantes, definir la lectura como un arte ¿es negarse a su condición de práctica teórica específica? ¿O el arte es también una operación crítica definible como práctica? No nos atreveríamos a definir el arte como intervención específica en la letra de un discurso-objeto. El arte de leer no es el arte en el sentido estético de lo feo, ni a la estética del sublimierung –sublimación en el sentido químico del término—, con el que Freud construye la alucinante lectura de las obras de Leonardo.

 

Tratamos de recordar aquí las largas disquisiciones que se hicieron con respecto al paño de la virgen en La Virgen, Santa Ana y el Niño. Bruite o milano, la lectura de Freud implica un tránsito entre la forma pictórica y la in-formalidad de las figuras: el error de Freud lo colocó en el camino incierto de la verdad.

 

La lectura como arte se reduce a una artesanía, a un trabajo fabril para rescatar el valor precario de la belleza (1). A todo arte de lo precario, más allá de su certificación histórica, le corresponde una lectura inestable, aquélla que no pretende el establecimiento del texto ni el rigor de la interpretación, sino la consistencia de una lectura frente a la inconsistencia del texto, una lectura fisional que leería la grieta del sentido, eso que Deleuze llama fêlure. La filosofía que debe presidir este tipo de lectura es la del traspaso de los significantes en su alocada carrera para convertirse en sentido y de la apasionada tarea de un lector para convertirse en depositario de un sentido, aunque no fuesen los mismos. La reunión de la locura y de la pasión, aunque esté certificada por el código psiquiátrico, no deja de ser explosiva. Todo arte, aunque sea un arte menor, menor en su proyección social, todo el mundo sabe leer, pero también en su propia esencialidad, el acto de lectura nunca puede ser monumental o conmemorativo, es sin embargo una modificación del mundo. La pasión de lectura es una forma del goce de lectura y por lo tanto una forma de anonadamiento del mundo. ¿Qué es lo que desaparece cuando leemos? Desaparecen los objetos que constituyen la mundaneidad, pero también los objetos imaginarios con los que constuimos la realidad del mundo para oponernos a ese Real inaudito –no tiene voz— e irrepresentable –no tiene forma. Cuando Lacan habla de la pulsión escópica entreteje una relación triádica entre visión, mirada y ojo. La lectura se asienta en estos órdenes. La visión se transforma en visionaria, tenemos fe –la fe perceptiva de Merleau-Ponty—en lo que vemos, pero el fenómeno es altamente complejo: para ver hay que visionar, pero para ver mejor hay que enceguecer. La mancha que rodea todo campo escópico es la certificación negativa de lo que vemos. La pregunta sería ¿qué es lo que vemos cuando vemos?, duplicada por: ¿qué es lo que no vemos cuando vemos? ¿Qué es lo que leemos cuando leemos y qué lo que no leemos cuando leemos? El fenómeno es ideológico, pero también es asunto de mirada. Mirar es cargar a nuestra visión de pura intencionalidad. La semántica se ve en apuros para establecer el campo semántico de ver, observar, mirar, y poco a poco se va deslizando a las inciertas connotaciones de contemplar, escudriñar, escrutar, examinar, a punto de desbarrancarse por los senderos matafóricos de recelar, parar mientes, espiar, y más denotativamente en el ojear, allí la crudeza de la acción nos pone frente a frente, nos confronta con la fisiología. El movimiento del ojo que mira se disuelve en el movimiento del objeto que miramos: el ojo por el cual te miro es el ojo por el que me ves, decía Angelus Silesius. Miramos la percepción de los otros en el mismo momento en que los otros miran nuestra mirada, pero también el objeto nos mira. ¿Cuál es el ojo que sostiene la mirada de lectura? ¿Cuál es el recorrido del ojo en la página  que leemos? ¿Cómo nos miran las páginas del libro que leemos? El camino del ojo por la página es incierto: leemos por razones de la tradición alfabética latina de izquierda a derecha, pero sabemos que la escritura jeroglífica, la escritura del protogriego, la del hebreo, nos obligan a desviar el ojo, y por ende la mirada, de derecha a izquierda, y pasearnos por la página, hacar un barrido, para intentar descifrar los signos allí escritos. ¿Cómo se lee la escritura matemática? Cómo la escritura literaria: de izquierda a derecha la letra, pero paradigmáticamente el código de la narración, sintagmáticamente el desarrollo de la intriga, pero tangencialmente la orfebrería del estilo en donde se confunden tema y rema, anáforas y catáforas, y en la memoria de lectura, casi oracularmente, los textos anteriores y los textos del futuro que se anudan en la lógica textual del texto que tenemos frente a nuestros ojos (2). El ojo panóptico de Foucault está diversificado por el ojo-mitral: uno lee circularmente, el otro puntualmente.

 

Si en 1992 proponíamos tres formas ideológicas de lectura a partir del recorrido del ojo, lecturas monoculares, lesturas binoculares, y lecturas multioculares, hoy ampliaríamos nuestra perspectiva para designar los efectos de lectura como monovalentes, bivalentes y multivalentes. Cada sujeto de lectura distribuye los connotadores de lectura de una manera distinta, por lo que podemos afirmar que cada lectura, aun las del mismo sujeto, es una nueva distribución de los connotadores. Los textos son pobres o ricos en cuanto a su valor semiótico pero no necesariamente al valor social y a sus posibilidades de lectura. El problema consistiría en la fortuna histórica que tendría cada lectura pero sólo apoyándose en dos límites absolutos: el recuerdo y el olvido: entre esos extremos se corporizan todas las instancias de las lecturas históricas.

 

Si nos permitimos retrotraernos en el tiempo y elaborar una taxonomía de lecturas, es porque creemos que a los lectores reales no les interesa esta actividad clasificatoria. A las lecturas centrales les oponemos las lecturas marginales, formas ideológicas del leer. A las lecturas bustrofedónicas le oponemos lecturas invertidas, son formas del paseo del ojo sobre la superficie del texto. Las lecturas hipográficas se oponen a las lecturas hipergráficas, son formas de la hermeneusis contemporánea. A las lecturas pentagramáticas le oponemos lecturas contrapuntísticas, lecturas de racimos, de rizomatizaciones, de puntos que se anulan en su propia proliferación. Hay también lecturas anamorfóticas presididas por el engaño del ojo en la perspectiva barroca, y lecturas anagramáticas que permiten la incorporación del nombre de autor en el bordado de su propia trama. Pero, debemos decirlo, esta taxonomía tiene su punto ciego, su propia mancha, aquello que no es legible en su propia legibilidad: la lectura de las lecturas. No se trata de metalecturas sino de relecturas, aquéllas que no sólo desbaratan el sentido de la réplica, la lectura en espejo, sino que arruinan el sentido en su propia proliferación. Demos un ejemplo: las diversas y múltiples lecturas de Otra vuelta de tuerca de Henry James, cuyo rastreo ha hecho una lectora ejemplar: Soshana Feldman.

El misterio de la forma-libro es inquietante, su transitoriedad aparente confirmada por todo el hardware no pareciera afectar al libro como objeto. La resistencia a dejar de leer –uno de los destinos posibles de la lectura— aparece como más interesante que las profecías sobre su muerte. Todo ocurre entre la visión y la audición, aunque los otros sentidos dejados de la mano de Dios intentan buscar su revancha. La mano que reposa sobre un libro en el instante en que nuestra atención es atraída por otras tentaciones del mundo, esa mano que se desliza por la sátina de la sobrecubierta, a veces con una perspectiva volátil pero no menos palpable, que intenta gozar de los arabescos de un jeroglífico o del goce sutil de los registros icónicos de una miniatura en donde, todavía hoy, podemos presentir –si somos atentos— el rasguido artesanal de los copistas y atender a la desaparición levísima del polvo de oro de los iluminadores. El misterio por lo tanto no estaría en la transformación sino en la perduración. Las tecnologías del software, las prácticas delincuentes del zápping, la suma obligatoria pero imposible del patchwork visual, suma infinita de libros en forma de disquete, de libros que se pueden leer en una computadora portátil y sobre todo mecanismos que incorporan todas las formas del grafismo y de las voces y músicas que aparecían silenciadas en las escrituras tradicionales. Estas modificaciones nos han llevado a reflexionar sobre un objeto que de tan cotidiano se había vuelto invisible. ¿Qué es un libro y por ende qué es la lectura? Si todas las palabras del mundo, si todas las palabras contenidas en la Enciclopedia británica pueden caber en un CD Rom, aderezadas con la posibilidad de escuchar el Concierto Brandenburgués Nº 6 de Johannes Sebastian Bach, en la entrada barroco, música, es sólo porque la escritura puede ser conservada –el estigma de la escritura en su persistencia— mientras que las lecturas pueden contradictoriamente ser olvidadas.  

El libro podrá perecer pero la lectura persistirá como el fondo negativo de la cultura.

 

Nicolás Rosa

 

 

NOTAS

(1)

Leer, más allá de las fórmulas teóricas de la lectura, es siempre un deslizamiento y simultáneamente una intermitencia, dos fenómenos que provocan  numerosas flexiones y poses tanto en la teoría como en la práctica de lectura. Podríamos preguntarnos ¿cómo se lee un clásico?, ¿cuáles fueron las lecturas que confirmaron la clasicidad de un autor? Sainte-Beuve en su Historie de Port-Royal señala las características que corresponden a un autor clásico, de las que podemos desprender algo que caracteriza a un autor canónico: “La contemporaneidad del clásico permanece cómodamente a lo largo del tiempo”, dice, permitiendo un presente extendido en la lectura. Pero Calvino, el inefable Calvino, nos certifica: “un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos”, ese incesante aderezo que se agrega o se desgrana de los textos que llamamos clásicos. Hemos pasado del autor a la obra. Borges, símil de autoridad, quiere dejarnos perplejos en la forma más clásica de la tradición: “Clásico es aquel  libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuese deliberado...”. Hemos pasado de la obra al libro. Localidad y temporalidad como un desarrollo constante y sincrónico no alcanzan a empañar la desautorización borgiana. Pero si oponemos lectura a citación, podríamos afirmar que a los clásicos no se los lee, con todo lo que ello implica en nuestro desarrollo, sino que se los cita, verdaderos fragmentos, fragmentos de fragmentos. El tiempo de la cita no existe, está derogado por la elección y por la selección, verdaderos exergos de la lectura. La cita hace autoridad en el texto. Cf. Roland Barthes, Le Plaisir du texte, París, Seuil, 1973; Michel Charles, Rhetorique de la lecture, París, Seuil, 1977; Paul de Man, Allegories of Reading: figural language in Rousseau, Niezstche, Rilke and Proust, New Heaven, Yale University Press, 1979; y Nicolás Rosa, “Cómo leer y cómo escribir”, en Artefacto, Rosario, Beatriz Viterbo, 1992.

 

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La aparición de nuevas formas de trazados textuales, sobre todo en el campo de la poesía, nos permite elaborar nuevos volúmenes retóricos intentando oponer formas aplastadas y estáticas a formas del espacio volumétrico (tiempo- espacio) desterrando mapas planos reemplazándolos por semánticas abruptas. En el nivel epistémico y a partir de Freud y de nuevas experiencias de lógicas múltiples y deslocalizadas (las llamamos a-locadas y dis-locadas) apelando a la topología de la goma y a la aritmética fractal (Benoit Mandelbrot), podríamos armar nuevos espacios clivados por la escisión, el corte y el frunce y en el plano textual postular ramificaciones, hibridaciones, rizomatizaciones (Deleuze), arborizaciones, toda una desmultipicación botánica, para formalizar formas disgregativas del discurso. En el “sueño de la monografía botánica”, Freud elabora una lógica de la encrucijada samántica, donde se anulan las entidades polo, centro, eje, campo cerrado, dirección y marchas y caminos dirigidos. El enlazado de la enredadera sería un símil evocativo y botánico de las desviaciones y entrecruzamientos de la dispersión significante. Como dice Freud, a tientas, botánica, a despecho de la monografía, es un “verdadero foco de convergencias, de lo que deducimos a partir de las funciones multirrepresentativas del sueño, una divergencia como dato fundador. El verdadero trazado de “numerosas series de ideas” es, dice Freud, un enlace y marcha precisamente al desenlace. Las “lanzaderas freudianas” son un trabajo (arbeit) fabril y no una producción industrial. La fabrica de sueños es una producción pre-industrial. Apoyándonos en la aritmética fractal, las formas de la ligereza, de la lentificación, de la rapidez, de la aceleración, de la velocidad, nos permiten pensar en el tránsito torrencial del discurso –un discurso esquizográfico, en otros términos— que va determinando en su afluencia espacios líquidos y detergentes en donde el régimen de la semiosis se vuelve alterado, y en el régimen de las significaciones se producen pozos, minicráteres, bocas volcánicas, agujeritos propios de una disolución de la línea sintagmática y de una corrosión en el plano semántico. El aislamiento que se produce entre el significante y el significado engendra el fenómeno de la isla que puede ser evaluada tanto en el nivel matemático como en el político (el territorio de la isla generará la figura del desterrado). La isla sólo puede ser pensada a partir de las formas disolventes que la aíslan. La poesía contemporánea, como exceso del régimen lingüístico, va produciendo una de las formas tradicionales del haz o de la gavilla semántica, pero también la dispersión y la exasperación que, más allá de la ramificación y de la turbulencia, destruyen los espacios significantes y en donde sólo pueden prevalecer las formas exaltadas de la iteración semántica: una lucha constante contra el sentido. Las secuencias destrozadas de la cascada, del chorro y la ráfaga y los accidentes sintácticos de los golfos, bahías, penínsulas, istmos, se sitúan a mitad de camino de la significación codificada y la difracción infinita, desfocalizada, del sentido recto. Las secuencias dispersadas se ubican entre la cristalización endóxica y el mal del sentido: palabra va, palabra viene: el vaivén del discurso. La deltificación es una figura retórica fluvial, entre el Paraná y el Nilo, donde las vertientes se diversifican y se entremezclan borrando la propiedad del suelo poético, como se entremezclan los regímenes costeros del Uruguay y el Paraná y el de Castelnuovo y el de Borges, y se entrecruzan el resorte de las palabras argentinas y el litoral de la letra cisplatina entre Juan L. Ortiz y Néstor Perlongher como se cruzan la sinuosidad de los meandros y recodos costeros y la efímera firmeza del islote. Cf. Sigmund Freud, “El sueño de la monografía botánica”, en La interpretación de los sueños, en O. C., Trad. López Ballesteros, Madrid, Biblioteca Nueva, 1967; Benoit B. Manndelbrot, Les Objects fractals: formes, hazard et dimensions, París, Flammarion, 1975; Nicolás Rosa, “Una ortofonía abyecta”, en Lúmpenes peregrinaciones. Ensayos sobre Néstor Perlongher, Rosario, Beatriz Viterbo, 1996, y Tratados sobre Néstor Perlongher, Buenos Aires, Ars, 1997.

 

 

 

 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Nicolás Rosa

Fue doctor en Literatura Comparada de la Universidad de Montreal (Canadá), profesor consulto de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y profesor permanente de la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Dictaba las cátedras de Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y la de Análisis y Crítica II en la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR donde también se desempeñaba como director de la Escuela de Posgrado.

Conocido también por ser traductor de Roland Barthes, fue presidente de la Federación Latinoamericana de Semiótica y del comité científico de la Revista "DeDignis" (París).

Rosa escribió libros como "Crítica y Significación" (1971), Léxico de Lingüística y Semiología" (1976), "Los fulgores del simulacro" (1982), "El arte del olvido" (1991), "Artefacto" (1992), "Tratados sobre Néstor Perlongher" (1997), "La lengua ausente" (1998), "Manual de uso" (Valencia, 1999), "Historia de la crítica literaria argentina" (2001), "Historia del ensayo argentino" (2002), "La letra argentina" (2003) y el reciente "Relatos críticos cosas animales discursos" editado por el sello Santiago Arcos.

Sus ensayos fueron publicados en revistas de Estados Unidos, Francia, Canadá, España, Alemania, Brasil, Uruguay y Argentina, entre otros países. En tanto fue traducido al inglés, francés y portugués.

Falleció el 25 de octubre de 2006.

(Datos extraídos de http://www.lacapital.com.ar/)

   
   
   
   
   
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen superior: Fotos de Nicolás Rosa, extraídas de http://www.designisfels.net/nrosa.htm

Margen inferior: Francisco de Goya, Si amanece nos vamos (detalle).