el interpretador en discusión

 

Una respuesta a Oscar Del Barco

Jorge Jinkis

 

 

 

 

El camino verdadero pasa por una cuerda que no está tendida
en lo alto sino sobre el suelo. Parece dispuesta más para hacer
tropezar que para que se la recorra.
F. Kafka

 

Puesta en situación

Publicamos esta carta de Oscar Del Barco porque, en su extrema singularidad, enuncia una moralidad que no se limita a la reconsideración de nuestro pasado reciente, y que en sus consideraciones retrospectivas sobre la violencia, compromete nuestra historia y nuestro porvenir.

La hemos leído con cuidado, y hemos decidido no hacer un análisis del texto. Habiendo concluido con pesar que no podíamos extender el respeto que tenemos a su persona como para que alcance también a sus argumentos y razones (¿a sus motivos?: los desconocemos), nos pareció más leal conceder libertad a las pasiones que permitan una discusión política. Así pues, nuestra respuesta no se deja organizar por la ley de la interpretación y se entrega a la jerarquía, un poco desordenada, de nuestras reacciones de lectura.

Que esta discusión pueda tener lugar en una revista de psicoanálisis se volvería necesario explicarlo sólo para aquellos a quienes no les serviría ninguna explicación (cfr. nota 4). Tan sólo digamos que nos importa menos que Freud y Lacan se cuenten entre las referencias del autor, como que parece proponer la práctica de una imposibilidad. ¿Pero es tan seguro?¿Acaso practicar una imposibilidad puede confundirse con "asumir lo imposible como posible"? ¿Qué alcance tendría sustituir la función del límite por nuestras limitaciones? Entendida así, la imposibilidad se superpone insidiosamente con la función discursiva de los ideales de ayer, esos mismos que el filósofo rechaza en la hora de su arrepentimiento tras reconocer su acción devastadora. ¿Y en qué se distingue del retorno a una vieja utopía?

Hablar en yo es trivial e inevitable. Pero cuando la palabra se escribe es temible. "Yo" es una palabra que da vértigo y que fuera de la literatura, es capaz de volver vertiginosamente patética cualquier escritura. A veces tiene una función propia e interna al discurso que parece exigirla (el caso de Sartre podría ilustrarlo); otras veces, muchas, es el albergue espacioso de una personalidad voluminosa (y no se necesita que sea un psicoanalista el que deje de resistir su uso para alcanzar las cumbres de una impudicia obscena, bastaría -empobrezcamos nuestros ejemplos, con un Sebrelli). Pero no son estas las únicas circunstancias que pueden convocar a esa palabrita. La ocasión dramática elegida por Del Barco, su decisión de transmitir la potencia afectiva de un acto de contrición, y hacer la confesión de ello -como lo quería el Concilio de Trento (De sacramento Poenitentiae, cap. I)-, y además hacer pública esa confesión, ¿qué otra palabra que ese "yo" para decir lo que dice? Entonces, si para responder a esa palabra usamos la primera del plural, no es porque seamos tantos, es un poco de pudor y es otro discurso (1).

 

Hoy

Estamos en un tiempo en el que las conciencias intelectuales (2) han criado panza y parecen agobiadas. Ser correcto es menos un ideal que un deber, un valor vigente de diversas maneras en todas las clases sociales (que persisten, a pesar de las "multitudes", "comunidades", la "humanidad" o "el hombre", recientemente renacido).

Las izquierdas, siempre verde esperanza, entre elecciones cuidan la naturaleza; los que trabajan pagan la coima legal a San Cayetano, los piqueteros, no saben (¿no saben?) que organizan la fiesta de confraternidad con el gremio facho de los tacheros, el poder gay reivindica el derecho a formar familia, fortaleciendo a destiempo la institución religiosa del matrimonio; los artistas abandonan los atuendos bohemios por la informalidad pulcra y estudiada de los yuppies, habiendo sido aventajados por la iglesia en la invención de escándalos menudos. Los hombres... ¿qué cosa? ¿los hombres?... Y las mujeres se extenúan en la preservación de sus encantos. Nuestros jóvenes exponen sus cuerpos a los grandes riesgos de la pequeña delincuencia, a los subrogados mortales de las drogas caras, al atontamiento feliz de satisfacciones involuntarias. La vejez pudiente se siente autorizada a realizar los peores descubrimientos sobre sí misma, no sin complacencia; la otra, es abandonada a la intemperie. La cultura fusion, habrá que reconocerlo, descubre nuevas delicias en el sexo, en la comida, en la música y, a la vez, alienta el turismo que, cínico, se exhibe en las ruinas del tsunami o fotografía a los muertos de hambre de la Argentina.

¿Qué es esto? ¿Cómo llamarlo? ¿Es el lamento desolado de un moralismo que anuncia el fin del mundo? ¿Son las condiciones actuales de un renovado nihilismo que se avecina? ¿Los síntomas de un goce sin control de la especie humana? Seamos menos apocalípticos y digamos que se llama la Derrota. Se trata de las consecuencias, de una gravedad peligrosa, de una derrota. Y a una escala que concierne a Occidente.

Desatendámos ahora que haya quien puede llamarlo "victoria". En cualquier caso, es cierto, no es el fin del mundo. Pero aquí no se trata de decir que también hay muchas cosas bellas, que las hay, pero ¿a qué dolor querríamos consolar? Importa decir que se trata de una derrota (no éxito o fracaso), con sus particularidades en cada lugar, en cada tiempo. Desde siempre, en todas partes, pero cada vez según modos singulares que es imprescindible distinguir, la historia muestra que se ha impuesto un deseo poderoso, no la resignación cobarde, no la impotencia, no la debilidad, también todo eso, pero no, decimos el deseo (llamado a veces voluntad, otras pasión), el deseo de coexistir, el deseo de convivir con el asesinato de millones de personas llevado siempre a cabo con algún pretexto racional. Y también así, en nuestro país. ¿Es en este sentido extensivo que Del Barco entiende que somos asesinos, culpables, desde aquel que empleó un arma, el que apoyó la idea hasta las mil y una formas del no-querer-saber ? Si así fuera, tal vez, se podría situar en la enunciación el dolor de alma de un penitente, de uno que iluminado por la conversión, añora un tono bíblico para el lenguaje de su voz misionera. Vayamos más despacio y también más cerca del suelo.

 

Descubrir la culpa

Oscar Del Barco es sincero, no podemos dudarlo. Tan sincero como inauténtico. Deja hablar a su corazón hasta el extremo de afirmar que sus argumentos no son argumentos. Se dirije a todos, a cualquiera, a sí mismo. Dice que no todo es lo mismo, pero dice que todo es lo mismo. Se dirije, especialmente, a sus hermanos de creencias pasadas y les dice: somos todos responsables, todos culpables, todos asesinos. En el discurso de Del Barco, la derrota tiene otro nombre (es cierto que se lo damos nosotros): se llama Decepción. Es el nombre actual de la política abjurada, y que ahora prosigue aunque no reconocida como tal. Sí, hay una política del sentimiento, aunque se trate de una política que reniega de sí misma. El camino de la derecha lleva a la economía (es sólo la puerta de entrada); el de la izquierda goza o padece de esa economía. Y están los santos que se espiritualizan. Vienen marchando.

La culpa de quien empuñó un arma, sería la misma que la de quien simpatiza con las ideas que se armaron. Esta cadena de la culpa volvería a las organizaciones insurreccionales cómplices de los fabricantes transnacionales de armas. ¿Por qué no? Del Barco no se priva, acusa y se acusa de sus simpatias, que remontan a Lenin y Trotsky, pasan por su afiliación al partido comunista y habrían culminado en su apoyo al ERP o a sus ideas, a Castro, el Che, etc. (todos ellos, haciendo uso del lenguaje policial y cinematográfico estadounidense, catalogados como "asesinos seriales", lo cual ya indica la ausencia de todo análisis político, aunque no de una política). Ahora bien, cualquiera que demuestra ser capaz de equivocarse tanto en sus creencias durante 50 años, ¿no evidencia más bien una capacidad de inocencia ilimitada? Hay que ser extraordinariamente inocente para equivocarse tanto. ¿Tan culpable para descubrir la inocencia?

La simpatía, en efecto, existe. Una de sus virtudes consiste en la pretensión de anular la diferencia que desespera por soportar. La operación se realiza con frecuencia con la palabra "como", "como si...". Parece una comparación, pero cuando se realiza la fusión afectiva, los términos se derriten en un magma hirviente y húmedo. "Como si fuera mi hijo...", dice Del Barco. Y podemos respetarlo, ya mencionamos su sinceridad. También nosotros nos sentimos golpeados. Y cualquiera. "Como si fuera mi hijo…", pero no lo es, no. ¿Importa la diferencia? ¿Podríamos descuidarla? En un sentido sí, para que prosiga posible el pensar…, es decir, el principio del placer, o para "amar al prójimo como a uno mismo", no sin antes habernos reconocido en él. ¿Habría otra manera? Claro que sí, ¡el sacrificio existe! No obstante, en este caso la diferencia importa pues Del Barco se hace "responsable no en general", sino "responsable del asesinato de dos seres humanos que tienen nombre y apellido", aunque, es cierto, ya no podemos seguirlo, una "responsabilidad sin sentido y sin concepto...".

Apretar el gatillo. No es lo mismo la ejecución, como dice el dicho, a sangre fría, de un hombre (que siempre es hijo de otro hombre), que en caliente, apretado, hacerlo para salvar la vida del hijo. Frío, caliente, propio, ajeno. Cualidades que no agotan al sujeto, es cierto. Pero por una vez, la filosofía política podría ser menos platónica, un poco más socrática, y no ahondar el abismo que la separa de la política. Si Del Barco sostiene, citando a Levinas, "la maldad consiste en excluirse de las consecuencias de los razonamientos", esa filosofía política es precisamente mala porque se excluye de la consecuencia de su razonamiento cuando se excluye de la política (¡Ay, el filósofo que borró su dedicatoria a Husserl!).

No se trata de singularizar la guerra hasta separarla (no tan sólo distinguirla) de cualquier otra interrupción de la paz; tampoco reducirla al filicidio. A veces es la continuación de la política, a veces está en lugar de la política. Pero ni la paz ni la guerra, por sí mismas, detienen la lucha. Una derrota puede hacerlo.

("No matarás". Los imperativos universales abstractos, planteados en términos absolutos, conducen a paradojas conocidas (3). Quien no defendiera hasta la muerte, la propia, la del otro, la vida amenazada del hijo, ¿no sería un asesino precisamente por seguir ese precepto?)

 

Pequeños y grandes demonios

Nuestro autor afirma que toda comunidad está basada en ese mandato: "no matarás", que no viene de afuera, que constituye nuestra propia inmanencia. Pero la descripción que hace lo niega, no sé si inadvertidamente. Reformula entonces la teoría de los dos demonios: están quienes se ubican en las cumbres de la maldad, y los otros, nosotros, los buenos que también somos malos, los malos "inocentes", todos asesinos culpables del crimen mayor, el que desconoce el valor "sagrado" de la vida de todo hombre.

Será entonces necesario concluir que Del Barco nos está diciendo que el fundamento de la existencia de cualquier grupo, de cualquier comunidad, al revés de lo que cree o de lo que quiere, es un deseo asesino, un deseo de exclusión, en la que la identidad se logra por una operación segregativa.

No pretendemos retomar el viejo debate sobre la naturaleza humana aunque, admitámoslo, también para nosotros resulta audible el "no matarás". Delgado hilo que puede hacerse oír por cada uno, que cada uno puede o no ensordecerse ante los ecos retumbantes de ese trueno. En cualquier caso: no es fundamento de ninguna comunidad.

Digamos sí, que el llamado de Del Barco, el reclamo, la invocación a pedir perdón, no un perdón verbal, un perdón verdadero, el perdón que llega a la "supresión de sí mismo", es un acto suicida, es, en sus términos, un crimen, un asesinato de alma. Y este renovado deseo asesino, que se nos disculpe, está enredado eróticamente. Llega entonces el turno de nuestra propia sinceridad. Nos alegra que el mal no sea un principio absoluto, que esté enredado con diversas fuerzas dispares, lo cual hace posible establecer diferencias entre un crimen y otro, entre una muerte y otra, entre una guerra y otra. (A la subjetividad llamada individual, le resulta menos imprescindible la justificación ideológica de las maldades, no menos refinadas, a veces superfluas, gratuitas. Es nuestra experiencia de todos los días).

Nos importa subrayar el momento "platónico" del filósofo. Después de la Gran Decepción, se retira de la ciudad y funda la escuela en sus puertas…Habla de la ciudad, pero ya no está en ella. Ha abandonado la crítica política (que debiera ser severísima) de las organizaciones armadas de izquierda y, por una transferencia de culpabilidad que frecuenta a nuestra historia, colectiviza la responsabilidad.

El pobre, el triste y diseminado "por algo será", obtuvo en su tiempo (y todavía) una respuesta improcedente por situarse en el mismo plano: las víctimas eran inocentes. De esta manera se desconoce que los torturaron, los mataron, los hicieron desaparecer, no por lo que no hacían sino por lo que hacían, o porque eran amigos de los que hacían o porque eran amigos de lo que hacían (4). La protesta de inocencia se vuelve cómplice: contribuye a borrar la identidad, personal, política -es la misma-, de las víctimas (5).

Nos parece bien que Del Barco quiera rechazar esa "inocencia", pero no lo hace volviéndolas culpables. Abre la puerta a la distinción entre víctimas inocentes y culpables. Esta distinción es un triunfo enemigo, una maniobra practicada por una "fuerza de seguridad", un ejército invasor o por la política racista de un estado terrorista: si el detenido delata a sus cómplices…terminarán todos en la cárcel; si el vendedor ambulante no da los nombres de los líderes, la aldea vietcong será napalmizada, si la resistencia no entrega sus armas, el gueto será masacrado. Se trata de una estrategia que parece restarle protagonismo a la política de aniquilación y coloca en primer plano, en lugar eficiente, el dilema ético de las víctimas: desde ese momento, las víctimas deciden y se vuelven responsables de la acción enemiga.

En este sentido, Del Barco es una víctima de esta política, y quien acepta la separación sin retorno entre ética y política (6), resulta agente involuntario de la misma. ¿Y el "resto", como se dice, el resto de la sociedad? "No sabíamos -nos dice- porque no queríamos saber", como si ahora supiéramos. Pero no, regresados del terror, luego de que fueron conmovidos todos nuestros lazos simbólicos con efectos que no hemos podido prever, que persisten y que todavía no queremos saber, ¿creemos saber porque se han divulgado públicamente los crímenes, porque tenemos acceso a la narración de las torturas, porque el integrante de una organización armada relata una ejecución? Es una información indispensable, pero no es saber. Incluso, puede ni siquiera ser "información", palabra ávida de neutralidad, sino una artera reiteración minuciosa (¿morbo?) del espanto nacido en los años de terror, y que prosigue. ¿Qué es entonces saber? Lo ignoramos, pero debe incluir que podamos saber defendernos.

Se trata precisamente de construir la posibilidad de saber (multiplicaríamos aquí nuestros signos de interrogación), aún contra el no-querer saber, construyendo las condiciones que permitan el reconocimiento de lo que nos pasó, de lo que hicimos y no hicimos, y que no puede excluir la experiencia personal diferenciada, los que resistieron, que no fueron todos, los que colaboraron, que no fueron todos, incluso admitiendo que quien estuvo secuestrado, torturado, desaparecido, no puede ser entendido. Y que quien no estuvo allí, no puede entender.

No insistiremos en que la posibilidad de saber no puede ahorrarse la crítica política; tampoco en que la elección de la ética, como alternativa de la política, es un efecto de obediencia al terror.

Hay términos en el discurso de Del Barco, términos como "innenarrable", "inefable", "indecible", "inconcebible", "lo que no puede fundarse o explicarse", lo "inaudito", lo "absolutamente otro", lo "imposible", lo "sagrado", la "desmesura", que resultan indispensables para lo que parece su empresa: la construcción de una teología atea (como lo piensa para Witggenstein), o una teología quebrada (Ricoeur). Términos que derivan de filiaciones teóricas diversas -Bataille, Witggenstein, Hölderlin, Blanchot, Schelling, Levinas, Macedonio Fernández, y otras más lejanas-, términos que buscan los confines de un lenguaje, cerca de los márgenes del silencio y de la locura, pero que encuentran en las reformulaciones del autor, la áspera singularidad de su voz.

La intemperie sin fin, El abandono de las palabras, Exceso y donación, no son sólo títulos de algunos libros (7); indican el rumbo sugerente de una vida seria, pero lejos, muy lejos de la cuerda pedreste de nuestro epígrafe. No nos parece que la "sabiduría" sea hoy una alternativa accesible. La verdad es también para nosotros un requerimiento inclaudicable. Pero que constituya la base, como lo manifiesta su deseo, de la salvación, no es una esperanza en la que podamos acompañarlo. Tampoco es la perdición. Es una oportunidad perdida.

 

Jorge Jinkis

 

 

 

Notas

(1): Dejaremos que el "yo" se disuelva en nombre propio, y se nos permitirá confundir el uso y la mención del nombre propio, desde ahora nombre del discurso que discutimos, nombre de la palabra que la carta deja oír.

(2): Término, cuya arrogancia comprende una nota de ironía que incluye ante todo al que lo usa.

(3): En otro texto, Del Barco parece citar (y consentir) el Kant con Sade de Lacan. Cómo asentir con ese análisis y sostener los fundamentos filosóficos de esta carta, es para nosotros una intriga irresuelta. En cuanto a nuestro modo de entender, podemos atenernos al trabajo de E. Carbajal en Conjentural 4.

(4): Para la matanza, cualquier matanza, se prepara a la sociedad construyendo el rasgo de exclusión que terminará justificándola. Sólo a modo de breve ejemplo, podría recordarse algunas afirmaciones del general Acdel Vilas, comandante del operativo "Independencia" en Tucumán, quien incluía entre las causas de la subversión, a "la cultura, que era verdaderamente motriz…si los militares permitíamos la proliferación de elementos disolventes, -psicoanalistas, psiquiatras, freudianos, etc.- soliviantando las conciencias…estábamos perdidos…De ahí en más todo profesor o alumno que demostrase estar enrolado en la causa marxista fue considerado subversivo y, cual no podía ser de manera distinta, sobre él cayeron las sanciones militares de rigor". Cfr. Memoria debida, de J.L. D’Andrea Mohr, (Colihue, Bs. As., 1999), citado en Seis estudios sobre genocidio, de Daniel Feierstein, (Eudeba, Bs. As. 2000), libro al que debo esclarecimientos que aprecio.

(5): "Que la palabra "víctimas" no vaya a evocar no sé qué humanismo llorón" (Sartre).

(6): La necesidad de sostener al Otro por un principio que trascienda la experiencia, lo lleva a Levinas a la construcción del "Absoluto-Otro". Es el nombre, que se quiere no religioso, de Dios. La ética desaloja a la política, para satisfacción de la paz, civil, blanca, cumbre de la tolerancia y el respeto por las diferencias. Que se nos entienda, no hacemos responsable a Levinas de las múltiples derivaciones laicas de este dispositivo abstracto, aunque no deja de tener una conexión histórica con el conservadorismo político de ex –revolucionarios y progresistas de antaño (Jonas y cia.). Hay también quienes lo usan para huír de la política y se ven reconducidos al infierno de las cruzadas: cómo respetar al diferente cuya diferencia consiste precisamente en no respetar las diferencias.

(7): No es la ocasión de un análisis de los textos de Del Barco; sólo hemos conservado cerca, aunque nos hemos privado de citar, los publicados en la revista Nombres, n° 7 y 18, Córdoba, Argentina.

 

 

 
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Michal Macku, Obra (detalle).