el interpretador narrativa

 

Apuntes Bonaerenses

Mario Levrero

Presentación, por Rodolfo Fogwill.

 

 

 

 

PRESENTACIÓN

La primera noticia sobre Varlotta, apareció en 1968 en el proverbial Lagrimal Trifurca del poeta Francisco Gandolfo. Su hijo Elvio pasó por Montevideo y volvió deslumbrado por la plaqueta de la primera edición (de autor) del relato de Gelatina y escribió lo que debió haber sido la primera de sus más de mil notas bibliográficas. Jorge Varlotta nació en 1940 en Montevideo.

Después decidió ser Mario y adoptó su apellido materno. Sin embargo, siguió dejando mensajes en los respondedores telefónicos como "Jorge", y su e-mail es jvarlott@adinet.com.uy, aunque ya no responde: "Mario Levrero murió en el 2004".

Fue fotógrafo en Montevideo, librero en Piriápolis, desocupado en muchos lugares, divulgador de temas científicos y matemáticos en revistas, inventor de crucigramas y puzzles por encargo, redactor en la revista Juegos de Mente en Buenos Aires y columnista brillante en la revista Posdata de Montevideo. Hacker amateur, coleccionaba antiguos programas de D.O.S. e imágenes porno, preferentemente orientales. Los últimos años vivió del fruto de una beca Guggenheim y de los alumnos de sus talleres literarios in vivo y por mail.

Publicó en Uruguay, Argentina y España más de veinticinco obras literarias y dejó algunos inéditos preservados por el celo de su amigo y maestro de informática, el porteño Eduardo Abel Giménez. De ese material, y gracias al trabajo de Giménez y Alicia Hoppe, y al cuidado de Gandolfo, ha podido publicarse su extensa y en extremo testimonial La Novela Luminosa. Esa obra se presentó a la editorial Alfaguara de Argentina, que prefirió imprimirla en su filial de Montevideo y aún no la ha importado a la Argentina.

Levrero siempre fue desafortunado con sus editores, incluso en los dos o tres casos, como en el de sus ensayos de Irrupciones I e Irrupciones II, para los que él mismo ofició de director editorial. De alguno de sus libros publicados en la Argentina, un editor megalómano llegó a imprimir una primera edición de 10.000 ejemplares, la mayoría de los cuales fueron reducidos a pulpa de papel para obtener dinero durante alguna de las crisis económicas de los años ochenta.

De varios de sus libros editados en Montevideo por la editorial Arca -con la que Levrero tuvo un largo litigio judicial- se hicieron versiones pirata, reimpresiones y reediciones desconociendo sus derechos de autor y la voluntad de sus herederos.

Los relatos de Carros de Fuego y la deslumbrante novela El discurso vacío, fueron muy dignamente publicados por Trilce de Montevideo y también fueron reeditados. Es admirable que en un país de poco más tres millones de habitantes y no mas de diez librerías medianas se lea tanto y tan devotamente libros de tanta calidad y tan poco marketing.

Uruguay -si exceptúa su Disneyworld del Este- es un país pobrísimo. En homenaje a Levrero visitamos sus librerías con Mario Bellatín, que conoce Bulgaria, ha vivido años en La Habana y venía de recorrer la India, y se sorprendió de encontrar una sociedad tan empobrecida pero lectora.

En Buenos Aires, hasta hace un par de años, se podían conseguir ejemplares de sus novelas emparentadas Paris, Ciudad y El Lugar. Este año, en varias visitas a las ferias de Parque Rivadavia y Parque Centenario, pude verificar que viajeros uruguayos y turistas españoles habían dado cuenta de los poco remantes que quedaban. En alguna distribuidora quizá queden ejemplares de las nouvelles Fauna/ Desplazamientos que, en 1987 y según costumbre, editó feamente De la Flor. En librerías de viejos y usados pueden conseguirse los relatos publicados en Minotauro y alguna que otra revista del género ciencia ficción.

Pésimo administrador de su prodigiosa obra, jamás tuvo agentes literarios ni asistió a cócteles y presentaciones de lujo. Recién a su muerte apareció la primera bibliografía de su larga producción, compilada por los alumnos de sus talleres. Hasta ahora se le reconocen nueve libros de relatos, diez novelas, dos libros de ensayos de prensa, dos historietas y su famoso Nick Carter, una novela-folletín paródica. Tal vez falte algo: mi fuente es el site http://www.taller-literario.com/mario_levrero.htm

Levrero vivió en Buenos Aires en los tiempos llamados del retorno a la democracia. Llegó esperando otra cosa de la Argentina y de la democracia y se encontró con el gobierno de Alfonsín, sus Felices Pascuas y la cultura populista radical de Gorostiza y Pacho O´Donell. Efectivamente, en esa época O´Donell era radical y Levrero no creía en la política. Reconocido por pocos fuera de la clientela de ciencia ficción, padeció un empleador despótico, pero también vivió grandes momentos cuando en 1983 y 1987 se publicaron en Buenos Aires dos de sus mejores colecciones de relatos: Aguas Salobres y Espacios Libres.

Apuntes Bonaerenses se publica ahora en la web que data de aquellos años y fue tomado de la edición uruguaya de la antología El Portero y el Otro. En la web, vía Google, puede encontrarse su relato La calle de los Mendigos, que fue su predilecto.

(R.E.F.)

 

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Gentileza Dra. Alicia Hoppe

 

Mario Levrero

APUNTES BONAERENSES

 

3.I.86 Abrí la puerta. No; no exactamente. Quiero decir: allí estaba la puerta, yo estaba delante de la puerta. Yo estaba de este lado, la puerta estaba allí; estaba cerrada, y entonces abrí la puerta. Pero no quiero decir que estuviera cerrada con llave; yo no tenía la llave. Tampoco tenía que accionar el picaporte, porque en realidad no estaba cerrada, no estaba del todo cerrada. No es que haya abierto la puerta, pero la puerta estaba allí; yo la empujé, y giró sobre sus goznes. No lo suficiente, de primera intención; para pasar el cuerpo por allí debía empujar nuevamente, un poco más. Pero no lo hice; ni pasé el cuerpo por allí. Abrí la puerta, y me quedé allí, esperando.

 

7.X.86 Sentado en un banco de la plaza observaba a las palomas; no es nada original, ya que casi no se ve otra cosa; pero quiero decir que llegué a redondear mi opinión sobre las palomas, algo que hasta el momento no había sido más que una vaga sensación de malestar. Así como las ratas tienen su mala fama, concluí, las palomas tienen su buena fama, tan arbitraria e incomprensible como la otra. Yo había podido observar detenidamente una rata que quedó atrapadada hace un tiempo en el patiecito trasero de mi casa, y encontré que era un animal inteligente, gracioso, delicado y simpático. Las palomas, en cambio, son ridículas, glotonas y extremadamente lúbricas, además de carecer por completo de inteligencia y sensibilidad. Me asombra que la gente les dé de comer. Incluso se ha creado toda una industria al respecto; así en la plaza son varios los vendedores de un misterioso "alimento para palomas" (que en realidad tiene todo el aspecto del maíz). Lo venden en unos sobrecitos alargados, y parece que realmente vende porque hace mucho que los veo todos los días allí sin intenciones de cambiar de giro.

Hay un pibe de trece o catorce años que impresiona como un comerciante hábil y próspero; coloca un caballete con una tabla encima, y luego se dedica a formar unas torrecitas con los paquetes alargados; primero pone dos, paralelos, a unos centímetros uno del otro y luego los cruza con otros dos, perpendiculares a los anteriores, y encima otros dos en la misma posición de los primeros, y así sucesivamente, lo hace con rapidez y solvencia y con un aire de concentración que no perjudica su aspecto dinámico. Creo que llegará lejos.

Sea como fuere, yo odio el andar bamboleante de las palomas, semejante al de las gallinas y al de ciertas mujeres obesas y obtusas; y mi conclusión final fue que, probablemente, lo que me hace tan odiosas a palomas y gallinas es esa especie de caricatura extrema de lo femenino –cosa que, por respeto a mis ilusiones, quiero aceptar-. Así me va.

 

1.III.87 Me ha sucedido, este verano, de perderme en el tiempo. He llegado a sentir que había vivido siempre en este verano húmedo, demasiado caluroso y demasiado húmedo, y que siempre habría de vivir en él. Por momentos, y para mí, ha llegado a ser como una indeseada eternidad.

Nunca como en este tiempo de espera desahuciada me había fabricado ilusiones para entrentener la ansiedad; casi he llegado a la alucinación. Y me he enamorado, de una manera indecente, obsesiva, adolescente; esta obsesión rellenó innumerables insomnios. En cierta forma me alegra haber rescatado la posibilidad de amar, que creía perdida en medio de la edad y el cinismo de la edad, aunque he sientido el pecho bullente de esa angustia amorosa, dolorido, maltrecho, como castigado por puños, he percibido la dulzura escondida en cuertas misteriosas vueltas de ese dolor, lo que más de una vez me llevó a buscar ciegamente el dolor para conseguir algo de esa dulzura. He vivido, en fin, como borracho, entre los efectos del calor, la humedad, el amor, los ensueños, el dolor y la dulzura, tambaleando por las calles, o pegado a la seguridad de las paredes, o con la vista fija no muy lejos de la punta de los zapatos, temeroso del engaño de los sentidos y de la precariedad del equilibrio. He visto a la ciudad como a través de un vidrio empañado o con las dos dimensiones de un filme o con la lejanía imprecisa de un recuerdo. El tiempo es una masa cálida girando en torno de sí misma, conteniéndolo todo, sin soltar nada; que aparenta nacer, ya era, una y otra vez, cada acto, cada gesto, cada cosa, todo tiene el sabor de lo ya vivido muchas veces.

En ningún momento pensé conseguirla; no traté de envolverla en ninguna historia amena y complicada; no traté de rescatarla de su propio ensueño. Me fue suficiente, en un asalto verbal, la concesión fugaz de su rubor. Sé que hay algo tremendamente perverso en esta satisfacción pero, después de todo, es por completo vano hablar de perversión y de moral en un verano como éste, en el que el clima mismo es una obscenidad mayúscula; lo mío es una pobre imitación, un vago reflejo de la perversión de la tierra.

 

3.I.88 La voy obteniendo por pedazos. Un sábado baja del avión, toma un taxi hasta casa, hacemos el amor, comemos, peleamos un poco o simplemente nos contamos algo, y se va. Cuando vuelve, dos o tres semanas más tarde, todo se repite pero nunca igual, porque nosotros nunca somos iguales a nosotros mismos.

Entre una visita y otra yo pienso en ella, trato de construirla, pero cada visita añade nuevos elementos que destruyen lo que estuve construyendo. Hay imágenes contradictorias, como dos piezas idénticas de un rompecabezas pero con distinto dibujo. No sé cuál elegir para mi construcción. Luego se ve, en otra visita, que el rompezabezas era mucho más grande y que una de las dos piezas va en otro sector, en otra parte del dibujo. Pero no sé cuál es el dibujo que tengo que armar. No hay modelos.

Mi tiempo pasa a ser, cada vez más, tiempo de construcción de ella. Es inútil. Ella vuelve, y vuelve a destruir lo que yo construyo. Me desgasto; mi trabajo me parece inútil, creo que estoy perdiendo el tiempo, y sin embargo no puedo hacer otra cosa. Hay ventajas: como ya no pienso en mí, me he vuelto un poco más valiente, menos aprehensivo. También hay ventajas para ella: sabe que si yo terminara de armar el dibujo, de construirla tal como es, me aburriría de ella, dejaría de amarla. Es tal vez por eso que se llena de obligaciones y de complicadas tramas familiares que le impiden venir más a menudo, a quedarse más tiempo cuando viene.

 

Durante sus ausencias –que cubren la mayor parte del tiempo- hablamos mucho por teléfono, aunque no estoy muy seguro de que eso sea una verdadera ayuda. Más bien es un recurso ilusorio, pero de todas formas es lo único que tengo.

En primer lugar, están las dificultades para conseguir la comunicación. Con frecuencia parten de mi propio teléfono, aparato caprichoso si los hay. La señal de ocupado puede aparecer en cualquiera de las etapas, incluso en el momento de levantar el tubo. A veces me lleva más de media hora conseguir la comunicación. Otras veces, no la consigo.

Después está el sonido de los pulsos del telediscado, una especie de taxímetro que trasmite un sentimiento de urgencia, que recuerda segundo a segundo el dinero que voy invirtiendo, la fugacidad del tiempo presente, la vanidad de las cosas terrenales. Me pongo nervioso y no digo exactamente lo que pensaba decir, hablo del tiempo, hablo de las propias dificultades del comunicarse por teléfono, le pregunto cómo está. A veces olvido decirle que la amo, que cuánto la extraño.

Ella contribuye espléndidamente a complicar las cosas. A pesar de que yo sé perfectamente que ella no puede hablar con libertad la mayoría de las veces, porque lo nuestro es clandestino y porque casi siempre hay alguien cerca de ella, a pesar de saberlo me confundo. Cuando logro decirle que la amo o que la extraño, su respuesta puede ser, por ejemplo, "¿y cómo andan sus cosas, doña Catalina?", dicho con voz fría o por lo menos no con la voz que suele resevar para hablar conmigo. Quedo confuso y vacilante unos momentos, preguntándome tal vez por mi verdadera identidad, o si realmente me habrá reconocido, si habrá entendido lo que le dije, si me habrá cambiado tanto la voz. En las escasas ocasiones en que stoy perfectamente lúcido y sobreaviso, respondo con humor "muy bien, Roberto" y vuelvo a mi tema pero, claro, ella no puede seguir una conversación normal y a mis arrebatos pasionales responde mecánicamente con trivialidades o bien con argumentaciones profesionales que, debo decirlo, suelen ser muy agudas y pueden generarme un auténtico interés y distraerme de mi tema, y entonces vuelvo a perder algunos minutos de telediscado, son como ríso de relucientes momedas que tiro a la calle y después, desde luego, no sé cómo retomar mi tema que, a todo esto, ha ido perdiendo su impulso; la pasión se me fue agotando o desviando entre los interrogantes sobre mi identidad y otras banalidades, y por fin, me despido con un melancólico "adiós, Roberto", y cuelgo.

 

18.I.88 –Aquí, en la plaza, hay un hombre, podría decir un viejo, que desafía el sol. Es robusto y aunque viste pobremente tiene una presencia noble, esa rara aristocracia espiritual que sólo he percibido en ciertas personas humildes (y que me hace sentir despreciable). (Una vez, este hombre me pidió un cigarrillo; la ciudad me había acorazado en una especie de indiferencia selectiva, cerrado a todo lo que no me interesara, y entonces no prestaba atención a estos pedidos; pero este hombre se me impuso con su actitud y su presencia; al darle el cigarrillo sentí que era yo quien estaba recibiendo algo. Le ofrecí otro, y lo rechazó).

Ahora lo veo en la plaza, todos los días, en las horas en que el sol cae a plomo. La plaza está desierta, y cuando me es inevitable atravesarla a esa hora, es probable que a la noche me sangre un poco la nariz; cada paso bajo ese sol implacable se siente como un martillazo en el cráneo. Pero él se sienta allí, en el medio de la plaza, lejos de la sombra de los árboles y de todo refugio, al rayo de sol, con la camisa abierta y el cuerpo chorreando sudor. Estuve a punto de acercarme una vez, para decirle que no fuera loco, que se estaba suicidando. Pero le vi una expresión, en la cara y en todo el cuerpo, que me hizo desistir: obstinación, desafío, odio, placer, conciencia, rabia.

Cada día se pone más negro. La piel de la cara y de la cabeza toda es como un cuero ennegrecido. Puede ser un suicidio pero es, sobre todo, una lucha, algo estrictamente privado entre él y el sol, quién sabe qué historia secreta que soy incapaz de comprender.

20.I.88 Mi teléfono nunca anda del todo bien; a la gente que me llama le cuesta mucho hacer entrar una llamada, o directamente le resulta imposible hacerlo. Lo curioso es que después me lo dicen en un tono fuertemente acusador, como si la culpa fuera mía y no del teléfono. Más curioso aún es el hecho de que por algún oscuro motivo yo entro en el juego y me siento de veras culpable.

*

Los frascos de salsa ketchup vienen con un tapón especial; luego de enroscarlo como cualquier tapón normal, es preciso hacer un pequeño esfuerzo para conseguir un giro más profundo que lo afirme. Esto es importante, porque el frasco debe sacudirse enérgicamente antes de utilizar la salsa, o de lo contrario saldría un líquido chirle en lugar de la salsa consistente.

Pues bien, después de usar la salsa ketchup, ella se limita a colocar el tapón sobre el frasco, sin darle ni siquiera el primer giro normal como a cualquier tapón de rosca. Me pregunto si entre nosotros sería posible una convivencia.

*

Hoy tuve que cruzar, por fuerza, nuevamente la plaza, y volví a ver al Hombre que Desafía el Sol, sudando y ennegreciéndose, resistiendo. Me consta que no le importaría enterarse de que estoy de su parte aunque no llegue a sospechar el sentido de su lucha.

Y unas cuadras más allá de la plaza, me encontré con una mujer que asocié, por contraste, con este Hombre. La había visto por primera vez antes de mudarme, en una fiambrería de la que era mi cuadra. Estaba antes que yo y estuvo a punto de terminar con mi paciencia; para empezar, me molestó su nuca. Llevaba un corte de pelo imposible, muy corto, muy por encima de la nuca, recto, como trazado con una regla. Debe haber buenas razones para que, en general , la gente no ande con la nuca descubierta; a mí me produjo la sensación de un molusco obsceno y perceptivo que me estaba estudiando. La mujer tenía lentes gruesos, edad incalculable y al parecer era sorda y tenía dificultades para hablar. Debió despertar mi piedad y esa subterránea y no siempre expresada solidaridad que uno siente con los discapacitados; pero no fue así. Me irritó. La percibía como una presencia maléfica, algo que en el ambiente ya bastante cargado por la impaciencia de los que iban llegando a la fiambrería asocié vagamente con rituales perversos, erotismo distorsionado, sociedades delictivas. Estuvo mucho tiempo examinando muy de cerca los productos que quería comprar, discutiendo el precio de cada uno, preguntando, tocando, olfateando, seleccionando billetes arrugados que sacaba con tremenda morosidad del monederito mezquino. Llevaba un paraguas colgado del brazo. Y antes de soltar cada billete, volvía a tocar lo que estaba comprando y preguntaba de vuelta el precio.

Tiempo después la vi por la calle, andaba como pensando en otra cosa, se detenía cada tantos pasos, como confusa, abría la cartera y revisaba el monedero, se cambiaba el paraguas de un brazo a otro. Me quedé con ganas de seguirla.

Hoy estaba parada en una esquina, en una actitud que sólo pude calificar de disimulada. A pesar del sol que rajaba las piedras, llevaba el inseparable paraguas colgado del brazo, y estaba parada allí, con aire ausente o confuso, sin hacer nada en especial pero sin dar idea de estar descansando o esperando algo. Di un rodeo para pasar tras ella y mirarle la nuca. El corte de pelo estaba exactamente igual que hace dos años en la fiambrería, recto y desafiante.

Al volver a casa, vi que el Hombre seguía firme, desafiando el sol.

 

5.II.88 De vacaciones, en un balneario. Anoché soñé que estaba junto a ella en la playa, cerca de unas escaleras de cemento que subían a la rambla. A la derecha se veía el mar, donde había algunos barcos, de gran tamaño, que podían distinguirse con total nitidez. Mucho más lejos, sobre el horizonte, había otro barco; también era de gran tamaño pero no se distinguía claramente. Estaba como envuelto en niebla o, mejor, como formado por niebla. Lo veía como en una foto borrosa, de grano muy grueso. Junto con las imágenes había un razonamiento: los barcos que estaban cerca, llegarían pronto; yo no estaba, en cierto modo, percibiendo el futuro, porque los barcos aun no habían llegado. ¿Pero cómo era posible percibir aquel otro barco, sobre el horizonte, si faltaba casi un año para que llegara? Me desperté con algo de pánico, interrogándome sobre las relaicones entre percepción, espacio y tiempo, y con la angustia de una comprensión que se me escapaba.

 

7.II.88 Anoche descubrí que hay una araña en el cuarto de baño del departamento que alquilé. La araña es de tipo ventrudo y de patas largas que se van afinando hacia los extremos. Había tejido una red desde un pequeño plafón con dos lamparitas hasta el botiquín con espejo que está sobre el lavatorio. No es una tela prolija, clásica, sino una serie de hilos muy finos, más bien paralelos entre sí aunque con entrecruzamientos y uniones imprevisibles. La vi anoche porque tuve que levantarme para ir al baño, de madrugada; durante el día nunca la había visto. Como el aspecto de la araña era un tanto preocupante, fui a buscar el insecticida en spray, agité el envase como recomiendan las instrucciones y lo destapé; fue entonces cuando la araña realizó el truco que le salvó la vida: trepó por la tela en dirección a la luz, y la vi desaparecer, poco a poco, ante mis ojos, como si se fuera borrando lentamente desde la periferia; las patas se iban acortando, el cuerpo parecía comprimirse, y luego desapareció del todo con una graciosa voltereta. Quedé un buen rato con el insecticida en la mano y la boca abierta.

Después descubrí que había pasado por un pequeño agujero que hay en el metal del plafón, junto a la pared, una delgada lámina que corre por detrás de las lámparas; el agujero tiene pocos milímetros de diámetro, algo como para pasar un tornillo que sujete el aparato a la pared, y que no había sido utilizado por el instalador. Al pasar primero las patas, la presencia del cuerpo no me permitía ver el agujero, y de ahí la impresión de que se iba borrando. Fue tanto el truco de prestidigitador como la comprensión de su pequeñísimo tamaño real lo que me hizo desistir de usar el insecticida; pero sobre todo creo que fue por el truco.

*

Esta noche no la encontré. Arrojé trocitos de escarbadientes en la tela para hacerle ceer que había caído algún insecto, pero no vino a investigar. Temo que se haya mudado, y que aparezca en algún lugar menos conveniente –como por ejemplo mi cama.

*

En libros sagrados y filosóficos de distintos lugares y tiempos, suele intentarse la educación de la conducta mediante ejemplos; y en estos ejemplos es frecuente encontrarse con dos personajes que parecen ser siempre los mismos: el Sabio y el Necio (o Tonto). El sabio es previsor, prudente y humilde; el necio es descuidado, imprudente y jactancioso. Después de muchas lecturas de este tipo he ido incorporando a estos personajes como a viejos conocidos, y casi he llegado a visualizarlos: el sabio es sereno, de frente despejada, de mirada profunda y bondadoas con algo de risueño; el necio tiene facciones toscas, ojos desconfiados, un tanto saltones, y sonrisa burlona, sobradora. Están siempre juntos, y uno sin el otro casi puede decirse que no tienen existencia; son como el Gordo y el Flaco. Desde luego, siempre me identifiqué con el sabio, así como suelo identificarme con los buenos de las películas; leo con asentimientos de aprobación sobre las acciones del sabio, mientras espero con regocijo anticipado la entrada en escena del necio. Al necio todo le sale mal, es el que espera que empiece a llover para arreglar el techo, no aprende nunca la lección.

Sin embargo, hace un tiempo comencé a despertar la cruda realidad y finalmente pude llegar en estos días a una clara formulación desagradable: cuando los libros que tratan de la sabiduría hablan del necio, hablan, sin lugar a dudas, de mí. No soy previsor, ni prudente, ni humilde. Compro shorts en verano y pulóveres en invierno. Cuando abro la boca es para decir algo fuera de lugar e incomodar a la gente. Y me identifico con el sabio, en una clara ausencia de humildad. Fue duro reconocerlo, pero es así. Ahora, al leer estos textos, cuando aparece el necio tiene facciones más regulares y su aire ya no es burlón, sino desconcertado. "Pobre tipo", pienso.

 

2.III.88 Ha caído mi ídolo. El Hombre que Desafiaba al Sol en la plaza sigue en la plaza y al sol, pero hoy se ha puesto un sombrero ridículo, de paja trenzada o su imitación en plástico, liviano, blando, femenino, con dibujos de flores en la trama del trenzado. Es cierto que él no ha perdido su dignididad y lleva el sombrero de modo natural y sin mostrar vergüenza; pero es evidente que la tragedia se ha transformado en comedia.

 

Mario Levrero

 

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AGRADECIMIENTOS

a Alicia Hoppe.

a Eduardo Abel Gimenez

a Elvio Gandolfo.

a Rodolfo Fogwill.

 

 
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Francisco de Goya, El sueno de la razon produce monstruos (detalle).