el interpretador narrativa

 

Relatos cortos

Diego Tatián

Presentación, por Sebastián Hernaiz

 

 

 

 

Tribulaciones frente a los textos de Tatián


Los textos de Tatián son una calma postal que se aprenden a leer con la misma mirada con que miran el mundo que construyen. Su mirada es clave de lectura. Prosa “breve, distendida, banal” (La visita), de “ruidos mínimos que forman una composición incomprensible” (Eternidad). Su motor narrativo es la búsqueda por percibir la distancia entre los que no perciben -todos, acaso- algo y lo no percibido: “Nadie pareció darse cuenta de nada” (La visita), “¿Dónde mueren los pájaros?” (Tribulaciones frente a una silla), “a veces pasaba días sin reparar en él, pero la inminencia era nítida como una vibración o un enigma” (Gramma), “un trompetista tocará sin saber” (Réquiem con trompeta), “una inmensa perfección desperdigada y oculta” (Perfección).

La prosa de Tatián es austera, es una narración por yuxtaposición no disyuntiva, un acercamiento a las implicancias de lo fortuito: podría pasar esto, o lo otro, podría estar haciendo esto o aquello, podría ser así o asá... No es una o de opciones excluyentes, sino una o que asume la radicalidad somera de lo que acontece y lo acontecible. Un cóctel de dejos borgeanos con máximas del subcomandante Marcos.

El pulso de su prosa austera va en consonancia con el ojo que busca percibir la “sutil inestabilidad de las cosas” frente a la que se continúa la vida al tiempo que se constata que “las cosas están ahí”. Entre las cosas que están, la inestabilidad y su impercibilidad, ahí, los textos que publicamos en éste número del interpretador, ahí su apuesta por inquietar.

La narrativa de Tatián busca ser un ruido preciso y leve justo un paso detrás del lector. Es la mano tirando de ese “hilo invisible que une todas las cosas”, la que busca volver el ojo sobre el misterio que el uso ha aplacado en las cosas. Quiere ser el pájaro que puede tumbar un árbol con sólo posarse en su rama al tiempo que quiere ser las tres fotos que muestran el hecho: al pájaro volando hacia el árbol, al pájaro posándose sobre el árbol, al pájaro volando desde el árbol y al árbol desbarrancándose. O quizás, quizás sea esto otro, al árbol continuando estático, fingiendo que nunca existió el pájaro, o, de hecho, ignorándolo sinceramente.

Sus hojas, entonces, pájaros, postales de bosques y sus o.

Sebastián Hernaiz

 

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Diego Tatián

Relatos cortos

 

La visita

Una tarde cualquiera golpearon la puerta. La leña crepitaba en el hogar, los niños jugábamos en silencio, mi madre cocinaba o leía, mi padre la miraba. Cada tanto alguien hablaba y alguien respondía, o se formaba un remanso colectivo de palabras que en seguida se perdía en el silencio. Los objetos, en tanto, circulaban por la casa con una armonía decantada al cabo de muchos años tranquilos –la verdura estaba en la mesa, la ropa en los cuartos, los platos en su sitio y también las naranjas con las que mi padre nos había explicado cómo se forman los eclipses. Una lámpara iluminaba las figuras lentas y familiares de las cosas cuyo uso había despojado de misterio.

En la puerta había una mujer de mediana edad que saludó con naturalidad y entró. Me pareció que mis padres se miraron perturbados; sirvieron té. En un momento de la conversación, que fue breve, distendida y banal, sentí de repente que en alguna parte de la casa se soltó un hilo invisible, el hilo que unía todas las cosas, y que una a una quedaban abandonadas a sí mismas.

Al cabo de poco tiempo saludamos a la mujer –una vieja amiga, había dicho mi padre sonriendo-, que nunca más volvimos a ver. Nadie pareció darse cuenta de nada, algo como una sutil inestabilidad de las cosas, y fuimos a acostarnos como siempre.

La condición frágil que percibí esa noche se volvió derrumbe en pocos meses. Se atribuyó al accidente doméstico que sufrió mi hermana al día siguiente de la visita el origen de una “vorágine de desgracias” –según había expresado alguien- que se abatió sobre mi casa hasta el colapso mental de mis padres, incapaces de sobreponerse a lo ocurrido.

En las madrugadas miro las criaturas asechadas, descuidadas y abiertas a todos los encuentros. Me estremezco al pensar el peligro que corre el árbol cuando un pájaro se posa en él.

 

 

Gramma


Llevo ya muchos años en medio del bestiario que crece pacífico y, presumo, inagotable. Recuerdo el primer animal que comenzó a caminar, lento, circunspecto y sin aturdimiento. Era un lagarto adulto, hoy ya un viejo compañero inmóvil en el rincón que habita desde hace algunas semanas. Mi casa no es grande pero tiene muchas posibilidades de intimidad y está poblada por completo. Aquella madrugada me levanté de la mesa de trabajo, cansado después de escribir durante toda la noche y sin energía ya para releer lo escrito en la decena de páginas que quedarían allí, abandonadas en desorden hasta la tarde siguiente. No me había alejado más de tres pasos cuando sentí un ruido preciso y breve detrás de mí. Al volverme vi al lagarto sobre la mesa, vacilante. Desde entonces deambuló manso por la casa hasta que llegó al rincón en que ahora está. A veces pasaba días sin reparar en él, pero su inminencia era nítida como una vibración o un enigma. Un mes más tarde, interrumpí el trabajo en mitad de la noche para ir al baño y al regresar encontré al mono sentado sobre las páginas en las que estaba escribiendo. Poco a poco, aunque de manera sostenida, de la páginas escritas fueron naciendo animales: dos pequeños topos, una gran araña, una vizcacha, un gato, un zorro, una comadreja, un castor... que han ocupado ya toda la casa. Ninguno de estos seres se me ha acercado nunca; cada tanto me observan silenciosos a prudente distancia, como si quisieran cerciorarse apenas de que estoy bien o como si me cuidaran.

Tal vez esta página será pájaro.

 

 

Tribulaciones frente a una silla


La silla había pertenecido a mis antepasados desde tiempo inmemorial; al menos seis generaciones, si no más, habían hecho uso de ella en los muchos días y noches de su tiempo. Se trata de un objeto, el único objeto, que por azar o por milagro se había abierto paso a través de los años, los hombres, las mujeres y los niños de una misma sangre. Podría haberse perdido en una de las incontables mudanzas que debió soportar, o deteriorado en las fiestas innumerables, en algún trabajo para el que habrá sido empleada, en alguna de las tantas violencias domésticas. No es una silla sólida ni parece haberlo sido nunca, sino un mueble común y sin particularidades de ningún tipo. Ahora mismo, sentado frente a ella, miro las cosas a mi alrededor y me pregunto cuál de todas será la última en desaparecer del mundo (¿habrá alguna que persevere aún luego de que mi nombre sea pronunciado por última vez? -¿quién pronunciará mi nombre por última vez?), cuál la que llegará a las manos más lejanas, cuál el objeto predestinado a la sobrevivencia de los otros cuando ya los vivos no sean recordados. Pienso en el desconocido muerto que habrá usado esta silla por primera vez; pienso en el ignoto no nacido que recibirá alguno de mis objetos sin saber que era mío. ¿Será la silla misma? ¿Y si la pusiera patas arriba sobre una base de piedra para asegurar su perduración como obra de arte? Sentados en ella, hombres de muchas generaciones han comido, escrito, leído, conversado, bebido, decidido un suicidio, o sólo descansado. ¿Habrá servido la silla para lastimar a alguien? ¿Fue reparada alguna vez? Quizá haya sido dibujada por algún artista, tal vez esté maldita, o sea el mensaje secreto de un hombre a otro distantes en el tiempo –acaso un mensaje cuyo destinatario, aunque incapaz de descifrarlo, soy yo mismo. No siento ante ella veneración ni temor sino una tribulación vaga, nueva, y pienso: tantas son las maneras en que podría interrumpir su misteriosa marcha hacia lo que siento me concierne pero sin saber por qué; puedo dejarla con sólo tres patas para volverla inutilizable, o pintarla de otro color para disimular su vejez, o enterrarla. Dejarla en la puerta de la casa como al descuido para que alguien la tome y la lleve consigo –o en el techo, como afrenta a la memoria y ofrenda a todas las inclemencias. O acaso la desarme y haga con ella un ataúd para un pájaro muerto. ¿Dónde mueren los pájaros?

 

 

Réquiem con trompeta


La mañana del día de mi muerte no tendré ningún recuerdo de la infancia, nadie golpeará mi puerta, no tomaré agua.

A la mañana siguiente de ese día, mi mujer saldrá a la calle sin dinero, sólo para caminar y mirar, y las cosas estarán allí; le asombrará sentir el aire más intenso, el cuerpo más leve, una inmensa despreocupación. Mi hija mandará al colegio a la suya, que aún no ha nacido, alguien escuchará Love is here to stay mientras se lava la cara, en la tumba contigua de la mía una anciana dejará flores como siempre. Esa mañana nacerá un perrito que muchos años después morderá a un poeta cuando aún no había escrito nada, una mujer que en alguna parte de su casa conserva una foto mía sin recordarlo tomará su té, alguien que leyó mi nombre en el periódico con el que mata el tiempo saldrá de prisión.

Y esa noche, la noche de esa mañana ya sin mí, un trompetista tocará en la oscuridad sin que nadie lo escuche, sin saber que he muerto, sin saber siquiera que había nacido.

 

 

Perfección


No conozco ninguna persona que haya guardado los dientes que perdemos a lo largo de la vida. En mi caso, reviso todo el tiempo mis veinte chiquititos dientes de leche, a los que siento como si hubieran sido de otro, de un desviado o un perdido. Lo cierto es que todas las semanas debo trasladarme hasta la ciudad de P. porque ningún dentista en mi pueblo acepta el trabajo de mantener los dientitos preservados de la corrosión del mundo. Sólo un joven dentista de la ciudad de P. los examina semana tras semana, los limpia, mantiene su coloración. No alcanzo a concebir por qué esos pequeños elementos en su mayor plenitud y perfección abandonan nuestro cuerpo, que viaja de manera continua hacia el deterioro. Son los dientes perdidos en la niñez, que nadie conserva, lo único perfecto que dejamos en el mundo. Ningún sistema educativo advierte a los niños a tiempo sobre el particular, los sistemas de educación enseñan sólo a tratar en vano de conservar lo que tiene la pudrición por destino. A veces me parece que tal vez sea yo, entre tantos seres humanos malogrados por nuestras Instituciones, el único en conservar, por azar o revelación, el secreto de sí mismo. En algún lugar, pienso, estarán dispersos todos los dientitos que enteras generaciones de hombres han dejado caer como si nada; una inmensa perfección desperdigada y oculta a la que han contribuido hasta los seres más malvados resiste desde alguna parte a las Instituciones, a los sistemas educativos, a los dentistas, a la

aniquilación...
          

 

Eternidad


La casa está a oscuras, encantada por su ausencia, envuelta en el sonido de los insectos y las ranas; se diría que ese sonido es lo único que existe ahora donde antes había un lugar con una casa. Me acerco con lentitud hasta tocar la puerta y abrir. Una vez adentro, la presencia de las ranas y los grillos se desvanece. Camino hacia el interior y permanezco inmóvil en el centro de esa inexistencia oscura y silenciosa; sereno el aliento hasta casi extinguirme también yo. En ese instante de abandono perfecto, una cadencia de respiraciones infantiles, pequeños quejidos de muebles cansados, una discreta gota de agua, un reloj, y otros ruidos mínimos forman una composición incomprensible. Acerco despacio el oído al pecho de las criaturas que duermen elementales, escucho los corazones ininterrumpidos. Y me pregunto qué es esa eternidad en las respiraciones crédulas y los indiferentes corazones de los seres que duermen cuando llego en la noche.

 

 

©Diego Tatián

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Diego Tatián

Doctor en Filosofía y Doctor en Ciencias de la Cultura. Es también Profesor de Filosofía Contemporánea y de Filosofía Política en la Escuela de Filosofía de la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente, se desempeña, además, como docente de cursos de posgrado en la UNC y en otras instituciones académicas nacionales y extranjeras. Es autor de numerosas publicaciones. Entre ellas desatacamos: Detrás de las puertas (relatos), Ferreyra Editor, Córdoba, 2003, 85 páginas y Una política de la cautela, en Horacio González (comp.), Cóncavo y convexo. Escritos sobre Spinoza, Altamira, Buenos Aires, 1999, pp. 69-87.

   
   
   
   
   
 
 
 
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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Joel-Peter Witkin, Poussin-en-el-infierno (detalle).